domingo, 12 de enero de 2025

El Museo de la Garrotxa y el paisajismo de Olot

Hacía mucho que quería visitar el Museo de la Garrotxa, en Olot. Sabía que albergaba una de las mejores colecciones de la escuela paisajista catalana —también llamada de Olot—, de la que mi padre se hacía lenguas cuando yo era niño y empezaba a interesarme por las cosas del arte, y me apetecía mucho conocerla. Así que hoy, aprovechando que un amigo me ha invitado a pasar el día en Cadaqués, hago un alto en la capital de la comarca para visitar el lugar. El Museo se distribuye en las tres plantas del edificio en el que está ubicado, el Hospicio del siglo XVIII, obra de Ventura Rodríguez: una mole imponente, cuyo patio está ahora ocupado por el belén navideño montado por el ayuntamiento. Por sobre las figuras, de tamaño natural, o incluso sobrenatural, se despliegan unas grandes telas de gasa que representan, supongo, los haces de luz que iluminan la escena, y que constituyen la aportación singular de sus creadores a la entrañable historia del pesebrismo navideño. La colección de los paisajistas está en la tercera planta, a la que se accede previo pago de un pequeño óbolo de tres euros. Lo primero que veo es un trozo del paisaje catalán, pero de hace unos 12.000 años: un fragmento fosilizado de unos molares de elephas primigenius, es decir, de mamut, que se conoce campaban por estos lares cuando los volcanes de la región aún no se habían apagado. Aquellas bestias aprendieron a convivir con las erupciones volcánicas, a diferencia de los dinosaurios, que no supieron sobreponerse a los meteoritos. Junto al diente de mamut, encuentro otra pieza curiosa, y que no tiene nada que ver con los demás objetos expuestos en el Museo: una caja de cerámica que representa una caja de pomelos, con el nombre impreso de “Indian River. Citrus. Florida”, obra de Kimiyo Mishima, una artista japonesa, de 1986. Dada mi actual vinculación sentimental con la península de Florida y, en particular, con una de sus habitantes, encuentro grata esta coincidencia, aunque no me explico qué diantres hace una pieza de arte contemporáneo tan exótica como esta en un lugar de hechuras decimonónicas como el Museo de la Garrotxa. Pero aparto este breve desconcierto, que se suma a los muchos que padezco diariamente, y sigo adelante. Y no tardo en llegar a las salas en las que se expone la obra de los principales representantes del paisajismo que he venido a buscar: Joaquim Vayreda i Vila, su hermano Marian y Josep Berga i Boix, adalides de un movimiento en el que, en la segunda mitad del siglo XIX, militaron muchos otros, como Joan Carles Panyó i Figaró, Lluís Rigalt i Farriols, Ramon Martí i Alsina, Jaume Pons i Martí,  Enric Ferau i Alsina, Melcior Domenge i Antiga y Fèlix Urgellés i de Tovar. La pintura de estos autores, influida por la escuela francesa de Barbizon, se sumerge en los hermosos paisajes que los rodeaban —hace ciento cincuenta años, mucho más vírgenes que hoy, a pesar de la industralización que ya había hecho presa en ellos por entonces— para reproducirlos con amabilidad y una sensible inclinación impresionista. Casi todos son paisajes de bosques verdes, entrecruzados de caminos serpenteantes o ríos, o acotados por campos de labor, en los que brilla una luz clara o, si ya ha atardecido, de una penumbra clara. Abundan los payeses con barretina (Olot ha sido, históricamente, una gran productora de barretinas: en 1777, los talleres de la ciudad fabricaban 120 al día, que se exportaban al Rosellón, Nápoles y Marsella) y también las ovejas y las vacas: los personajes de un Olot rural que no escapaba a la idealización: una Arcadia catalana en la que no se pintaban conflictos ni guerras, sino un mundo sosegado, bucólico, con el que se reivindicaba un modo de vida que el trajín del comercio y las fábricas estaba dejando atrás. En casi todos los cuadros —aquí predomina el óleo; casi no hay acuarelas—, se advierte un telo, como una gasa que recubre el paisaje: una claridad neblinosa, nada sorollesca, agónica, melancólica, como de atmósfera que se diluye, de espacio difuminado y huidizo. Pese a la paz de las escenas que recogieron en las telas, la vida de los Vayreda, los capitanes del movimiento, gozó de muy poca paz. Joaquim, el fundador, hombre emprendedor además de artista —llevó la electricidad a Olot—, murió a los 51 años, abrumado por la ruina de sus negocios. Su hermano Marian (con el que, al parecer, se repartía el trabajo: aquel pintaba los paisajes y este, las figuras) falleció también muy joven, con cincuenta años. Muy religioso y tradicionalista, decidió combatir por Dios, por la Patria y el Rey en la Tercera Guerra Carlista, y llegó a formar parte del estado mayor de Francisco Savalls, el comandante general de los carlistas en Gerona, un aguerrido bigotudo del Ampurdán que, en flagrante inferioridad numérica, mantuvo en jaque a las tropas liberales durante los tres años de hostilidades. Marian Vayreda, que era también un escritor solvente, dejó escrito en sus diarios que había llegado a distinguir las balas de Rémington o de Bérdan por el ruido que hacían: más silenciosas las primeras, zumbantes las segundas. Por suerte para él, ninguna le alcanzó fatalmente, pero, con la derrota final de Savalls y sus huestes, tuvo que partir al exilio, y lo hizo a París, claro, el mejor lugar para que se exiliara un artista. Francesc Vayreda, en fin, el hijo de Joaquim, nació con una deformidad y solo alcanzó a vivir 41 años. En las fotos que se exponen de él, presenta una mirada vivaz y un aire a lo Toulouse-Lautrec. En una de ellas, aparece con los dos picos del cuello de la camisa levantados, como dos cuernecitos que le amenazaran la garganta. Muy catalanista, como toda su familia, Francesc se involucró en la lucha política y fue encarcelado por la dictadura de Primo de Rivera. Tras las salas dedicadas al Modernismo —en las que se incluye la célebre serie de