El tanga es la hipérbole de la brevedad. Si se empequeñeciera más, desaparecería. Pero es una hipérbole inversa: cuanto más reducido, más agranda lo que guarda. Lo abrigado por el tanga —esa porción mínima de realidad— cobra, gracias a él, unas dimensiones colosales: crece a tal punto que uno duda de que pueda ser cubierto por una cortina o una sábana. Sin embargo, el tanga lo cubre. La inversión que procura el tanga no solo atañe al tamaño. Una mujer con tanga está más desnuda que sin él; también un hombre. La desnudez que confiere el tanga es una desnudez de aluminio: esférica y volátil; una desnudez a la que el chispazo del tanga ha despojado de la aristada plenitud del vaciamiento. El tanga subraya la piel: la vuelve febrilmente visible. Quien lo porta, sin embargo, parece un fruto pelado, listo para la mordedura, en la frontera misma del derretimiento: su carne es pulpa, casi compota ya. Y todo gracias a un fragmento de tela que apenas se distingue de la nada. El tanga constituye el centro: trae el centro a la periferia. Su presencia dibuja el blanco de la diana. Y su exigüidad contiene el universo. Una tilde de licra se interpone entre nosotros y lo esencial: el tanga transforma lo que toca en inevitable. Cuánta levedad para tanta distancia. Pero la levedad crea la distancia. El tanga esculpe, pero aleja. A un centímetro de ropa corresponde un eón de presencia. Una mujer con tanga evoca la urgencia del amor. Un hombre con tanga, la delicia de la fuerza. Los tangas crecen en los cuerpos como las flores en el cemento. En las grietas, donde se concentran las humedades y prenden las semillas, empuja la vegetación, y también los tangas. El tanga es una lacónica pincelada en el óleo del organismo: en el anverso, un triángulo quisquilloso; en el reverso, un hilo como un tallo, o como una esperanza. Es, asimismo, una señal: nos indica a dónde encaminarnos. Aunque tapa, es todo menos un antifaz: el tanga no alisa, sino que esculpe; no disuade, sino que desenmascara. En el tanga hallamos la mitigación de la hipocresía y la exacerbación del deseo. Pero es una exacerbación tranquila, exenta de cuanto la enturbie: no hay velos, de tejido ni de conciencia, que retirar; no hay vergüenzas que causen vergüenza. O casi no las hay. Casi no. Lo que subsiste es la menor afirmación posible, la menor turbación admisible. Porque debajo del tanga queda el hecho incontrovertible de la materia, el axioma de la ensambladura feliz, la realidad promisoria de un paraíso común. El tanga no esconde: revela. Pero su revelación está teñida de sutileza, a pesar de la magnitud embozada, como lo está un amanecer cuyos azules turbulentos atraviese, durante un instante apenas concebible de tan fugaz, un pájaro blanco.
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