Juan Ramón Jiménez ha sido, probablemente, el poeta más importante del siglo XX español, y uno de los más importantes del idioma. No digo el mejor —ese quizá haya sido Lorca—, pero sí el más sustancioso, el más trascendente, el que más peso ha tenido, por acción o por reacción, en la poesía de nuestro país. Mi vinculación con él es antigua e íntima. Recuerdo las inevitables lecturas que hacíamos en el colegio de su delicado pero embozadamente crítico Platero y yo, y las no menos inevitables (porque no había más poetas que él en la sección de literatura española de la biblioteca de mi high school) que le dediqué en Atlanta, cuando fui estudiante de intercambio allí, hace 45 años, y combatía la soledad y el extrañamiento con los poemas de su burro inmarcesible. Luego, a lo largo de los años, he leído el resto de su obra, desde aquellos primeros libros modernistas de los que abominaba, Ninfeas y Almas de violeta (y que iba por las librerías comprando —o robando— para retirarlos de una circulación que lo avergonzaba), hasta sus últimas recopilaciones, como Baladas y odas, publicado en 2023. Su dilatadísima producción —Juan Ramón Jiménez se sentía poeta, era poeta, y obró siempre en consecuencia: nunca dejó de escribir poesía, de vivir en la poesía, hasta levantar una Obra (así, en mayúscula) que honrase aquel sentimiento, aquella realidad ineludible— ha generado una bibliografía igual de vasta, que ahora acrece un libro singular, Juan Ramón Jiménez y las drogas. La influencia de los fármacos en la vida y obra del poeta de Moguer (Córdoba, El Desvelo Ediciones, 2025), del madrileño, y desde hace muchos años bibliotecario en Baños de Montemayor (Cáceres), Jonás Sánchez Pedrero (Rivas-Vaciamadrid, 1979). Es bien conocida la hipocondria e hipersensibilidad del poeta moguereño, que le llevaron a residir en sanatorios desde muy joven y a buscar después, ya adulto, la compañía de sanitarios y médicos, en varias de cuyas casas llegó también a domiciliarse. Lo que no había sido nunca estudiado en concreto, es hasta qué punto los medicamentos que le recetaron, en los múltiples tratamientos que siguió para curar sus diversas dolencias, generaron en él adicciones e innumerables malestares físicos, y de qué modo estas indeseables consecuencias condicionaron la poesía que escribía. La historia de la literatura ofrece no pocos casos de escritores alcohólicos o adictos a fármacos o drogas, cuya literatura debe mucho a esa adicción, a menudo buscada, incluso, para potenciar la creatividad. Algunos, como Thomas de Quincey, con su Confesiones de un consumidor de opio inglés, le deben su fama. Otros, como Baudelaire, han teorizado sobre el «ideal artificial» que le permitían crear el opio y el hachís. Aldous Huxley era un amante del LSD y la mescalina, de la que también era devoto Jean Paul Sartre. William Burroughs fue heroinómano muchos años. Philip K. Dick confesó que había escrito todas sus novelas bajo los efectos del speed. La lista sería interminable. Juan Ramón Jiménez se cuenta entre los opiómanos, aunque él no hacía como De Quincey y se pasaba los días en algún sórdido fumadero chino, sino que había desarrollado su adicción a resultas del tratamiento de sus muchas afecciones, reales o inventadas, como el insomnio, la diarrea o simplemente el dolor, con láudano, una sustancia que ya su madre consumía: “Mi madre despertó de su sopor de láudano, alzó los ojos a la puerta y nos llamó”, escribe Juan Ramón en Por el cristal amarillo. Jonás Sánchez Pedrero ha realizado en Juan Ramón Jiménez y las drogas un exhaustivo y minucioso análisis no solo de la poesía del autor de Platero y yo, sino también de su correspondencia, de la de Zenobia Camprubí, su abnegada esposa, de las crónicas personales de Juan Guerrero Ruiz, amigo y confidente de Juan Ramón, y de cuantos otros epistolarios o noticias arrojasen luz sobre la presencia o influencia de las drogas en su vida y en su escritura. El resultado es un muy bien documentado fresco de esa influencia, desde los primeros escarceos de Juan Ramón con las drogas gracias al botiquín familiar y a sus enamoramientos de adolescencia, necesitados de urgentes consuelos farmacológicos, hasta su fallecimiento, tras ganar el Nóbel, ver morir a Zenobia y abandonarse a un estado de total dejación, mezcla de