carteles publicitarios de los “Cigarrillos París”, en uno de los cuales aparecen dos niños de ocho o diez años fumando, y la cartela se ve obligada a explicar que en aquel entonces no se conocían todavía los males indecibles que acarreaba el tabaco—, me llevo la grata sorpresa de encontrar el no menos famoso cuadro La carga, de Ramón Casas, pintado en 1899 en Barcelona —donde proliferaban las huelgas y las manifestaciones—, con la imagen de una multitud ahuyentada por unos guardias civiles a caballo. En primer plano, uno de los tricornios, sable en mano, ha derribado a un manifestante, que acaba de caer a los pies del caballo, y parece que vaya a salir del cuadro para embestir también al observador. A su lado, ocupando el vasto centro de la pintura, un gran vacío, el principal acierto figurativo de Casas: esa ausencia es el resultado de la represión, de la fuerza bruta, y en ella radica la protesta del pintor. Un no haber dice más que si hubiera sembrado la plaza de gente golpeada, o incluso de cadáveres. Rodeando ese centro, la masa apeñuscada y fugitiva: gente sin rostro que huye de la Benemérita. Ni un solo rasgo humano se advierte en ella. En los jinetes que disuelven la concentración, en cambio, sí se reconocen algunas facciones, oscuras, adustas, y muchos bigotes. El rostro del que monta el caballo que ha arrollado al manifestante y amenaza a quien contempla el cuadro, aparece casi tapado por el cuello de la guerrera, pero el mostacho, bajo el tricornio acharolado, luce espléndido. Al fondo, una mezcla indistinguible, rosada y gris, de nubes y humo de fábricas. El siguiente autor destacado en el Museo es el escultor Josep Clarà i Ayats, también olotino, una de cuyas obras, La diosa, brilla con luz propia en la horrenda plaza de Cataluña de Barcelona, y otra, El desconsol (‘el desconsuelo’), ha ocupado, durante buena parte del siglo XX, el estanque que se encuentra delante del Parlamento de Cataluña (y lo sigue haciendo, pero desde 1985 es solo una copia; el original, que se estaba deteriorando a la intemperie, ha pasado al palacio de la Generalitat). Yo veía esa figura de una mujer desnuda, con la melena derramada y poseída por el abatimiento, escrupulosamente blanca, siempre que iba a pasear, solo o con alguna novia, al parque de la Ciudadela. Aquella visión me llenaba de melancolía, pero también de un poderoso sentimiento de armonía y bienestar, porque, como recuerda Antonio Gamoneda, también el arte que expresa dolor produce placer. Clarà se especializó en mujeres desnudas (en mármol; de las de carne su biografía no nos dice nada especial), una tarea para la que encontró numerosos discípulos, como Enric Casanovas i Roy o Joaquim Sunyer i de Miró, que aporta un infrecuente desnudo integral en Dues figures femenines nues (‘dos figuras femeninas desnudas’), de 1913. (Los escultores de Olot eran diligentes con las formas, pero poco imaginativos con los nombres: a una mujer de pie la titulan “mujer de pie”; a una mujer desnuda, “mujer desnuda”). Hombres desnudos esculpidos por Clarà, en cambio, solo veo uno en el Museo. Frente a los pechos erguidos y montes de Venus poderosos de sus figuras femeninas, este varón me parece bastante escuchimizado. A diferencia de la mayoría de los demás artistas de Olot, Clarà no pertenecía a una familia acomodada: su padre era alpargatero. Como, dada su humilde condición, no podía pagar la exención del servicio militar que lo libraría de ir a pegar tiros en las guerras coloniales y africanas que insensatamente mantenía una paupérrima España, y en las que morían a miles los hijos de los pobres, el escultor se tuvo que exiliar en Toulouse y luego en París, donde conoció a Auguste Rodin y Aristide Maillol, que tuvieron una gran influencia en su arte. El exilio y la represión política han sido una constante en la vida de los artistas de la comarca. Otro de ellos, El pintor Iu Pasqual i Rodés, fue depurado en 1939 por el Tribunal de Responsabilidades Políticas, por el incalificable crimen de haber dirigido la Escuela de Bellas Artes de Olot, vinculado a la Generalitat, durante los años de la República (de la que, por cierto, hay un hermosísimo busto en mármol en el Museo, cuya amplísima fecha de composición, “entre 1873 y 1939”, indica que no se sabe si fue hecha en la Primera o en la Segunda República). En cualquier caso, el franquismo acogió con benevolencia la escuela paisajista de Olot, aunque sus miembros hubiesen sido catalanistas y republicanos, porque describía un mundo tranquilo y tradicional, lleno de virtudes cristianas, que cantaba a la naturaleza y no se metía en política. Una breve grabación del No-Do, aquel lisérgico noticiario documental que se proyectaba antes de las películas en los cines españoles desde 1942 hasta 1977 (y que debo confesar que, de niño, no me disgustaba ver: es uno de mis muchos placeres culpables), titulada “En el paisaje de Olot”, elogia la forma que tienen los pintores de la comarca de representar “la campiña olotina”. Y lo hace con aquella voz grave, atildada, que seguramente emitía alguien con bigotillo y gomina en el pelo, propia de los galanes de los cincuenta; una voz, no obstante, que pronuncia los nombres y apellidos en catalán como si fueran turcomanos. El Museo de la Garrotxa me reserva una última sorpresa: entre las obras de los artistas olotinos más actuales, encuentro una, Matèria, de un tal Jordi Curós i Ventura, nacido en 1930 y muerto en 2017. Y sitúo así, por fin, al autor de un cuadro que compré en una subasta en Barcelona hace muchos años —un paisaje de playa, de trazo deliberadamente tosco, pero muy luminoso— firmado por “Jordi Curós”. Mi busca en Internet de información sobre el pintor había sido infructuosa, seguramente por mi impericia al hacerlo. Pero hoy subsano esa laguna y me congratulo de poseer una pieza de un afamado representante de la promoción contemporánea de admirable escuela paisajista catalana.

