El teleférico que sube hasta el monasterio de Montserrat —el Aeri de Montserrat— se construyó en 1930. Desplaza unas cabinas amarillas, en las que caben hasta 32 personas, a 18 km por hora. Con ellas viaja un cabinero, una de esas profesiones heredadas de otros tiempos que aún resisten el asalto de la digitalización. En una jornada laboral de ocho horas, un cabinero sube y baja la montaña treinta y dos veces: su trabajo puede calificarse de sisífico. Cuando llegamos arriba, tras apenas diez minutos de ascensión, nos recibe una multitud discreta. Es un sábado de febrero y está nublado, y quizá eso explique que no encontremos la muchedumbre que nos temíamos. La niebla se desparrama por las formaciones rocosas —esos dedos de piedra que se apiñan en el macizo granítico, a cuyos pies serpentea el Llobregat— como una sábana multiforme, como un telo plástico y fantasmal. Entre la gente que vemos nada más llegar, abundan los grupos de orientales: japoneses y coreanos, sobre todo, suponemos. Tanto mi amiga Anay, que ha venido a realizar una ofrenda espiritual en el monasterio, como yo, que lo he hecho para disfrutar del arte, la cultura y la historia del lugar, reparamos enseguida en una gran cartel colgado en una de las fachadas del complejo monacal, que reza (y nunca mejor dicho) así: Ora, lege, labora, rege te ipsum in communitate (‘reza, lee, trabaja, gobiérnate a ti mismo, en comunidad’), el lema con el que la abadía de Montserrat celebra el milenario del monasterio, fundado en 1025 por el mítico abad Oliva. Anay concuerda con el lema, salvo en lo de in communitate: es muy individualista. Yo solo concuerdo con el lege y el rege te ipsum: el ora me trae al pairo, el labora procuro evitarlo todo lo que puedo y el in communitate tampoco suscita mi entusiasmo: yo trabajo solo. Después de tomarnos una relaxing cup of coffee en una de las cafeterías de autoservicio del complejo, que funciona como las de los aeropuertos, con cintas separadoras para los clientes y precios por las nubes, visitamos la basílica, el edificio central del monasterio, que alberga la imagen de la Virgen de Montserrat, la patrona de Cataluña. Para llegar a ella, pasamos por delante de varias estatuas —feísimas— de Josep Maria Subirachs, el escultor que ha llenado de robots la fachada de la Pasión de la Sagrada Familia. El culto a la Virgen nació en el 880, cuando, según la leyenda, apareció en una cueva de la montaña una imagen de María, que dio lugar a la construcción de una primitiva ermita, de Santa María, sobre la cual se edificaría posteriormente el monasterio y, en 1811, después de que lo destruyeran las tropas de Napoleón (que fueron memorablemente derrotadas por un regimiento de soldados suizos y los somatenes catalanes comandados por Antoni Franch i Estalella, en una jornada en la que se fraguó la leyenda del tamborilero del Bruc, aquel muchacho que no paró de darle al parche para, aprovechándose de la resonancia del redoble en las piedras de la montaña, hacer creer a los franceses que las fuerzas a las que se enfrentaban eran mucho mayores, cuando en realidad eran mucho menores), la basílica actual. La única nave de la basílica está en penumbra, solo rota por la luz que filtran unos pocos ventanales y la que emite un puñado de exvotos. Enseguida oímos que alguien chista muy fuerte para acallar el creciente rumor de los visitantes, y el rumor se aplaca. Pero luego vuelve a crecer, y el chistido vuelve a acallarlo. Y así sucesivamente. Debe de haber algún empleado cuya función es que el runrún de los turistas no se desmande, y lo consigue a chistido limpio. Al igual que en el metro de Tokio hay empujadores oficiales, con guantes blancos, que consiguen embutir en los vagones a los millones de nipones que utilizan a diario el suburbano, aquí hay chistadores no menos oficiales que logran preservar la condición de lugar de culto de la basílica, a costa, eso sí, de unos siseos viperinos. Cuando paseamos (procurando no hacer ningún ruido) por los laterales de la nave, Anay repara en uno de los que