soledad, depresión, enfermedad e intoxicación farmacopeica. Entre las páginas 40 y 50 del libro, Sánchez Pedrero enumera, primero, los médicos a los que el poeta trató personalmente o que lo tuvieron a su cuidado (74, entre los que se cuentan algunos tan insignes como Santiago Ramón y Cajal y Gregorio Marañón) y, después, los medicamentos que recibió (64, incluyendo opio, bromuro, estricnina, arsénico y hasta electrochoques): la lista acojona. También son muchas las enfermedades o dolencias de todo tipo que padeció Juan Ramón, según refiere Sánchez Pedrero, algunas rarísimas, como neuralgias faciales, anemias cerebrales, colon permeable o intoxicaciones de leche. Pero, principalmente, el poeta sufría de cuadros nerviosos (lo que antes se llamaba neurastenia o melancolía, y hoy, depresión, con brotes delirantes y episodios paranoicos al final de su vida), insomnio, trastornos gastrointestinales (colitis, cólicos, diarreas) y ataques de gota, estaba casi permanentemente resfriado y con frecuencia griposo (las gripes le hacían ver “arcoíris fúnebres”), y hasta contrajo paludismo. Era, asimismo, víctima de alergias y fobias, sobre todo a los olores y a los ruidos, y ambas han dado pie a algunos de los sucesos más estrafalarios de la vida de Juan Ramón, como que le pidiese por carta a un vecino que se llevase a otra habitación al grillo enjaulado cuyo chirrido le molestaba. El opio, como ya se ha dicho, fue la principal sustancia rectora de su vida y de su salud (o de la falta de ella), y Sánchez Pedrero no pierde ocasión de identificar los efectos de su consumo constante (y sus ocasionales interrupciones, que lo condenaban a terribles síndromes de abstinencia) en sus cartas y su poesía. A él le atribuye, por ejemplo, la “embriaguez rapsódica” y la “fuga incontenible” que embargan al poeta (y que este le confiesa así en una carta a Enrique Díez-Canedo) a la hora de escribir sus grandes libros, Tiempo y Espacio (la misma influencia opiácea y subsigüente exaltación cabe advertir, más adelante, en Animal de fondo y Dios deseado y deseante), tras una estancia obligada en un hospital de la Florida, en 1941. El opio también puede haber contribuido al alejamiento de Juan Ramón de la Generación del 27: “Dentro de los efectos secundarios de los alcaloides opiáceos está la irritabilidad del carácter, dato a considerar para vislumbrar el alejamiento paulatino de Juan Ramón con la generación lírica a la que apadrinó en sus publicaciones. Dicho distanciamiento se produce mientras el poeta está sometido a sucesivos tratamientos medicamentosos”, escribe Sánchez Pedrero. Zenobia era consciente del impacto que el opio tenía en la salud de su marido, y en una carta a Norah Borges y Guillermo de Torre lo incluye en la trinidad del poeta —colitis, opio y depresión— cuando escribe: “J. R. está pasando una racha verdaderamente mala de colitis, láudano y decaimiento”. En otra, del Año Nuevo de 1954, Zenobia recupera pero matiza esa trinidad, ahora compuesta por colitis, opio y salicilatos: “J. R. se dio ayer tarde (...) [al] consumo de las dos únicas papeletas de Vivas Pérez que no estaban estropeadas por la humedad del trópico (...). La colitis ayer hizo crisis” (las papeletas de Vivas Pérez, a las que el poeta era adicto, eran salicilatos de bismuto y cerio recetados para los desórdenes gastrointestinales). Juan Ramón Jiménez y las drogas aborda el análisis de la vida y la literatura de Juan Ramón Jiménez bien pertrechado de documentación, con claridad expositiva y un nuevo ángulo de visión. Que esta nueva perspectiva, nunca adoptada hasta ahora por los estudiosos juanramonianos, se fundamente en el proceloso mundo de la farmacopea, no mengua su valor, ni desmerece las conclusiones a las que llega, ni mucho menos reduce al poeta a la condición de mero toxicómano, porque, como dijo Rubén Darío, otro opiómano, “el opio no hace soñar a cualquiera, sino al que es capaz de soñar”. Por el contrario, los resultados de este estudio iluminan con sorprendente transparencia algunos de los impulsos y rasgos de la obra inmortal de Juan Ramón, que ahora se entienden mejor, no como fruto de una inspiración inefable, sino como consecuencia de la interacción entre un talento incontestable y una estimulación artificial.
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