lunes, 6 de enero de 2025

Gloria y clemencia para el lumpen

VILLONADA: BALADA DEL PATÍBULO

O la canción del sexto compañero

ESCENA: “En ce bourdel où tenons nostre estat”.
Se recordará que había seis de nosotros con el Maestro Villon:  cuando este 
esperaba ser colgado de inmediato, escribió una balada que conocéis:
Frères humains qui après nous vivez”.

Brindemos por el árbol de la horca! 
¡François y Margot, y tú y yo, 
bebamos por los alegres, compañeros
que nos decían “Hasta luego” camino de la horca!

Pedro el Gordo, con un garfio como mano izquierda, 
Tomás Ladrón, el “Desorejado”,
Tibaldo y aquella armera
que dio su primera mancha a este puñal
hiriendo al de Guisa que estuvo contento
de hacerlo colega de la “Haulte Noblesse”
y la hizo salir de mala manera,
como un tonto que se burla del desdén de su ama.
 
¡Brindemos por el árbol de la horca! 
François y Margot, y tú y yo,
bebamos por Marianne Ydole,
que el infierno no la abrase cruelmente.

Brindemos por ese par de lúbricos ladrones, 
negra es la brea sobre su traje de bodas,
sus labios se sumieron con las caricias del viento 
como suelen hacerlo cuando sentimos la tensión 
del amor que amó con el desdén del infierno,
y siente los dientes tras la presión de los labios 
contra los nuestros con angustia en el alma
que a través del dolor lucha con la nuestra.

¡Brindemos por el árbol de la horca!
François y Margot, y tú y yo,
por Jehan y Raoul de Vallerie
cuyos esqueletos reciben como pago los vientos de la noche.

Maturin, Guillaume, Jacques d'Allmain, 
Culdou sin un abrigo con el que bendecir 
una porción mezquina de su desnudez
que la ermita de San Huberto 
a su regreso saqueó; 
¡ay!, el árbol pelado enviudó de nuevo
por Michault le Borgne que pudo confesar
“en fe y verdad” a una traidora,
“¿a cuál de sus hermanos había asesinado?”

¡Brindemos por el árbol de la horca! 
François y Margot, y tú y yo:

¿Amará menos Dios a los que amamos
y habrá de herirlos siempre en su flaqueza?

¡Brindemos! ¡Por las horcas! y recemos luego:
que Dios maldiga su propio infierno de inmediato 
y se lleve sus almas a su “Haulte Citee”.

[Ezra Pound. Versión de Jesús Munárriz y Jenaro Talens]