ella llama “cachirulos que cuelgan” —es decir, exvotos—, ofrecido por los Mossos de Esquadra, cuya comisaria en el complejo está a poca distancia de la basílica. El nombre de los Mossos, en letras superpuestas en la base del cacharro, no se lee muy bien, pero la agudeza de Anay para detectar todo cuanto concierna a la policía de Cataluña ha bastado para identificarlo. La ofrenda de los Mossos emite una intensa luz roja, que no puedo evitar que me recuerde —sacrílegamente— a las que antes se colocaban a la puerta de los burdeles para indicar la naturaleza sicalíptica del negocio. Vamos luego a ver a la Moreneta, que nadie sabe todavía por qué es negra, aunque se haya intentado explicar por el ennegrecimiento causado por las velas que se le ponían a los pies para venerarla. Yo prefiero que su negritud no tenga una explicación tan prosaica, sino que permanezca en el limbo de la incertidumbre y hasta de la sospecha. Y recuerdo que yo vivo esa negritud por partida doble: en la patrona de Cataluña y en el mártir epónimo de la ciudad donde vivo, Sant Cugat —san Cucufato-, un santo africano apiolado por los romanos a principios del siglo IV (cuyo martirio está representado en una curiosa tabla de 1502 del maestro flamenco Aine Bru, en la que un moro, no un romano, le está rebanando el pescuezo al pobre Cucufato, e insólitamente se aprecia el vello púbico del santo asomando del taparrabos). De camino al camarín donde se expone la imagen de la Virgen, admiramos un enorme óleo de san Benito, el fundador de la orden de los monjes que llevan siglos viviendo aquí (todavía hay unos cuarenta, aunque las vocaciones han descendido mucho últimamente, tras los escándalos sexuales descubiertos hace unos años: no solo parecía albergar el monasterio un lobby gay, sino también a algunos depredadores sexuales, como el monje Andreu Soler, de quien se comprobó que había abusado, desde 1960, de doce niños), pintado por Montserrat Gudiol Corominas en 1980: todo él negro, de un tenebrismo radical, salvo por la cara, el cuello, las manos y un pie del santo, de un blanco inmaculado; la figura se nos antoja a los dos fuertemente feminizada: sí, san Benito parece una mujer. Algo más allá, atravesamos la Puerta Angélica, una hermosa portalada de alabastro con diversas escenas bíblicas, obra del coherentemente llamado Enric Monjo, y damos, en el último vestíbulo antes de acceder al camarín de la Virgen, con la bandera —española, por supuesto— ofrecido a la Moreneta por el Terç de la Mare de Déu de Montserrat en 1939, los carlistas catalanes que lucharon con Franco. Cataluña fue un feudo carlista en el siglo XIX, y no es extraño que los requetés perduraran hasta la Guerra Civil y se aliaran con el fascismo: ellos mismos lo eran. (El monasterio de Montserrat sufrió duros avatares durante el conflicto que siguió al golpe de Estado del general Franco: 23 religiosos fueron asesinados entre 1936 y 1939, y, por si fuera poco, en 1940 recibió la visita de Heinrich Himmler, el lugarteniente de Hitler, que buscaba el Santo Grial en aquel rincón de la reserva espiritual de Occidente que era España, para sumarlo a los demás objetos mágicos con los que pensaba defender sobrenaturalmente al Reich de sus enemigos). Pasamos por fin al camarín de la Virgen. Nos precede un grupo de hispanoamericanos y nos sigue un grupo de religiosos, compuesto por un cura y dos monjas. Todo el mundo guarda un respetuosísimo silencio, y yo pienso, de nuevo con la irreverencia que me caracteriza, que los pedos hay que tirárselos aquí con mucho cuidado: la resonancia de mármoles y mosaicos es más que traicionera. Al pie de los escalones que conducen a la imagen, hay una figura de un monaguillo con un cepillo, y justo al lado de la talla veo otro cepillo. Tanto acicate para donar me parece casi tan irreverente como mis pensamientos escatológicos. La imagen de la Virgen, en madera de álamo, es románica, del siglo XII, y bastante grande: de casi un metro de altura. Está toda envuelta en oro, menos la cara y las manos de la Virgen y el