A veces me da por hacer estadísticas de mi propia vida: ¿Cuántas veces me he roto un hueso? ¿Cuántas veces he visto un partido de fútbol en directo? ¿Cuántas veces me han multado por exceso de velocidad? ¿Cuántas veces he hecho el amor? ¿Cuántas veces me he enamorado? Las lista de preguntas podría ser tan larga como la propia vida. Últimamente, se me ha ocurrido preguntarme: ¿cuántas veces me han robado? Y me he respondido con esta lista:
La primera fue en la adolescencia. Debía de tener yo quince o dieciséis años. Era sábado o domingo y salía de casa de un amigo, Xavier, en el barrio de Les Corts. No recuerdo qué habíamos estado haciendo. Probablemente, jugar al pimpón (entonces decíamos ping pong) en la azotea del edificio, donde había una mesa para disfrute de los vecinos e invitados, como hacíamos tantas tardes sudorosas, o quizá escuchar discos de Simón y Garfunkel en su habitación, o puede que simplemente charlar de las cosas que se nos ocurrían, que entonces eran muchas y muy tontas, pero que nos resultaban siempre apasionantes. La cuestión es que, justo al salir de su casa, me abordaron dos rateros, uno alto y fornido, y otro más bajo y rechoncho, pero ambos cetrinos y con pinta de gitanillos de La Mina. El más chaparro, con el casquete de una repulsiva melenita con la raya en medio, me puso una navaja en la tripa y me pidió el dinero. A nuestro alrededor no pasaba nadie (debía de ser domingo). Y se lo di: doscientas pesetas, que en 1977 o 78 no eran moco de pavo. Recuerdo que no me asusté. Aquellos chavales eran unos navajeros (una figura legendaria de nuestra adolescencia: el navajero, que aterrorizaba a los alumnos de colegios de pago en barrios acomodados, como yo), pero no tenían aspecto de monstruos (pese a la melenita y la raya en medio). Me pareció que dejarme atracar y entregarles aquellas pesetas constituía una experiencia interesante (y novedosa: era la primera vez que me pasaba), otro mito de aquellos años (acumular experiencias, buenas o malas, era lo que queríamos todos los jóvenes que nos preciábamos de inquietos). Cuando digo “dejarme atracar y entregarles aquellas pesetas”, no quiero implicar que podría haberme resistido, fajándome heroicamente con el quinqui, su sirla y el gorila. No tenía, nunca he tenido el coraje suficiente para hacerlo. Solo digo que, para salvar el orgullo y justificar el miedo, metabolicé aquella desagradable situación como una experiencia provechosa, como un hito más en la aventura de la vida. De hecho, ni siquiera denuncié el robo. Volví a mi casa (andando, porque ya no tenía dinero para el autobús) y seguí escuchando a Simón y Garfunkel en mi habitación.
Sufrí el segundo robo de mi vida en Rotterdam, unos años más tarde. Andaba yo de Interrail por Europa (una suerte de Erasmus ferroviario avant la lettre) y había hecho una parada en los Países Bajos para pasar unos días con una novia holandesa que tenía por entonces. Estábamos visitando la ciudad, donde ella vivía, y nos habíamos sentado a descansar en uno de los muchos parques que la jalonan. Y entonces cometí una de las mayores estupideces de mi vida: me saqué la cartera del bolsillo trasero del pantalón —sentado en la hierba, se me clavaba en el glúteo— y, en lugar de guardarla en otro lugar o simplemente tenerla en la mano, la dejé a mi lado, en el pasto, a la vista de todos. Pensé que quedaba lo suficientemente cerca de mí como para nadie se atreviera a echarle mano. Pero no conté con la habilidad de los cacos holandeses. Uno, de piel oscura —probablemente surinamés—, se me acercó para ofrecerme droga. Se agachó hasta donde yo estaba, me metió una bolsita de un polvillo blanco en la cara y con la mano libre, oculta bajo una enorme gabardina, aunque era verano, me birló la cartera. Lo más duro de aquel robo, además de lo idiota que me sentí, fue que con el surinamés desapareció una buena parte de mi dinero, mi carné de identidad y, lo peor de todo, mi tarjeta del Interrail (por suerte, había dejado el pasaporte en la casa de mi novia). Hube de pedir urgentemente a mis padres que me enviaran dinero para reponer la pérdida y comprar otra tarjeta de tren con la que proseguir viaje. Pero esta vez sí denuncié el latrocinio, lo que, a la postre, me sirvió para sumar otra experiencia a la que acababa de tener: acudir a una comisaría de la policía de Rotterdam para hacer una ronda de identificación. Sí: habían detenido a alguien que sospechaban era el chorizo, pero debíamos identificarlo. Tras el cristal había cinco tipos, todos hombres jóvenes de piel oscura. Yo no estaba seguro de nada, pero mi novia sí: con mucha firmeza, dijo que el ladrón no era ninguno de aquellos. Y así acabó la historia de mi segundo espolio (y mi relación con la holandesa).