François Villon fue un personaje contradictorio y temible. Bachiller a los dieciocho años y maître con venia docendi a los veintiuno, con veinticuatro se estrenó en el mundo del hampa dejando tieso de una puñalada (o más probablemente varias) a un sacerdote con el que rivalizaba en amores. Huyó de París, pero, gracias a unas cartas de remisión que le consiguió el canónigo Guillaume de Villon, bajo cuya protección lo había puesto su madre y cuyo apellido había adoptado —y que quizá fuera su padre—, volvió a la capital un año después, aunque solo para participar en el robo del Colegio de Navarra, por el que tuvo que exiliarse de nuevo. Pasa entonces un lustro vagabundeando por Francia y no perdiendo ocasión de involucrarse en pendencias y robos. En 1461, consta preso en una cárcel del valle del Loira, denunciado por un obispo, pero tiene la suerte de que Luis XI visite la localidad en que se encuentra la prisión y es perdonado: en aquella época turbulenta, era costumbre amnistiar a los reos con ocasión de las faustas visitas de los reyes. Regresa a París y vuelve a robar. Ingresa en la prisión de Châtelet y de nuevo es liberado gracias a los amigos influyentes que, entre fechoría y fechoría, valiéndose de su atrayente personalidad y su verbo ingenioso, sabía hacer en cortes y castillos. Pero la cárcel medieval era poco dada a rehabilitar a los delincuentes, y Villon, menos dado aún a ser rehabilitado, de modo que, cuando sale de ella esta vez, no tarda en volver a las andadas burlándose de los copistas que hacen su trabajo en casa de un notario. (Es de suponer que se mofaría de ellos por las desastrosas copias que extendían y las muchas erratas que introducían en los legajos). Pero los copistas, que tenían tan malas pulgas como mala ortografía, dejan las plumas y empuñan las armas, y Villon, echando mano también de las suyas, les contesta dejando varios muertos en el empedrado. Da con sus huesos una vez más en Châtelet, pero en esta ocasión, por reincidente, es torturado y condenado a la horca. Sus influencias le permiten escapar de nuevo a su destino, a cambio de diez años de destierro. Entonces se le pierde la pista. No se sabe cuándo, cómo ni dónde muere, aunque no es descabellado pensar que sus enemigos, tan numerosos e influyentes como sus amigos, se las ingeniaran para liquidar discretamente a aquel fustigador de honras, salteador de patrimonios y desbarajustador de vidas, que tanto les había amargado las suyas. (Con su desaparición, Villon se suma a la lista de autores cuyo paradero o cuyo final se desconocen, como Ambrose Bierce, el gringo viejo, que se perdió en las montañas de México, o Arthur Cravan, boxeador y poeta, que naufragó en algún lugar del Golfo de México, de travesía a la Argentina). 
Ezra Pound tampoco se dio una vida fácil. Viviendo en la Italia fascista, cobró fama por sus alocuciones radiofónicas durante la Segunda Guerra Mundial, en las que criticaba ferozmente al capitalismo —y, sobre todo, a alguna de sus más lúgubres instituciones, como la usura—, así como a su país natal, los Estados Unidos, y ensalzaba a Mussolini. Capturado al final de la guerra por sus compatriotas, lo tuvieron encerrado varias semanas en una jaula a la intemperie, abrasado por el calor de día y helado de frío por la noche, y sometido las veinticuatro horas a la luz cegadora de unos focos, en un campo de prisioneros —se entretenía entonces traduciendo mentalmente del chino, aunque no sabía chino—, hasta que lo trasladaron a los Estados Unidos, lo juzgaron por traidor, lo condenaron por loco —para no tener que considerarlo responsable de sus actos y fusilarlo— y lo recluyeron doce años en un hospital psiquiátrico, del que salió, como suele suceder, más trastornado de lo que estaba al entrar. Pero al menos ya no soltaba discursos antisemitas por la radio.
Más allá de las penalidades que ambos sufrieron, los une también un poderoso vínculo literario. Ambos creían en, y practicaban, una poesía austera, erizada y exacta, de una musicalidad a contrapelo, adusta, como a contrapelo y adusta es la vida o fueron, al menos, las suyas. La obra de Villon formaba parte de la lírica medieval, la de los trovadores y los goliardos, la de las canciones de escarnio y maldecir y las danzas de la muerte. La de Pound aspiraba a un regreso a las fuentes prístinas del decir poético —los poetas griegos y latinos, y los cantores del Medievo, con sus voces de estameña—, tras la desmedida y hasta cierto punto patológica expansión de la conciencia que habían propiciado el romanticismo, el simbolismo y las vanguardias. Pound creía que la gran literatura no era más que el lenguaje cargado de sentido hasta el grado máximo que fuera posible, y que ese lenguaje rebosante de sentido se hallaba en los poetas cuyas obras se ceñían a lo esencial y, objetivas y melódicas, establecían un correlato emocional trascendente, estimulado por las asociaciones que las palabras elegidas, tajantes, necesarias, sabían despertar en el lector. Pound consideraba a Villon, como dice en El ABC de la lectura, «la primera voz de hombre torturado por una mala economía, [que] representa asimismo el final de una tradición, el final del sueño del Medievo», y también «el más curtido, el más auténtico, el más absoluto poeta de Francia. El pobre diablo, el realista, el erudito. (…) Un técnico insuperable».
La relación de Pound con Villon fue más allá de la admiración teórica. La obra del norteamericano dialogó con la del francés a lo largo toda su vida, y hasta culminó en una ópera, Le Testament de Villon, que aquel compuso en 1921 y que se estrenó diez años después. Su «Villonada: balada del patíbulo», que apareció en Personae, publicado en 1909, es una de los más logrados ejemplos de ese diálogo. «Villonada: balada del patíbulo» es la versión poundiana —la versión libérrima, la recreación, la prolongación— de la célebre «Balada de los ahorcados», el Epitafio de Villon, en el que el poeta describe, mientras espera a que lo ahorquen, la realidad pavorosa de los ya ajusticiados —«nuestra carne está ya devorada y podrida, / y nosotros, los huesos, nos hacemos ceniza. / (…) La lluvia ya nos tiene mojados y lavados, / y el sol nos ha secado y nos ha ennegrecido; / las urracas, los cuervos, nos sacaron los ojos / y arrancaron los pelos de cejas y de barbas. / (…) hacia un lado, hacia el otro, según varía el viento, / a su antojo nos mueve, sin parar un momento, / por las aves picados lo mismo que dedales» (traducción de Juan Victorio)— y, a la luz de su inminente fin, solicita la benevolencia de quienes los contemplen —y que rueguen a Dios por que los absuelva, aunque no solo para hacerles un bien a los condenados, sino también para hacérselo a ellos mismos, «pues, si queréis mostrar piedad con estos pobres, / Dios no lo olvidará y os podrá ser clemente»: a Villon, como supo ver Pound, lo martirizó siempre una economía precaria, y era muy consciente de que a la gente se la convencía de actuar por los beneficios que pudiese obtener de su acción, como sigue sucediendo hoy— y el perdón del Hacedor. El nexo explícito entre la balada de los ahorcados de Villon y la del patíbulo de Pound es ese verso inicial de la primera que el autor de los Cantos utiliza para situar la «escena» de la segunda: «Frères humains qui après nous vivez» (‘Hermanos, los humanos que aún seguís con vida’).