Niño, que son negras. La Señora sostiene en la mano derecha una bola que representa el universo. La bola asoma por un agujero en el vidrio que protege las figuras, y se puede tocar. De hecho, se debe tocar para obtener el favor de la Santa Madre, y así lo hacen los ecuatorianos que nos preceden. Anay, en cambio, renuncia a ese privilegio (porque su devoción es íntima, no ritual, me explica; “yo soy bastante protestante”, dice) y yo, obviamente, por mi condición de observador no confesional. Una vigilante nos observa a todos los que desfilamos. Y da la casualidad de que, cuando lo hacemos, tañen violentamente las campanas. A la salida del camarín, vemos una bellísima rosa de oro donada por el papa Francisco en 2023, una capilla circular para rezar a la espalda de la Virgen, bastante concurrida, y, ya en el exterior, el Camí de l’Ave Maria, lleno de cirios de múltiples colores, que se compran a la entrada, y que hacen del pasaje una especie de árbol de Navidad horizontal. El Museo de Montserrat es nuestra siguiente parada. Y supone una gran sorpresa: ambos pensábamos que sería un lugar pequeño, dedicado, sobre todo, al arte sacro. Pero nos encontramos con un espacio amplísimo, en dos plantas, que alberga unos fondos espectaculares. Y la primera pieza que nos recibe, nada más entrar, ya nos sorprende: se trata de un anónimo italiano, “La caridad romana”, de la primera mitad del siglo XVII, que describe a un viejo, calvo y barbudo, chupando de la teta de una mujer joven: es Cimón, condenado a morir de hambre en una mazmorra, y a quien su hija salva de que así sea, ofreciéndole los pechos lactantes para que se alimente. Muy poco más allá, descubrimos una obra aún más impactante: “San Jerónimo Penitente”, de Caravaggio, uno de los cinco únicos caravaggios que hay en España. Pintado en Roma en 1605, poco después de que el artista cometiera el asesinato que lo obligaría a abandonar la ciudad, ha sido restaurado recientemente, y luce espléndido de negros y rojos, sombrío pero vivificado por la luz que ilumina la piel apergaminada del santo y la calavera ante la que medita. Otra penitente, Santa Margarita, de El Greco, se expone en esta misma sala, también con una calavera encima de un libro. Dejamos atrás las salas del Renacimiento y el Barroco —donde también se exhiben obras muy coloristas de Tiépolo y Berruguete, entre otros— y pasamos a las del arte moderno, que se han nutrido, desde prácticamente la fundación del museo, de las donaciones de las devotas familias de la burguesía catalana, que han sido muchas (donaciones; las familias burguesas no han sido demasiadas). En ellas encontramos un minucioso cuadro marroquí —como tantos otros que pintara— de Marià Fortuny, “El vendedor de tapices”, y una amplísima muestra del también catalán Ramon Martí Alsina, en la que destaca un “Recodo del Besós”, pintado entre 1880 y 1890, cuando el Besós todavía era un río, con peces y agua azul y vacas pastando en las riberas, y no el vertedero en el que lo convirtió la revolución industrial en Cataluña. Los pintores de la escuela de Olot —Joaquim Vayreda, su hermano Marià, Josep Berga, Joaquim Mir— abundan en estos paisajes de la Cataluna del pasado, agraria e idealizada, y Pablo Picasso contribuye a esta descripción de la Cataluña decimonónica con dos piezas de su primera época, naturalista: “El viejo pescador”, de 1895, y “El escolano”, de 1896 (un cuadro que tiene mucho sentido en este Museo, porque el monasterio de Montserrat cuenta con una de las escolanías —escuelas de canto— más antiguas de Europa). El arte español y catalán de la segunda mitad del siglo XIX y el primer tercio del siglo XX es, quizá, el más representado del conjunto: vemos obras de Madrazo, de Sorolla, de Josep Llimona y su hermano Joan (que decoró la cúpula del camarín de la Virgen), de Romero de Torres, de Darío de Regoyos, de Pablo Gargallo, de Anglada Camarasa (que se llamaba Hermenegildo), de Isidre Nonell (con un contradictorio “Pobres esperando la sopa”, donde una escena goyesca, la de una de aquellas