martes, 8 de julio de 2025

Siempre hay ruinas a menos de dos horas

La poesía de Jordi Virallonga (Barcelona, 1955), construida a lo largo de casi medio siglo —su primera entrega fue la plaquette A la voz que me acompaña, publicada en 1980—, se reúne ahora en Siempre hay ruinas a menos de dos horas (Madrid, Dilema, 2025), con el excelente estudio preliminar de José Antonio Jiménez. De esta obra compuesta por diez poemarios, los ocho primeros en castellano y los dos últimos en catalán, solo se excluye un par de títulos: Animalons, un libro de versos para niños en catalán, y, precisamente, A la voz que me acompaña; Virallonga honra así la tradición de tantos poetas que han descartado incluir su primer libro, acaso demasiado juvenil o tentativo, en su obra reunida. La poesía del autor barcelonés obedece a un espíritu realista, de inspiración entre goliárdica y machadiana, pero siempre punteado por encrespamientos neovanguardistas y suavemente teñido de sensatas irracionalidades. Donde mejor se advierte esta infrecuente fusión de figurativismo y ruptura es en el retorcimiento de la sintaxis, que ya se manifiesta en sus primeros libros y que atraviesa toda su obra: «Si le hablara a ella de estas cosas:/ de una madre verde un parque grande/ le diría que te raptó la cabra loca/ que de la luna baja por unos grandes barandales/ y va en busca de las niñas todas/ para dormirse buena en la poca luz de sus desvanes», escribe Virallonga en «La cabra loca», de Perímetro de un día (1986). A la distorsión sintáctica, y hasta ortográfica, conduce a veces la desarticulación perceptiva, en un eco sosegado pero reconocible de aquel desarreglo de los sentidos rimbaldiano que contenía el germen de la verdadera poesía. Aun con las grandes inflexiones que inevitablemente se alojan en una obra tan dilatada —reunida en los dos volúmenes de Siempre hay ruinas a menos de dos horas—, el tono de Jordi Virallonga tiende a lo coloquial, incluso a lo oral, que permea no pocas veces el verso. Su lenguaje parece normal, y lo es, pero no lo es: vehicula un conflicto interior, una guerra con los sentimientos, un descreimiento o burla del mundo, o una rebelión íntima contra él. Expresión evidente de esta revuelta son los muy conversacionales exabruptos que a veces salpican los poemas —y los textos que los acompañan—, los más aventurados de los cuales no eluden lo soez. Así, en el magnífico «Una explicación según de varia misérrima», el prólogo autoral de Los poemas de Turín (2001), uno de sus libros más sobresalientes, Virallonga habla de «los piadosos y propicios compañeros de armas en esta puta vida», se presenta «cagado de respeto» y expresa su necesidad «de proyectar ser alguien, ¡hostia ya!, de una puñetera vez por todas». En la poesía de Jordi Virallonga, la cotidianidad, y la realidad toda, se revelan transformadas, y a menudo fracturadas, por el lenguaje. «Totum revolutum (final desbocado)», la composición que cierra El perfil de los pacíficos (1992) —un poema del ir viviendo, entre recuerdos y estupores domésticos, intentando entender y entenderse, transparentemente confuso y turbiamente iluminado—, es una buena muestra de ello: «En el día de hoy/ y aparte de otras muchas cosas/ debieran estar prohibidas algunas cuestiones/ domésticas como estas:// buscar dinero para cubrir descubiertos/ que no aparezca ningún periódico/ que aunque no aparezcan estuvieran al menos abiertos los quioscos/ cortar el agua/ pensar solo en cómo dejar de fumar…». En el fluir lírico asoma lo simbólico y, en ocasiones, felizmente, lo disparatado. Uno de los mayores méritos de la poesía de Jordi Virallonga es que siempre resulta imprevisible: maneja los elementos comunes del lenguaje —las frases hechas, los mensajes publicitarios, el léxico familiar—, pero ese empleo, tan natural, nunca conduce a lo esperable: siempre se formula extrañamente. Y también le sirve para alcanzar un objetivo inamovible: reflejar lo absurdo de los discursos establecidos, de las parlas institucionales, de esa langue de bois que infecta todos los ámbitos lingüísticos y destruye la esperanza de que lo que se diga sea verdad o simplemente digno. Por ejemplo, el poema «Asunto concreto», de Todo parece indicar (2003) —cuyo título es una de esas locuciones fosilizadas a las que me acabo de referir—, no es sino una sucesión de frases vacías, pero repetidas ad nauseam (iba a escribir «hasta la saciedad», pero me he dado cuenta de que eso también, a fuerza de repetirse, se ha convertido en una expresión vacía): «Es un dato a tener presente,/ fiable de tres a cuatro puntos/ que, aun no siendo definitivo,/ parece bastante favorable,/ estamos en ello./ Todo depende del punto de vista,/ siempre respetable,/ cada cosa en su lugar/ y entender las causas objetivas». Paradójicamente, pero muy virallonguianamente, esta sarta de vaciedades concluye en un final sorprendente, que las rescata, de pronto, de su nulidad: «Qué vamos a hacer si a todo esto/ al final resulta que Dios no existe». El libro donde más se desmanda el lenguaje, de toda la obra de Jordi Virallonga, es Los poemas de Turín. Abundan aquí, en versos atravesados por una soledad que muerde y una luminosa negrura, las oraciones yuxtapuestas, acumulativas, quebrantadas. En cualquier caso, y como he escrito en otro lugar —la reseña que publiqué sobre Incluso la muerte tarda en mi blog Corónicas de Ingalaterra el 10 de febrero de 2016—, «de Jordi Virallonga me ha interesado siempre (…) la naturalidad del verso, la fluidez con que la palabra más anodina, y hasta la más vulgar, se llena de sentido poético. El discurso hablado aparece en los poemas de Virallonga con una entereza y una incisividad de las que carecía antes de volcarse en ellos, gracias a sutiles transformaciones lingüísticas y a un arsenal retórico tan extenso como discreto. Me gustan, en particular, cierto sentido del humor del que el poeta, sabiamente, no se desprende jamás, así hable de las coyunturas más penosas del individuo o la sociedad actuales, y la ira impasible a la que no pocas veces se entrega: “Soy un tipo vulgar que trabaja por un sueldo,/ pero ellos sí saben quiénes son,/ y que a los hijos de los perros,/ si son hombres,/ se les llama hijos de puta”, escribe en “Analogía entre hombres y perros”».