He dicho antes que la «Villonada» es la «prolongación» del epitafio de Villon, pero debo matizar esta afirmación. Es una profundización antes que una continuación. Pound ahonda en el lamento del francés personalizándolo, convirtiendo esos «cinco o seis que somos» en colgados con nombres y apodos propios: Pedro el Gordo, con un garfio en la mano izquierda, probablemente cortada por algún delito que hubiese cometido; Tomás el Ladrón, que no había perdido una mano, como Pedro, sino las orejas (el desorejamiento, de una o, cuando el delito era más grave, de ambas orejas, era la pena que se imponía si el reo era reincidente; el castigo resultaba muy práctico, porque permitía identificar al facineroso aunque cambiase de residencia); Tibaldo, de quien nada se cuenta, pero que, como los demás, debía de ser un pájaro de cuidado; la armera anónima «que dio su primera mancha a este puñal / hiriendo al de Guisa»; Marianne Ydole, un personaje que Pound toma del poema CLI de Villon («Marion, llamada la Idolle») y para la que se pide «que el infierno no la abrase cruelmente»; los dos «lúbricos ladrones», cuyo nombre se nos escamotea de nuevo, pero que son representados muy vívidamente, cubiertos de brea —con la que se preservaban los cuerpos para que duraran colgados mucho más tiempo y sirviesen así de advertencia al populacho, como señala la nota del poema— y con los labios hundidos, esos labios siempre enfangados en amores indecentes; Jehan y Raoul de Vallerie, «cuyos esqueletos reciben como pago los vientos de la noche», una imagen que remite a la de los cuerpos de la «Balada de los ahorcados» que zarandea el viento, y que insiste en la visión económica de la vida y de la muerte; Maturin, Guillaume, Jacques d’Allmain y Couldou, este último saqueador de la ermita de San Huberto y tristemente desnudo. Pound nos da hasta el nombre de alguien, Michel de Borgne, que no será colgado, dejando así viudo al árbol desnudo, por haber confesado «en fe y verdad» a cuál de sus hermanos había asesinado. A esta amplia y detallada relación nominal de desechos humanos acompaña otra, la de los presentes en el prostíbulo de Margot, que son los que brindan y cantan por los ahorcados: François, Margot —la furcia gorda, madame atrabiliaria de ce bordeau où tenons nostre estat, como concluyen todas las estrofas de la «Balada de la gorda Margot», de Villon, y empieza la «Villonada» (‘este burdel gracias al cual vivimos’, aunque Pound transforma el bordeau original en bourdel)—, tú y yo. Todos ellos confluyen en un poema que es tanto dramático —Pound lo encabeza situando la escena: en un lupanar, reunidos seis personajes y con uno de ellos, Villon, a la espera de ser ahorcado, que compone su epitafio— como narrativo, y al que cabe atribuir un carácter biográfico, al igual que la balada de Villon se considera autobiográfica.
Pound recurre al pentámetro yámbico, el metro clásico de la tradición inglesa, para componer su patibularia letanía, un largo apóstrofe escrito en inglés y francés antiguos —demostrando, una vez más, su gusto por la poliglosia y su capacidad para adoptar la voz de los poetas que admiraba— y estructurado por medio de la anáfora y la enumeración. Constituye la primera el verso «¡Brindemos por el árbol de la horca!», que se repite en cuatro ocasiones, encabezando la primera, tercera, quinta y séptima estrofas, y que se extiende, parcialmente —«brindemos por…», «¡brindemos!»— a la cuarta y novena. La «Villonada» es un ejemplo resucitado de la poesía de taberna, tan cultivada en la Edad Media, con la que se celebra la áspera realidad de la vida y, a la vez, se sublima el dolor y la inexorabilidad de la muerte. La literatura goliárdica abundó en estos cantos rezumantes de vino y lujuria, no exentos de amargura existencial por la brutalidad y la corrupción de la sociedad de la que surgían, y asimismo los poetas provenzales —Pound recuerda en El ABC de la lectura que el arte de Villon «también provenía de Provenza»— cultivaron una poesía satírica y proletaria —si se me permite el anacronismo— en la que se describían estos mundos de germanía, habitados por beodos, rufianes y rijosos. En el poema poundiano, los condenados se dirigen alegres a la horca y recuerdan a quienes los ven pasar que su despedida es solo temporal, un «hasta luego» que comunica la implacable universalidad de la muerte, igualadora de ricos y pobres, de probos y maleantes, de obedientes e insumisos: de todos. Ezra Pound construye un retablo triste y sardónico a la vez, inflamado de humanidad gracias a la personalización de las víctimas, y muy colorista, en el que los cuerpos, vivos y muertos, se imprimen en la página con sus volúmenes ensangrentados, con sus torceduras y desgarros, como criaturas exacerbadas, traídas a la existencia y a su fin por el verbo sin superfluidades del poeta. El espíritu dionisíaco, el aliento órfico y la fúnebre certeza de lo inevitable se funden en los versos y alumbran un canto simultáneamente celebratorio y elegíaco, exaltador por igual de la vida y de la muerte. No obstante, Pound no se olvida de reproducir el objetivo último de la balada de Villon en la suya: la solicitud de perdón. La dos últimas estrofas, la octava y la novena, articulan esa petición de clemencia con una interrogación y una exhortación audaces: «¿Amará menos Dios a los que amamos / y habrá de herirlos siempre en su flaqueza?» y «que Dios maldiga su propio infierno de inmediato / y se lleve sus almas a su Haulte Citee». La justificación de los desmanes cometidos por la flaqueza de los hombres y, sobre todo, la reivindicación del Dios neotestamentario del amor, puestas en boca de Villon, un hombre del primer cuatrocientos educado en la crueldad y la venganza, son revolucionarias, al igual que la confesión del amor que se profesa por los ajusticiados o a los que van a ajusticiar. Y que se le pida al Altísimo que «maldiga su propio infierno», esto es, que actúe contra su propia creación y contra sí mismo, no es menos adelantado… y temerario. El protagonista del poema, Villon, no niega la validez de la doctrina cristiana —confía en Dios y pide rezar—, sino que la adecua a su embrutecido amor por la vida y a su exaltación desesperada de la muerte. Se trata de que Dios vuelva a hacerse hombre en el amor por las más desgraciadas de sus criaturas y de que ejerza el perdón infinito del que se le considera señor y al que los hombres no renuncian. Se trata, en suma, de cancelar el mal bañándolo en el vino con el que se brinda por el árbol de la horca y, al mismo tiempo, en el océano de la bondad divina.