(Los robos que sufrí en la mili no cuentan. Allí formaban parte de las normas de la casa, y nadie se alteraba por ello: si alguien perdía la gorra, se la robaba a un compañero [y este la recuperaba mangándosela a otro]; si a alguien le trincaban el chocolate que su madre le había enviado por Navidad, él chorizaba el jamón que había recibido otro colega; si te desaparecía el gel de baño, tú se lo desaparecías al vecino; y así sucesivamente).
La tercera fue una combinación de idiotez y mala suerte. Ya era mayorcito. Había acudido a un juzgado laboral de Barcelona para hacer una gestión, ya no recuerdo si relacionada con mi trabajo o por razones personales (aunque yo, que he sido funcionario toda la vida, ¿qué razones personales podía tener para ir a un juzgado donde se dirimen los conflictos laborales?). Recuerdo que estuve esperando un buen rato, sentado en un pasillo, a que me atendieran. Y otra vez —porque no hay refrán más certero en el pánico refranero español que ese que dice que el hombre es el único animal que tropieza dos veces en la misma piedra— dejé la cartera, que volvía a molestarme en el bolsillo trasero, en el breve tablero de la silla donde estaba. Esta vez no me la quitó nadie. Me la olvidé cuando me levanté para entrar en la oficina que me correspondía y, resuelto el trámite, me fui del juzgado tan campante. Después, en la calle, me di cuenta de que me la había olvidado y volví corriendo al lugar. Se me abrió el cielo cuando el mismo funcionario que me había atendido, y en cuyo despacho había irrumpido yo con la esperanza de que alguien hubiera encontrado la cartera y se la hubiese entregado, me dijo que sí, que alguien la había encontrado y se la había entregado. Abrió entonces el primer cajón de su mesa y... no la encontró. “¿Pero cómo? Si la he dejado aquí hace un momento...”. La habían robado. Así, en una misma mañana, y en una secuencia estadísticamente insólita, la cartera había sido perdida, encontrada y vuelta a perder. Me fui de aquel juzgado de nuevo sin denunciar la sustracción, aunque tenía, quizá, más motivos que nunca para hacerlo, por haberse cometido en una dependencia pública. Supongo que quería castigarme por habérmela olvidado. Y lo hice a conciencia.