Algunos asuntos —me resisto a hablar de «temas» cuando hablo de poesía: la poesía no tiene temas— son fundamentales en la obra de Virallonga. Y el primero y más importante acaso sea el amor y su corolario inseparable —pero siempre matizado, indirecto—, el sexo. «Si escribo de amor es porque no se me ocurre/ otra forma posible de comprender la vida», escribe el poeta en «La amplitud de la miseria», perteneciente a Crónicas de usura (1997). El amor se erige, así, en el sostén principal de su edificio poético y adopta todas las formas posibles de expresión, correspondientes a todos los encendimientos, meandros, estallidos y clausuras de un sentimiento fundacional, entre los que también se encuentra, y de una forma especialmente destacada, el fracaso, esto es, el adulterio —si es que el adulterio no es otra forma de amar—, la pérdida, el olvido: el desamor, en definitiva. 

Pero el amor no solo sirve, en la poesía de Jordi Virallonga, a su propia causa. También nos introduce en otros intrincados laberintos: el de la identidad, por ejemplo, y el de la soledad. Ambos se funden en algunos trechos de su obra. Así sucede en la sección «El doble eco de un contorno», de El perfil de los pacíficos, donde la voz del poeta se desdobla —se multiplica—, como si perteneciese a varios personajes, para interrogarse a sí mismo y comunicar su aislamiento y su desolación. El tipo de letra utilizado —la cursiva o la redonda, que se alternan— señala que las voces y los personajes son distintos. En el segundo poema de la sección, responde a una pregunta formulada en el primero: «¿Y tú? Dime qué haces tú/ aquí escribiendo/ creando de nuevo las naciones,/ fijando la afonía de la tinta en ley de sangre,// como si no fuera cierto/ que ahí fuera existe ya la vida». El cuarto ya no pregunta, sino que afirma, atormentadamente: «Sabes cuánto tiempo hace que vivo solo,/ que reconozco en este continuo halar el único paso,/ que me sirvo para que nunca te falta nada,/ que visito por ti los burdeles,/ que por ti asisto a los consejos de familia;// no te confundas:/ yo soy los hombres requeridos por tu miedo». El encadenamiento de los poemas es otra técnica utilizada por Jordi Virallonga en diversos trechos de su obra. Un encadenamiento que reproduce la fragmentada continuidad vital: del hallazgo y del abandono, del canto y el silencio, de la realidad y el deseo.