[Este artículo se ha publicado en Por Poder, álbum Versàlia nº 4, Sabadell (Barcelona), Papers de Versàlia, 2024, pp. 85-95].

martes, 31 de diciembre de 2024

Feliz Nochevieja

Sentado en mi despacho, ante el ordenador, veo caer la noche. De la tarde moribunda —del año moribundo— solo queda un lienzo de un azul muy lento, casi detenido ya en negro, tachonado de las hojas de los plátanos, cuyo verdor se asfixia también con el paso despacioso del tiempo. He puesto en Youtube el Concierto para oboe en re menor, opus IX, de Tommaso Albinoni, cuya belleza, aunque lo haya oído muchas voces, sigue maravillándome. Las notas, melancólicas, abrazan la melancolía de lo que se va: de la tarde, de la luz, de la vida. Pronto llegará Álvaro para pasar juntos la Nochevieja: ambos estamos solos, y es mejor pasar esta noche acompañados. Veremos una película en Netflix (ambos somos cinéfilos, y no es difícil encontrar alguna que nos interese a los dos; casi siempre le dejo elegir a él), luego cenaremos algo (incluido un turrón vegano de pistacho que le he comprado ex profeso), sobreviviremos al maremágum de programas de despedida del año en televisión, moderadamente repulsivos, y, por fin, a los golpes del cómitre de la Puerta del Sol, engulliremos las uvas, con la esperanza de no equivocarnos y de no atragantarnos. Ahora, mientras lo espero y escribo estas líneas para despedirme del año, pienso en lo que he dejado atrás para siempre. [He vacilado al escribir esto; lo he borrado varias veces, hasta decidirme por esta forma, algo dramática, pero dolorosamente precisa]. Nunca sabemos cuándo una despedida es definitiva. Nunca sabemos cuándo es la última vez que vemos a alguien, o que le decimos a alguien que lo queremos, o que estamos en algún lugar, o que nos posee un sentimiento. Cada año está plagado de fines que no suponen el fin, pero sí la pérdida de algo que ya no volveremos a sentir, o a tocar, o a querer. Y a todo eso le decimos adiós, sin saber que lo hacemos. Sin embargo, combatimos oscuramente esa certeza imaginando que el destino compensará tantas pérdidas con algo a lo que no quiero llamar ganancias, pero que nos resarza, siquiera fugazmente, del dolor que las separaciones producen. Aparto de la mente la súbita idea de que basta con intercalar una a en la palabra “destino” para convertirla en “desatino”, y pienso en la sonrisa descarnada que me dedicó una desconocida por la calle, en el cariño abrumador con el que me invistieron algunos amigos, en la visión encendida de E. en una penumbra hospitalaria, en un libro delicioso que leí por casualidad, en la interpretación prodigiosa de Ricardo Darín en Escenas de la vida conyugal. Y también pienso en las ocasiones en las que fui yo el que regaló una sonrisa inesperada a alguien que quizá estuviera triste, o se sintiera solo; el que oyó sin prisa y sin juzgar una confesión difícil, si es que hay alguna que no lo sea; el que ayudó a un amigo necesitado, o a un desconocido necesitado; el que escribió un poema que quizá consolara a alguien. Mientras escribo estas líneas voluntariosas y desordenadas, recibo mensajes de guasap, audios, correos electrónicos y hasta llamadas telefónicas —casi desaparecidas ya de nuestra vida: ¿cuándo será la última vez que haga una?— para desearme una feliz Nochevieja y un próspero Año Nuevo (bueno, “próspero” se decía antes; ahora se prefiere duplicar el deseo de felicidad), y yo correspondo a los mensajes de inmediato, no sea que me olvide de hacerlo y ese descuido hiera a quien me quiere lo bastante como para desearme el bien. No está la noche para hacer daño a la gente. De hecho, no está la vida. Pero lo hacemos: los cabrones, deliberadamente; los que solo lo somos a ratos, involuntariamente. El año que está a punto de empezar, empezará con una mañana infinitamente silenciosa, la más tranquila del año, en la que, pasadas unas horas, sonará el concierto de Año Nuevo en Viena y echarán saltos de esquí por la televisión. Luego vendrán más días, más ilusiones y más desilusiones, y uno seguirá caminando, salvo catástrofe, hacia la catástrofe final. Pero no queremos pensar —no quiero pensar— en la oscuridad de la senda ni en la proximidad del precipicio, sino en los placeres que nos aguardan: el cuerpo del amado o la amada, la respiración de los hijos, la promesa de los libros, Albinoni y Rajmáninov, un paseo por el bosque, algún momento de lucidez, alguno también de valentía. Y no padecer reflujo gástrico. Y escribir un poco mejor, desde luego: con más verdad, con menos engreimiento. En el dinero solo quiero pensar —aunque no quiera, en realidad— instrumentalmente, como el medio que me va a permitir disfrutar de todos esos azares que me aguardan, y mitigar con algún licor caro los infortunios que asimismo me esperan. Al diablo el dinero, al diablo el trabajo y al diablo Trump (sobre todo, al diablo el trabajo). Ojalá en este año [Annum Novum Faustum Felicem me acaba de desear un antigua compañera de doctorado, hoy profesora de la Universidad de Barcelona, con la que he retomado la amistad, precisamente, en este año que muere], el aire corra más limpio, y los polos se deshagan un poco más despacio, y la amistad siga sosteniéndome, y y yo continúe creyendo en la poesía, y el amor reviva. Ya es noche cerrada. La próxima luz ya será de un nuevo año. 