colas de mendigos y miserables que esperaban el bodrio a la puerta de las iglesias o las casas de caridad, se representa con colores alegres y vivos: rojos, amarillos, naranjas) y salas enteras dedicadas a Santiago Rusiñol, con sus patios y sus paisajes, de París a Sóller, pasando por “El gigante encantado”, que retrata una de las formaciones rocosas más célebres de la montaña de Montserrat, y a Ramon Casas, que pinta en “La religiosa” a una monja enfundada en blanco, pero con los labios maquillados y colorete en las mejillas; en “El cigarrillo”, la audaz estampa —en 1906— de una hermosa mujer, vestida de negro y amarillo, que fuma; a otra mujer, la célebre “Madeleine”, también fumadora, pero esta vez de un purazo; y a otra más, “Joven decadente. Después del baile”, que no fuma, pero vestida lujosamente de negro y derrotada en un diván verde tras una jornada de diversión. Predomina en los cuadros expuestos en el Museo, y yo diría que en todo el arte hispánico de los últimos siglos, la figura femenina: el ojo del hombre —los pintores eran, casi todos, varones— ha sometido a la mujer a su escrutinio, en general favorable, aunque a veces condescendiente, y siempre crítico. Además de los artistas españoles, nos sorprende encontrar piezas de los mejores impresionistas franceses: Renoir y su “Playa de Pornic”, dos Monets, un Pissarro y un Degas (“Unhappy Nelly”). Mientras los contemplamos, pasan a nuestro lado dos rusas en animada charla. Antes, el turismo ruso era abundante en Montserrat, aunque hoy ha cedido su presencia mayoritaria a coreanos y estadounidenses. No obstante, algunos carteles informativos en la montaña todavía conservan leyendas en ruso. Con el arte moderno se mezclan en el museo las salas dedicadas al arte antiguo: hay una sección, “Nigra Sum”, específica —y lógicamente— dedicada a la Virgen de Montserrat; otra recoge una extraordinaria colección de iconos, llena también, por cierto, de vírgenes negras; y dos más se ocupan, nada menos, que del arte mesopotámico y egipcio. En la dedicada a este, destaca una momia con el cráneo descubierto, que conserva hasta los dientes, y un sarcófago del Imperio Medio. También hay un cocodrilo del Nilo disecado, completamente negro: en Montserrat todo tiende a ser de este color. En las últimas salas, donde se expone el arte contemporáneo, encontramos un surrealista “Hipopótamo violinista”, de Josep Granyer, fechado en 1954, y varias esculturas gordezuelas de Pere Jou, que nos recuerdan inevitablemente a Botero (el pintor colombiano ha creado un estilo tan peculiar que todo lo gordezuelo hecho antes de Botero recuerda a Botero: los genios crean a sus precursores, dijo Borges). Reparamos con placer en un bodegón precioso, “Vas de llet i llimona”, de Feliu Elías, que solo contiene eso: un vaso de leche y un limón, pero dispuestos con una nitidez y un encanto arrebatadores. Admiramos piezas de Olga Sacharoff, una de las poquísimas mujeres expuestas en el museo (otra es Núria Picas, que aporta un retrato del poeta Jordi Sarsanedas, a quien también ha retratado Ràfols Casamada), de Josep de Togores, de Guinovart, de Tàpies (con un “Homenatge a Picasso”, de 1971, que incorpora las cuatro barras) y hasta del artista del tapiz Josep Grau-Garriga, nacido en Sant Cugat, donde tiene un museo. No puede faltar, y no falta, la tríada de catalanes universales del arte contemporáneo: Miró, con sus estrellas y sus trazos de colores; Picasso, que pinta, testosterónico, a un picador y unos cuantos hombres desnudos; y el abundante Dalí, de entre cuyas obras me fijo en un “Retrato del padre del artista”, de 1925, en el que el padre del pintor, que era notario en Figueras, escribe algo en un papel. A la vista de esta composición serena, no puedo dejar de pensar en aquella anécdota, acaso apócrifa, según la cual Dalí, ya crecido, le envió a su progenitor, con el que nunca había mantenido buenas relaciones, una carta con una mancha, pero que no era una lágrima, sino una gota de semen, y una sola frase: “Aquí te devuelvo todo lo que te debo”.