Estos diálogos —consigo mismo, con un tú que identificamos con la amada (o desamada) y con sus hijos, entre muchos otros interlocutores— revelan otra de las características más descollantes de la poesía de Jordi Virallonga: su construcción de personajes. Su obra parece trasudar biografía. Pero quienes aparecen en ella, y cuanto sucede en sus páginas, no son necesariamente personajes o episodios de la vida del poeta, sino creaciones suyas, animadas por sus visiones y sus juicios, pero independientes de su existencia. Virallonga insufla vida a los seres con los que narra lo que le pasa, y deja luego que actúen, acertada o equivocadamente, en unos poemas siempre populosos, siempre conflictivos, repletos de giros de guion, generosos de acontecimientos. Quizá por eso sus versos resulten celebratorios (como él mismo afirma en «Sobre la celebración», de Crónicas de usura, «de nada sirve la vida/ si tan solo hay películas, teléfonos,/ manos,  piernas, cartas, buzones,/ sonrisas, camas y frascos/ y yo y los niños y amigos y hostias benditas,/ pero no celebración»): porque están llenos de sudor, de hambre, de tumulto, de humanidad. Aunque el poema sea crítico o pesimista, o incluso desprenda tristeza, y pese a la rabia subyacente que se percibe en toda su literatura, lo que escribe Virallonga transmite pasión por la vida, y esa pasión, tensa y verdadera, se comunica eléctricamente al lector. 

Para la creación de los personajes que pueblan Siempre hay ruinas a menos de dos horas, y para su interacción narrativa o dramática, se reconoce una influencia fundamental: la de Antología de Spoon River, el libro del estadounidense Edgar Lee Masters, publicado en 1916, en el que se reúnen más de trescientos epitafios de otros tantos personajes de un pueblo ficticio, Spoon River. En esos epitafios se cuentan las peripecias y azares, mayormente infaustos, de una población del Medio Oeste americano, muchos de los cuales involucran a varios personajes, esto es, se despliegan en varios poemas, levantando una malla de cruzamientos, amores y muertes. Se trata, escribe Jordi Virallonga en un artículo, «Antología de Spoon River», que publicó en la revista Poiesis (nº 8, Barcelona, primavera-verano de 1999), de «poesía moderna, de seres que viven en una macroestructura social incuestionable que se convierte en rectora de sus vidas y les obliga, juzga, justifica o condena (…), seres en busca de explicaciones, no de verdades, que se interrelacionan basándose en sus propias experiencias y, en consecuencia, desde sus propios puntos de vista y planteamientos morales». Virallonga ha interiorizado esta construcción en mosaico, que se extiende a toda su obra —no a un solo libro, como en el caso de Lee Masters, que no consiguió sobreponerse al éxito de la Antología— y la practica con deliberación, pero también con su propio estilo: más lingüísticamente crítico, más detallista y sinuoso en la construcción del relato, más airado incluso, pero también más melancólico, más declaradamente vulnerable. No obstante, la multitudinaria población de Siempre hay ruinas a menos de dos horas no solo constituye un acre diorama social, sino asimismo un vibrante testimonio personal, con el que Virallonga da cuenta del inacabable debate sobre el hacer y el hacerse de la conciencia y los días, y de la certidumbre de lo caedizo de todo, aunque esta fragilidad —esta quebradura— no se exprese mediante abstracciones, sino que aparezca fuertemente ligada a la realidad de la vida, a sus accidentes, espejismos y adversidades. El yo de Jordi Virallonga se edifica con el yo de sus personajes. Su conciencia adopta las formas sutiles y cambiantes de las voces que convoca: se encarna en ellas, y dice heridas, y sombras, y contradicciones, pero también placeres y alegrías. Y todo ello se integra en un paisaje vital henchido de energía, que obra en todos los rincones de su literatura y de nuestra lectura. Esta fuerza existencial y el impulso arrebatado de la dicción, como también sucede en la Antología de Spoon River, encuentran una encarnadura propicia en la crítica social, a la que Virallonga se da siempre que tiene ocasión, que es casi siempre. Aun hablando del tú y del yo, del amor y de la muerte del amor, de la soledad y de los recuerdos de la infancia, no siempre felices, el poeta nunca se olvida de la comunidad en la que vive, de sus padecimientos y miserias, y desliza sus preocupaciones por ella. En «Los prácticos. Romance histórico», de Los poemas de Turín, recorre, con ferocidad e ironía, una sociedad plagada de hipócritas e impresentables, y dibuja un fresco satírico, cuya destemplanza se plasma, entre otros recursos, en las paradojas y los neologismos, una manifestación más de la inquietud sintáctica que caracteriza la poesía de Jordi Virallonga: «curas comunistas, demócratas tribales,/ soldados pacifistas, personas reciclables,/ fascistas abortistas, tiranos liberales,/ café sin cafeína, agentes muy amables,/ saciables muy promiscuas, ninfómanas vestales,/ artistas de revista, amantes deplorables,/ católicos budistas, pero no practicantes,/ geniales futbolistas, azar justificable/ y pías que repían y bombas que no maten/ y nacen muchas niñas a morirse de hambre».