El cuarto robo fue en el coche. Mi entonces mujer y yo habíamos ido a Villanueva de los Infantes, en Ciudad Real, donde me habían invitado a unas jornadas poéticas (en la casa de Cultura, que antes había sido la casa de la Inquisición: un progreso encomiable). No se nos ocurrió meter el coche en un aparcamiento vigilado: estábamos en un pueblo; dudo incluso de que hubiera aparcamientos vigilados. Y tampoco era un gran vehículo: se trataba de un Nissan Almera muy común y bastante asendereado ya. Pero cumplía uno de los requisitos fundamentales para ser objetivo de los ladrones: era foráneo; no pertenecía a nadie del pueblo. Así que, tras una lectura de poemas, volvimos a nuestro hotel, cerca del cual estaba aparcado, y descubrimos uno de los cristales delanteros roto y el interior saqueado, aunque había muy poco que saquear: ni siquiera teníamos un aparato de música que pudieran llevarse. El daño principal era la propia luna hecha añicos. Cuando acudimos a la policía local para denunciarlo, nos estaban esperando: ya habían visto el coche con la ventanilla pulverizada y sabían que no tardaríamos en aparecer. Con la denuncia, el seguro cubrió los daños. Lo que no cubrió fue el frío que pasamos —era entrado el otoño y en la Meseta hace mucho frío en otoño— de regreso a Madrid, sin ventanilla que nos protegiera.
El peor pillaje que he sufrido fue el quinto: nos entraron en casa. Yo hacía poco que me había instalado en Londres con mi familia (era, pues, principios de 2014), pero mi hijo mayor seguía viviendo en la casa familiar, en Sant Cugat. Una mañana infausta recibimos una llamada suya: se había ido a trabajar y, aprovechando su ausencia, alguien (algunos, sin duda) había reventado la puerta y se había llevado cierta cantidad de dinero y un puñado de joyas. La puerta era blindada, pero daba igual: los desvalijadores eran capaces de echar abajo cualquier cosa, desde una puerta como la mía hasta un cerramiento industrial; utilizaban, si hacía falta, arietes hidráulicos, y nada se les resistía. Yo regresé de urgencia de Londres aquel mismo día, pero solo pude constatar los daños. No se habían llevado ni electrodomésticos ni ordenadores ni cuadros ni mucho menos libros, de los que había en abundancia, sino solo lo líquido y lo que podía licuarse inmediatamente: dinero y oro. Ni siquiera habían afanado la plata. Y por suerte, tampoco habían dejado su firma cagando en el sofá o meando en la cama de matrimonio, como hacen otros desvalijadores que son dos veces hijos de puta. Mi mujer lamentó sobremanera que se hubieran llevado unas monedas de oro que le había regalado su madre y unas joyas legadas por su abuela, y yo lloré la pérdida de las dos únicas piezas que había heredado de mi padre: su alianza de matrimonio y una aguja de corbata (corta, no era muy cómoda, pero no me importaba) que se ponía cuando quería parecer elegante. A mi hijo le robaron 400 euros que guardaba en un cajón. De nuevo, el seguro cubrió la reparación de la puerta y la devolución del dinero, pero no el valor de las joyas, porque, como no teníamos factura, dado que casi todas habían sido regaladas o heredadas, no pudimos demostrar que fuésemos sus propietarios, ni su precio. Recuerdo que lo que nos resultó más difícil de digerir fue, más que las pérdidas y destrozos materiales —que también—, la sensación de que nos habían violado: de que habían pisoteado nuestra intimidad; de que unos facinerosos habían revuelto nuestros cajones, habían tocado las mesas y manteles en los que comíamos, se habían paseado por nuestros dormitorios. Mi preocupación al volver de Londres fue acompañar a mi hijo, presentar la denuncia y comunicar el robo al seguro, pero, sobre todo, quería volver a tener la sensación de que controlaba mi espacio, de que volvía a ser dueño de mi intimidad: limpié a fondo la casa, coloqué una puerta de seguridad mejor (aun sabiendo que también esta podrían abrirla cuando quisieran) e instalé una alarma, que todavía mantengo. Luego me enteré de que, en aquellos años, varias bandas de delincuentes extranjeros, especializadas en robos domiciliarios, estaban asolando Sant Cugat y otras poblaciones de la comarca. De hecho, los Mossos de Esquadra me llamaron unos meses después para comunicarme que habían desarticulado una de estas bandas, que sospechaban era la que había allanado mi casa. Mi mujer y yo acudimos a la comisaría de Manresa para comprobar si alguna de las joyas que les habían decomisado eran las nuestras. Pero no: no lo eran. Las que había allí no tenían demasiado valor. Las buenas, como las nuestras, ya las habían vendido, o fundido, o regalado a sus putas.