jueves, 26 de diciembre de 2024

Gladiator 2: un error monumental

Hace unos días fui a ver con mis hijos Gladiator 2. Ha sido uno de los grandes errores de mi vida (no ir con mis hijos, sino a ver la película). Y, si no ha sido mayor en mi caso, ha sido porque la entrada solo costaba 8,90 euros (precio reducido para mayores de 60 años). Decidimos hacerlo porque los tres admiramos a Ridley Scott, cuya película Blade Runner forma parte de mi parnaso cinematográfico particular, pero que es autor de varios clásicos más del cine, como Alien, Los duelistas, Thelma y Louise y el propio Gladiator, entre muchas otras películas nada despreciables (y el mejor anuncio de la historia de la publicidad: el mítico de Apple, de 1984). Supongo que teníamos la esperanza de que, bajo la batuta del genio del celuloide que es Scott, esta secuela de la de 2000 inaugurase, aunque con veinticuatro años de retraso, una saga cinematográfica tan legendaria como la de El padrino o La guerra de las galaxias. Pero nuestras esperanzas se vieron frustradas al poco de empezar la película, tras la batalla que la abre, resuelta con la épica solvencia que Scott ya demostró en El reino de los cielos o Napoleón. Seré sintético: Gladiator 2 es mala hasta decir basta. Y la culpa no es tanto de Scott, que sigue manejando con maestría y espectacularidad las claves visuales del séptimo arte, sino del guion de la película, que es un perfecto desatino, responsabilidad de un individuo que atiende por David Scarpa. La historia que cuenta Gladiator 2 no se asienta en la de su ilustre predecesora para, desde ahí, crecer con bríos renovados, sino que intenta volver a contar lo que ya contaba Gladiator, aunque mucho peor: los ejes narrativos se repiten, los personajes se repiten, las escenas se repiten, los diálogos se repiten, los tics de repiten, hasta las imágenes se repiten, y no solo algunos fotogramas, como los del héroe subiendo con premura, espada en mano, las escaleras que dan acceso al Coliseo: en plena película se proyectan varias escenas de la original. Este lastre mimético, peor interpretado y mucho peor narrado, impide crecer a la secuela; de hecho, la hunde en la más abyecta condición de secuela: sus personajes no llegan a desarrollarse ni entenderse nunca; la acción es un batiburrillo de sucesos cuyo progreso y razón nunca logran explicarse; y el aire general del film es el de un gigantesco buñuelo (de aire) sin otro propósito que hacernos añorar a cada instante la versión que malamente duplica. El guion, un despropósito que dura lo que dura la película, amontona acontecimientos que aparecen en la pantalla como las setas en otoño, sin fluidez ni motivo discernible, a gran velocidad, pero, y esto es lo más asombroso, también sin ritmo. Gladiator 2 concita la asombrosa paradoja de que todo pase muy deprisa, pero, a la vez, abrupta y lánguidamente. En algunas escenas, esta rapidez arrítmica resulta involuntariamente cómica: al final de la película, los malos —la guardia pretoriana, como siempre, compuesta por 6.000 hombres— se organizan para salir en perfecta formación al encuentro del ejército de los buenos, que marchan sobre Roma, apenas diez segundos después de que su jefe, Macrino, desbordado por los acontecimientos que están teniendo lugar en el Coliseo, les haya dado la orden de que salgan a combatir. (Y todo ese ejército de malos atravesará a caballo Hanno, el protagonista, para enfrentarse a Macrino en singular combate, sin que ni uno solo de sus soldados haga el menor gesto para detenerlo). Toda la trama está plagada de absurdos no ya antihistóricos, sino inexplicables: en las luchas en el Coliseo, por ejemplo, los gladiadores se enfrentan sucesivamente a unos babuinos monstruosos, que abren unas bocas de cocodrilo, con colmillos del tamaño de cimitarras, pero que más parecen personajes de dibujos animados que las criaturas africanas de razonable ferocidad que en realidad son; a un rinoceronte no menos monstruoso, con un cuerno que parece el meridiano de Greenwich, pero inverosímilmente domesticado, y montado por un gladiador también malísimo —como los pretorianos—, a quien el prota asimismo liquida, haciendo gala de una inteligencia prodigiosa que no se ve afectada por el hecho de que el perisodáctilo lo haya arrollado (y mandado a varios metros de distancia, de donde se levanta con admirable indemnidad) y que le permite cegarlo con la arena del suelo del Coliseo para que se estampe mortalmente contra los muros de piedra del coso; y, por fin, a unos tiburones muy malcarados que rodean a las naves de los gladiadores enfrentados en una naumaquia y que se zampan en un santiamén a los desgraciados que caen al agua, abatidos por la espada inexorable de Hanno y sus compañeros (cuando en las naumaquias nunca hubo tiburones, ni siquiera carpas como las del Retiro). Las pifias —por mor del espectáculo, dirán algunos; yo creo que a causa de la ineptitud— son constantes. Tras la batalla con la que empieza la película, Hanno encuentra el cadáver de su mujer flotando en el mar, entre cientos de muertos de uno y otro bando al pie de las murallas, que ya es encontrar, y dos legionarios lo sacan del agua dándole una palmadita en el hombro como quien se va a tomar unas birras con los colegas en la playa. Viggo, el instructor al servicio de Macrino que doma a los futuros