Como tantos otros poetas vitalistas y cantores del amor (e, insisto, del desamor), Jordi Virallonga es también un espectador avezado de la muerte. En  la constitución de su poesía ha desempeñado un papel fundamental, como ya hemos visto, la Antología de Spoon River, un coro de voces muertas. Y en sus últimos títulos en castellano, Todo parece indicar (2003), Hace triste (2010) e Incluso la muerte tarda (2015), el asunto de la muerte cobra una dimensión singular, como demuestra el título del tercero. Una conmovedora elegía a la madre, «La última lección», el segundo poema de Todo parece indicar, escrito ante la evidencia de un piso de pronto deshabitado que hay que vaciar, refleja esta luctuosa preocupación: «Hoy empiezas la última lección y espero/ saber morir, mirarte donde estés,/ cerrar los ojos». En Hace triste se encuentra uno de los poemas mortuorios más penetrantes de la obra de Virallonga, «La muerte no es la muerte, es un muerto», en el que vuelve a aflorar el vitalismo del poeta, que se manifiesta indiferente ante el fin, a condición de que el camino que manriqueñamente conduce a él conserve siempre su dignidad y su alegría: «No te preocupa ser quien pasa,/ que el agua llegue al mar,/ sino que deje de ser dulce y de ser río./ (…) la muerte no es la muerte, es un muerto,/ y habita en el recuerdo de algo vivo,/ como un ojo en el salitre de la puerta». En Incluso la muerte tarda, el poema que da título al libro —precedido por un epígrafe de Edgar Lee Masters: «Se debería estar muerto/ cuando se está medio muerto», del poema «Pauline Barrett»— concluye con un descoyuntado cúmulo de negruras: «Pero incluso la muerte tarda,/ mientras tanto concilia, porque sí, un pensamiento,/ se desarticula en el sofá con una copa de vino negro, negro,/ y las múltiples arañas del National Geographic». Incluso la muerte tarda incorpora, además de la importante faceta crítica que ya sabemos característica de Virallonga —con una activa preocupación por los pobres y los desfavorecidos—, una caudalosa veta reflexiva, que atiende, una vez más, al amor y a la pérdida, al yo resquebrajado, a los rincones en penumbra —o en oscuridad total— de la conciencia, y se dispone como un viaje homérico, igual que el viaje de la vida, que concluye sin remedio en la muerte. También convocan a la muerte los muchos poetas mexicanos citados por Virallonga —que escribió el libro en México—, para los que la santa muerte constituye un referente cultural ineludible. En «La medida imposible del mar», en fin, encontramos una nueva elegía a la madre muerta (y una nueva afirmación de la inexistencia de Dios): «Hola, mamá, no te enfurezcas,/ sé que estás muerta y que Dios no existe,/ que debo ser feliz, y que hago mal preocupándome por cosas/ que te harían desgraciada,/ (…) y te echo de menos por el azúcar y los cubiertos,/ por las ganas de que existas,/ que ya ves, ya sé que no me ves,/ y que no voy a preguntarte por mis hijos».

El segundo volumen de Siempre hay ruinas a menos de dos horas recoge los dos libros que Jordi Virallonga ha publicado en catalán: Amor de fet / Amor de hecho (2016) y A favor de l’enemic / A favor del enemigo (2021), que han sido sus últimas entregas, traducidos, respectivamente, por Pedro Casas y por José Antonio Arcediano, así como un amplio conjunto de textos parapoéticos y críticos: dedicatorias y agradecimientos, los prólogos de los libros incluidos en esta poesía reunida, una extensa bibliografía y la entrevista que le hizo en 2018 el escritor mexicano José Ángel Leyva, y que apareció en el tercer y último volumen de Voz que madura. La poesía iberoamericana a través de sus poetas, editado por la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla, México. 

[Este artículo se publicó en Caravansari. Poesía Contemporánea en Lenguas Peninsulares, junio de 2025, bajo el título de “Y también edificios magníficos”: https://caravansari.com/siempre-hay-ruinas-a-menos-de-dos-horas/]

No hay comentarios:

Publicar un comentario