El último robo de la lista, de momento, lo padecí la pasada noche de San Juan. Quizá sea el más inverosímil de todos. Había ido yo a cenar con una amiga estadounidense a un buen restaurante de la Barceloneta. Al llegar, nos ofrecieron dejar los bultos que llevábamos (yo, una mochila) en la consigna del local, y lo hicimos confiadamente. Se cena mucho mejor sin estar preocupado por que los vecinos te roben el bolso. Cenamos —opíparamente, por cierto— y, a la salida, fuimos a recoger nuestras cosas. La bolsa que había dejado mi acompañante salió enseguida, pero mi mochila no. De hecho, mi mochila no salió en absoluto: la había robado de la consigna. ¿Cómo pudo ser? Se conoce que delante de la consigna había un aseo, que los empleados del restaurante dejaban utilizar tanto a los clientes que llegaban o que ya se iban, como, por cortesía, a la gente de la calle que lo solicitaba. Y resulta que en aquel aseo se había metido una mujer —así se veía en la grabación de las cámaras de seguridad— que, a la salida, había echado mano al bulto de la consigna que le quedaba más cerca, que la mala suerte quiso que fuera mi mochila. Hecho lo cual, salió rápida y disimuladamente del local, con mi mochila (naranja: qué raro que los recepcionistas, que eran los mismos que la habían depositado en la consigna, no advirtieran nada) en las manos. Técnicamente, pues, no fue a mí a quien robaron, sino al restaurante. El problema es que lo que robaron era mío. Entre lo que se llevaron, figuraba una crucecita de oro que me había regalado mi madre, y que tenía para mí un gran valor sentimental, y, lo peor en la práctica, las llaves de mi casa. A resultas del hurto, pues, lo que iba a ser una agradable velada de San Juan, con paseo por la playa y contemplación de las hogueras y el cielo estrellado incluidos, se convirtió en una noche de espanto, en la que nos paseamos, sí, pero no por la playa, sino hasta la comisaría de los Mossos para interponer la imprescindible denuncia, luego de hacer un trayecto en taxi que nos tuvo más de media hora en un pavoroso embotellamiento sanjuanero, y antes de hacer varios viajes más en taxi hasta la casa de mi hijo menor, para que me prestara sus llaves de mi casa y así pudiera dormir yo en mi cama en lugar de en el sofá de su casa; después, hasta el hotel de mi acompañante, que hizo honor a su condición y me acompañó estoica y generosamente toda la noche (incluyendo la hora que pasamos en las dependencias de los Mossos, que tan alegres resultan siempre); y, por fin, hasta mi casa en Sant Cugat, a donde llegué, agotado, a las dos y pico de la madrugada. El restaurante se ha quejado amargamente, por boca de su director general, de que Barcelona estigui plena de lladres ('esté llena de ladrones'), pero ha asumido su responsabilidad y, a medias con su seguro, me ha pagado por todo lo que me robaron, además de la ristra de taxis que hube de tomar. Y no solo eso: también me ha regalado una cena gratis para dos personas, cuando yo quiera, para quitarme el mal sabor de boca que me dejó la noche de marras. Pienso aprovecharla y disfrutar de un buen marisco. Y, cuando lo haga, me reiré sardónicamente de la caca que me robó, porque me imaginaré su cara al abrir aquella mochila en la que, por lo mucho que pesaba, debió de pensar que contenía muchas cosas valiosas, y comprobar que solo había unas llaves inútiles, una toalla barata, un bañador viejo, un cargador de móvil y dos libros, uno de los cuales era la poesía completa de Julio Cortázar, de más de ochocientas páginas y dos kilos de peso.
Así pues, me han robado seis veces. Tengo casi 63 años: sale a un robo por década. Espero que me dejen tranquilo hasta 2032.
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