"Vamos luego a ver a la Moreneta, que nadie sabe todavía por qué es negra, aunque se haya intentado explicar por el ennegrecimiento causado por las velas que se le ponían a los pies para venerarla. Yo prefiero que su negritud no tenga una explicación tan prosaica, sino que permanezca en el limbo de la incertidumbre y hasta de la sospecha."
ResponderEliminarVírgenes negras
https://es.wikipedia.org/wiki/V%C3%ADrgenes_negras
Hay también una explicación esotérica que tiene que ver con María Magdalena (que sería la esposa de Jesucristo y tras su muerte se habría exilado en el sur de Francia) y el Santo Grial.
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Montserral Gudiol Coromines .... Montserrat Gudiol Corominas
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"uno de los cinco únicos caravaggios que hay en España."
"Según un inventario de 1638, el San Jerónimo de Montserrat hubo de pertenecer a uno de los principales clientes de Caravaggio, el banquero Vincenzo Giustiniani, y a su hermano Benedetto, que llegó a ser cardenal y reunió múltiples pinturas religiosas. En 1915 este cuadro fue adquirido para el monasterio catalán bajo la atribución a José de Ribera, y fue en 1943 cuando el historiador de arte Roberto Longhi desveló la autoría de Caravaggio. Es uno de los cuatro originales seguros del maestro tenebrista conservados en colecciones públicas de España; los restantes pertenecen al Museo del Prado (David, vencedor de Goliat), Museo Thyssen-Bornemisza (Santa Catalina de Alejandría) y Patrimonio Nacional (Salomé con la cabeza del Bautista)."
Es un privilegio, querido Agustín, contar con un lector como tú, cuyo ojo fiscalizador escrutará implacablemente los textos que uno publique y revelará los errores que padezcan. Ya he corregido la doble errata de “Montserrat Gudiol Corominas” (aunque no estoy seguro de que en la cartela del óleo en Montserrat no diga “Coromines”...), pero, en cuanto a tus otras dos observaciones, debo precisar que lo que he escrito no es un error. Sobre la negritud de la Virgen de Montserrat, en la entrada digo “que nadie sabe todavía por qué es negra”, y eso es exactamente lo que se desprende del enlace que adjuntas (en el que se relacionan diversas teorías sobre el origen del curioso hecho) y de tu propio comentario, en el que señalas que “hay también una explicación esotérica...”. Son muchas las hipótesis, pues, pero nadie tiene la certeza.
ResponderEliminarY sobre el número de caravaggios que hay en España, en la entrada correspondiente a Caravaggio de wikipedia (https://es.wikipedia.org/wiki/Caravaggio) se lee: “Actualmente existen cuatro pinturas de Caravaggio en colecciones públicas de España, catalogadas como autógrafas del artista: “David vencedor de Goliat” (Museo del Prado), “Santa Catalina de Alejandría” (Museo Thyssen-Bornemisza), “Salomé con la cabeza de Juan el Bautista” (Galería de las Colecciones Reales) y “San Jerónimo en meditación” (Museo de Montserrat). (...) En manos privadas hay una quinta obra: un “Ecce Homo” de reciente aparición. (...) Ha sido estudiado por expertos en el maestro italiano y el consenso mayoritario es que se trata de un original seguro. Fue declarado Bien de Interés Cultural para evitar su exportación, y el Museo del Prado lo exhibe desde mayo de 2024”.
Un saludo cordial.
"debo precisar que lo que he escrito no es un error".
ResponderEliminarYo no he hablado de errores. Si te fijas bien, ni siquiera he juzgado nada de lo que tú afirmas. No he hecho más que señalarte cosas, sin defenderlas demasiado, porque no conozco bien los temas (por ignorar, ignoraba hasta que en Monserrat había un museo tan importante - y por ello el texto me ha parecido muy interesante).
Aunque no hayas utilizado la palabra “error” en tu mensaje, querido Agustín, sí has hablado de errores: del doble error en el nombre de la pintora; del error del número de caravaggios que hay en España; y de la idea errónea de que se desconoce el origen de la negritud de las vírgenes negras. En cualquier caso, celebro que leas con tanta atención lo que escribo y que te tomes la molestia de comunicarme lo que tú creas errores. También me alegro de que la entrada te haya parecido interesante. Otro abrazo.
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