No recuerdo haber estado nunca en Vilafranca del Penedès, a donde he venido hoy con mi amigo Juan Carlos para conocer la ciudad y, en particular, el Vinseum o Museo de las Culturas del Vino de Cataluña, como reza su título oficial. Todo me resulta, pues, nuevo, aunque, al mismo tiempo, todo me resulta conocido. Como Vilafranca hay muchas ciudades pequeñas o pueblos grandes en Cataluña: interiores, con un marcado pasado agrícola, y en los que se mezcla la herencia medieval y la arquitectura modernista. Aunque aquí, hoy, me sorprende encontrar una Escola Esotèrica en pleno centro de la ciudad, junto a la iglesia de Santa María y al monumento a los castellers, un pilar de cinco pisos, a los que aquí hay mucha afición. También hay un mercadillo de ropa. Antes de adentrarnos en el Museo, queremos visitar la iglesia, que tiene la condición de basílica y que no fue fácil de construir: las obras se prolongaron dos siglos, desde 1285 hasta 1484. Paseamos por la única nave del templo, gótico, arrullados por música de órgano, aunque no sé si el verbo “arrullar” es el más conveniente para describir lo que hace este instrumento. Yo reparo en dos jóvenes que parecen rezar con mucha devoción, pero que, en realidad, están encorvados mirando el móvil. También advierto que la cripta está abierta, y esa es una feliz casualidad, porque solo abre un par de horas los sábados por la mañana. Bajo, pues, para descubrir el altar de San Félix y el grupo escultórico de El entierro de Cristo, que el gran Josep Llimona, adalid de la escultura modernista, ejecutó, con mármol de Carrara, en 1916. El olor a humedad rancia de la cripta no nos impide apreciar la belleza de la obra de Llimona, configurada por seis personajes: Cristo amortajado; José de Arimatea, que cubre, con gesto delicado, el cuerpo del Nazareno; Nicodemo, que sostiene el tarro de las esencias con las que se ungía entonces a los difuntos; y las tres Marías: Salomé, en primer término; la Virgen, sostenida por San Juan; y Magdalena, llorando a los pies del crucificado, todas en comprensiblemente doloroso trance. Una de las paredes de la cripta está enteramente cubierta por los goigs a llaor del gloriós Sant Fèlix Màrtir [gozos en loor del glorioso San Félix Mártir], esas canciones populares que alaban a la Virgen, a Cristo o a los santos, entonadas en las misas, las procesiones o las fiestas de guardar, y que a mí siempre me han dado mucho sueño. Salimos otra vez a la luz del día y nos dirigimos al Vinseum, que ocupa un palacio del siglo XIII, de los reyes de la Casa de Barcelona, justo delante de la basílica. El Museo nos saluda con un sirenio colgado del techo. Al verlo, me parece una marsopa, pero leo en el rótulo informativo que se trata de un sirenio: un mamífero marino hervíboro, también llamado, con poca imaginación pero bastante acierto, a la vista de sus hechuras, “vaca marina”. Reproduce el fósil del bicho de una tonelada de peso que triscaba hace dieciséis millones de años en el paisaje tropical, cubierto por el mar, que era entonces la comarca del Penedès, y que descubrieron unos campesinos en Olèrdola, un pueblo vecino de Vilafranca, en 1869. Y aquí luce ahora, paradójicamente ingrávido, su rechoncha figura. En la planta -1 encontramos un despliegue de vitrinas en las que se encapsulan distintos capítulos de la historia de Vilafranca: desde el mioceno, cuando el simpático sirenio del techo pacía por estas tierras, entonces submarinas (y también muchos otros animales, de los que el Vinseum exhibe restos: dientes de tiburón y de cocodrilo, conchas marinas, gasterópodos, corales de mar, cangrejos, vértebras de delfín), hasta la actualidad —un tanto anacrónicamente ilustrada por una máquina de escribir Olivetti Lexicon 80, casi tan monstruosa como el sirenio, y con la que yo empecé a trabajar en la Generalitat, hace casi cuarenta años—, pasando por un hermoso mosaico romano del siglo I d. C.; un no menos sugerente retablo de la Virgen, atribuido a Pasqual Ortoneda, de 1459; un saco de patatas, que evoca la figura del doctor patata, Manel Barba i Roca, un abogado y agrarista villafranquino del siglo XVIII que desarrolló el cultivo del tubérculo, hasta entonces considerado comida para cerdos o propia del diablo, según la Iglesia, porque crecía bajo tierra; y ejemplares de varias revistas curiosas, publicadas en la ciudad, como la decimonónica El Labriego. Revista Quincenal de Agricultura, Ciencias, Artes y Literatura, en cuya cabecera aparece el labriego en cuestión, con barretina y leyendo, o la vanguardista Hèlix [hélice], dirigida por el mítico, aunque un poco fascista, Juan Ramón Masoliver, y de la que solo aparecieron diez números, entre 1929 y 1930, una de las pocas revistas que se entregaron en Cataluña, con los brazos abiertos, a los ismos y la experimentación. En la planta 0 del Vinseum, donde se informa audiovisualmente de las características de los vinos catalanes y de todas las denominaciones de origen de la comunidad, dos objetos destacan sobre los demás: el espléndido y colorista mural La vinya i el vi [la viña y el vino], realizado por Pau Boada en 1960, que celebra la secular dedicación de su localidad natal a la viticultura; y una no menos impresionante prensa de viga, construida en 1832, de ocho toneladas: la más grande de Cataluña y probablemente de España. Con ella se aplastaba la uva recogida y se obtenía el mosto, que luego, gracias a la fermentación, se convertía en vino. Seguimos subiendo y en la planta primera encontramos un verdadero arsenal de artefactos relacionados con