viernes, 24 de enero de 2025

El premio de poesía “Lorenzo Gomis”

Anteayer se celebró en la librería Byron de Barcelona el acto de entrega del V premio de poesía “Lorenzo Gomis”, convocado por la revista El Ciervo. Y, como resulta que lo había ganado yo, ex aequo con Juan Vicente Piqueras, no tuve más remedio que asistir. Fue un placer, desde luego, y no solo por el reconocimiento que supone, sino porque constituye una ocasión ideal para renovar lazos de amistad y sentir el afecto de quienes te aprecian (y para que ellos sientan el tuyo). Por allí andaban mis queridos Sergio Gaspar, Jordi Virallonga, Álex Chico (que se encargó, y muy bien, de la glosa del poema de Juan Vicente Piqueras), Anay Sala, Silvia Rins, José María Micó, Alfonso Alegre, Alejandro Duque Amusco y Jorge León Gustà, entre otros que me dejo. También hizo acto de presencia, para mi sorpresa, Estrella Montolio, hoy catedrática de Lengua Española y experta en comunicación, y hace treinta años profesora mía de Lingüística en la Universidad de Barcelona, una de las más competentes (y, sin duda, la más guapa) que tuve en aquellos años aurorales, a la que no había vuelto a ver desde entonces. El hecho de que haya sido precisamente la revista El Ciervo (la decana de las revistas de pensamiento y cultura en España: se fundó en 1951, y sus 74 años de publicación ininterrumpida autorizan a considerarla la más antigua del país, más que la Revista de Occidente, creada en 1923, pero que ha atravesado varios periodos de silencio, uno de ellos especialmente largo, de casi tres décadas, como ayer me recordaba, con comprensible prurito reivindicativo y su habitual bonhomía, el director de la revista barcelonesa, Jaume Boix) la que me haya concedido el galardón (por medio de un jurado en el que figuraban poetas y escritores a los que admiro, como Jesús Aguado, Jordi Doce y Lola Irún, amén del propio Jaume Boix) hace que lo tenga aún en más estima. El Ciervo ha sido siempre un referente literario y cultural, una compañía sosegada y al mismo tiempo incisiva en los procelosos años de la dictadura franquista, de la transición democrática y de hoy mismo, cuando la razón maquinal del tecnocapitalismo —personificada por los magnates digitales constituidos en cohorte plutocrática del infame faraón Trump, con el neonazi Elon Musk a la cabeza— amenaza con arrumbar el legado humanista del diálogo, los derechos humanos y la justicia social que la revista siempre ha defendido. Uno podía no compartir el ideario cristiano que animaba a la publicación, pero no podía dejar de agradecer el espíritu dialogante y progresista con el que lo manifestaba, y sentirse reconfortado por él, como siempre me ha sucedido a mí. Desde esta posición de respeto y defensa de los valores de la Ilustración y la cultura, El Ciervo ha reservado siempre un importante espacio a la poesía, algo para lo que, sin duda, fue determinante la figura de su fundador y director, Lorenzo Gomis, poeta y uno de los pocos ganadores catalanes del prestigioso premio Adonáis. (Hace años, Lorenzo Gomis presentó uno de mis libros de poesía, y eso es algo de lo que todavía me enorgullezco). En ese espacio de preservación de la poesía —y digo bien: “preservación”: como la del lince ibérico, como la de cualquier especie animal en peligro de extinción— se sitúan el premio de poesía que he tenido el honor de recibir (que ya va por su quinta edición, y que han ganado autores tan sobresalientes como José Ángel Cilleruelo, que hizo ayer una espléndida glosa de mi poema, José Luis Rey, Jordi Doce o mi compañero de hoy, Juan Vicente Piqueras) y la constante atención de la revista a la poesía (iba a escribir “al género”, pero he recordado que no lo es, y he optado por la repetición del término). Transcribo a continuación el poema que ha merecido el reconocimiento del “Lorenzo Gomis”. Debo confesar que el hecho de que se premiase un solo poema y de que este no pudiera sobrepasar los treinta versos, me ayudó a vencer la natural vastedad con la que siempre abordo la creación poética. Quienes me conocen, saben que con treinta versos no tengo ni para empezar. Pero esta vez con treinta versos no solo he tenido que empezar, sino también que acabar. Y eso me ha ayudado decisivamente (aunque he utilizado los treinta: no quería desaprovechar ni una sílaba).

LA CASA

No encontrarás la casa en los lugares donde la buscas,
por los que pasas como una sombra que cabalgara a un
                                                                                             [relámpago.
Tampoco en las palabras con que acompañas
la huida, arraigada en las cosas indóciles, en lo que
se insubordina al ser,
en cuanto se desprende de la piel
                                                             y abraza la hoguera
                                                                         [declinante de la tarde.
Esas palabras solo guarecen tu soledad, en cuyo recinto oscuro
fructifican la fiebre y los fantasmas.
                                                                  No darás con nada que
                                                                            [desmienta a la nada,
con nada a lo que puedas acogerte como se acoge el náufrago
a la ola que lo envuelve o al fuste que lo salva. Seguirás
                                                                              [deslizándote por la
superficie de tu propio vaciarte,
por el cauce ametalado de lo que ocurre
y te atraviesa, de los remolinos como dragas
que recorren tu cuerpo y se recluyen en tu cuerpo,
de tantos actos arrumbados en el erial que eres,
a la luz descoyuntada de un amanecer al que no sigue un día.
En esa ladera por la que ruedan papeles en los que depositas
                                                                                               [cicatrices;
en esa ladera en la que ausencia y mundo
se intercambian la piel sin tocar el suelo, como los vencejos,
que honran el aire que los encarcela; en esa ladera donde los
                                                                                                     [perros
lamen tu fugacidad, y tus pasos resuenan exentos de ti,
condescendientes con la muerte, sólidos como el ayer,
en esa ladera, digo, yacerás hasta que el movimiento concluya
y caigas de tu cuerpo como un ojo ácimo,
como un útero que se deshilacha.
                                                              Tu casa es la errancia.
La encontrarás en el aire, habitada
por alguien que no eres tú.

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