el cultivo de la vid y la obtención del vino, muchos de los cuales resultan perfectamente exóticos para un urbanita como yo, que se deleita con un buen caldo, pero que lo ignora todo de las máquinas necesarias para producirlo: sulfatadoras de arrastre, cañones granífugos, inyectores de sulfuro de carbono, entre muchas otras con nombres no menos estupefacientes. Y este despliegue no se limita a las invenciones modernas: el Vinseum alberga también varias ánforas en las que los pueblos antiguos transportaban el morapio y varios arados romanos, que se han seguido utilizando en España hasta la primera mitad del siglo XX. Y es que, cuando los romanos construían algo, lo construían bien. En esta planta, nos enteramos también de algunos datos sorprendentes: por ejemplo, que de la vitis vinifera hay más de 10.000 variedades en el mundo, y que fueron los fenicios los que la introdujeron en la península ibérica en el siglo VII a. C. (junto con la higuera, el olivo, el almendro, el alfabeto, el torno de alfarero y la cremación de los muertos: gente muy inventiva también, y africana, por cierto, como la mayoría de los que sus ingratos descendientes neofascistas quieren expulsar de España). En esta planta nos ilustramos asimismo sobre los grandes enemigos de la vid (y, consecuentemente, del vino, junto con todas las puritanas sociedades defensoras de la templanza que en el mundo han sido): el oidio, un hongo que mató innumerables vides en 1853; el mildiu, otro hongo, responsable de una nueva catástrofe en 1883; y el peor de todos, la terrible filoxera, un hemíptero homóptero voracísimo, proveniente de los Estados Unidos, que arrasó con la totalidad de las cepas en el fatídico 1879 y cuya expansión se prolongó hasta principios del siglo XX. El agro y la industria vitivinícola necesitaron décadas para reponerse del desastre. En esta planta se exponen también diferentes tipos de prensas, el principio general de cuyo funcionamiento es sencillo (se aplica una presión en un punto, que se traslada a la uva amontonada, la cual libera entonces el precioso líquido), pero cuya materialización concreta ha diferido mucho a lo largo de la historia. Me llama la atención, por ejemplo, la prensa, expuesta en maqueta, que utilizaban los egipcios, que no empleaban pesos ni contrapesos para chafar la uva, como se ha hecho en Occidente, sino que la metían en un gran saco y, retorciéndolo por los extremos, extraían el mosto. Los diferentes mecanismos de las prensas —que no siempre son fáciles de entender, sobre todo para gente como yo, que no destaca por su inteligencia espacial; es más, en los tests psicotécnicos que nos hacían en el colegio, siempre daba “subnormal” en este apartado— se comprenden muy bien gracias a unos vídeos muy didácticos que se muestran en unas pantallas al pie de cada una. El Vinseum destaca en el apartado audiovisual. En todas las plantas se proyectan sucintos pero acertados documentales sobre los fondos expuestos. En la tercera hay incluso un rincón, con la abreviada disposición de un cine, en el que echan fragmentos de películas en los que aparece significativamente el vino, desde El gran dictador, de Chaplin, hasta Otra ronda, con el gran Mads Mikkelsen. Pese a la importancia de las imágenes, el Vinseum no se olvida del lenguaje, y ofrece juegos con los que averiguar el significado de las palabras (en catalán) utilizadas para designar los diferentes aspectos del cultivo de la vid y de la producción del vino, y también una cuidadosa traducción de todos los objetos expuestos al español, inglés y francés. Me imagino que de muchos de ellos, singularísimos y locales, habrá sido difícil encontrar la traducción. En la última planta, seguimos admirando extraños adminículos propios de la viticultura: pasteurizadoras (a las que acompaña un ejemplar de Études sur le vin [Estudios sobre el vino], de Louis Pasteur, publicado en París en 1873), bombas de trasiego, sulfitómetros, alambiques y toneles de todo tipo y tamaño, muchos de los cuales son enzunchados, lo que me sume primero en el estupor, pero me obliga después a averiguar que “enzunchar”, una palabra desconocida para mí hasta este momento, significa, según el DRAE, “asegurar y reforzar cajones, fardos, etc., con zunchos o flejes”, esto es, con cintas metálicas o plásticas. La mayoría de estos aparatos y barricas, antiguos, se me antojan muy hermosos, aunque muchos tengan cierto aspecto arácnido. Este nivel del Vinseum revela el impacto social y estético del vino. Expone objetos de diferentes profesiones tradicionalmente relacionadas con él, como toneleros, odreros, vidrieros y taponeros, y la constancia del enriquecimiento de numerosas familias catalanas gracias al vino (y a los espumosos), como la de Magí Pladellorens, descendiente de varias generaciones de vinateros rurales, que consiguió que se exportara desde las costas catalanas hasta los últimos rincones del globo, y que amasó así una fortuna de más de cinco millones de pesetas a mediados del siglo XIX, amén de un patrimonio inmobiliario espectacular, lo cual constituía una fortuna colosal para la época. Nuestra visita al Vinseum, grande, enorme, constituido por una laberinto de salas, salitas y salones, concluye con la contemplación de algunas obras de los mejores artistas catalanes contemporáneos, como Plensa, Guinovart o Ràfols-Casamada, cuyo protagonista es, cómo no, el vino, y con la compra, también cómo no, de un buen caldo en la tienda del museo. Yo me quedo con un priorato del 23. Juan Carlos opta por una botella de aceite de oliva.