gladiadores (también en la versión original, un musculoso pupilo del lanista Próximo, magníficamente interpretado por Oliver Reed, atiza a un Máximo que rehúsa defenderse) golpea varias veces a Hanno (que tampoco quiere defenderse) en la cara con unos guanteletes de hierro con pinchos, y no le deja ni un arañazo. En la pared de piedra de la tumba de Máximo, leemos una de las máximas dignas de recordación pronunciadas por este en Gladiator, grabadas en un perfecto inglés: what we do in life echoes in eternity (‘lo que hacemos en la vida tiene su eco en la eternidad’). El mensajero que le lleva al general de los buenos el mensaje de Hanno para que marchen sobre Roma, llega hasta él atravesando al galope su campamento sin que ni un solo centinela le impida el paso o al menos pregunte la razón de tan intempestiva cabalgada (los ejércitos, en aquella época, eran muy porosos). Y en una escena se ve a unos niños jugando al fútbol, aunque todavía falten 1600 años para que los ingleses inventen ese deporte. Los romanos también conocen el vidrio transparente y el papel (con el que hacen periódicos), usan el opio como anestésico y la catapulta de contrapeso (que no se ideó hasta el siglo XII), y nombran a senadores negros y a senadoras: unas cuantas cosas más que han hecho por nosotros. El trabajo de los actores merece una mención aparte, porque todos son horribles, menos Denzel Washington. Y el más horrible de todos es Paul Mescal, que hace del protagonista. Hacía tiempo que no veía a nadie interpretar tan mal al héroe: Mescal, canijo, indolente, inexpresivo, no suscita ni una sola emoción en el espectador en los 148 minutos de rodaje: se va pegando —y teniendo conversaciones supuestamente enjundiosas, pero que solo resultan ridículas— con unos y con otros, sin que sepamos muy bien por qué lo hace, ni qué pretende con ello, ni a dónde quiere llegar. Para más inri, muy al final de la película nos enteramos de que Hanno es, en realidad, Lucio, el hijo de Lucilla (y, ahora nos enteramos igualmente, de Máximo), que pasa de ser, también cuando Gladiator 2 ya termina, un aguerrido númida blanco que busca venganza por que los romanos hayan matado a su mujer y lo hayan reducido a él a la esclavitud, a un príncipe de Roma que abraza amoroso a su madre, repudiada por haberlo abandonado, un par de escenas después de haberla expulsado a gritos de su celda. Cómo ha llegado Lucio, aquel niño rubio y adorable de la película original, a la áspera Numidia del siglo III d. C., es algo por lo que el guion no se preocupa, ni Ridley Scott tampoco. Lucilla, cuyo papel corre a cargo de la bellísima Connie Nielsen, bastante más fondona ahora que en su primera aventura, no sobrevive a la acumulación de muecas y lloriqueos que le inspiran las desgracias de Acacio, su marido —otro personaje innecesario, interpretado por el chileno Pedro Pascal—, del propio Hanno/Lucio y de los emperadores Geta y Caracalla (a quien es difícil resistirse a la tentación de llamar Caraculo), dos personajes a eones de distancia del sobrio, perverso y atormentado Cómodo de Joachim Phoenix, caricaturescamente repulsivos, dos payasos hiperbólicos, con todos los tics de los malos absurdos, sin matices: rubio uno y pelirrojo el otro, amariconados ambos, vestidos con fastuosa excentricidad e íntegra y gratuitamente crueles, solo preocupados por que nadie atente contra su poder (y Geta, por el bienestar de su mico Dondas, que se le pasea todo el rato por la cabeza y al que nombrará primer cónsul, imitando a un Nerón que había hecho senador a su caballo), pero, a la vez, tan estúpidos que no saben ver que Macrino los manipula groseramente y que no pretende sino acabar con ellos. Y así es: hace que Geta mate a Caracalla, guiando su mano (en realidad, fue Caracalla quien hizo asesinar a su hermano), y luego despacha a Geta por el sutil procedimiento de introducirle un clavo por el oído. Denzel Washington, que hace del lanista Macrino, es el único que se salva de la quema. Su calidad es tanta que ni un guion tan insensato como este consigue que flaquee. De hecho, el único tramo de la película que no me pareció un perfecto dislate y que seguí con algún interés es el que coincide con su transformación de mero tratante de gladiadores en un ambicioso —y malvado— aspirante al trono imperial. La escena en la que se dirige al Senado mientras hace girar, apoyado en un mármol, la cabeza cortada de Caracalla, es, probablemente, la mejor del enorme error que es Gladiator 2. El problema es que su despliegue interpretativo debe ajustarse al desaguisado de la trama y es muy difícil sobrevivir a eso. Todo sucede, como todo lo demás, muy deprisa, y el personaje que hasta entonces había sido artero y contenido se transforma de repente, como un doctor Jeckyll del Lacio, en el emperador in pectore, y no encuentra obstáculo alguno para penetrar en el círculo más íntimo de Geta y Caracalla y liquidarlos a los dos. Y todo ello sin que nunca sepamos cuál es su historia, qué hay detrás de sus decisiones, por qué actúa como actúa. Por suerte, Hanno/Lucio lo apiola en una pelea final tan lamentable como el resto de la película, en la que Macrino le clava repetidamente la espada a Hanno/Lucio, pero no consigue matarlo, porque el peto de este —que es, en realidad, el de Máximo— impide que el acero llegue a la carne. Algo sin duda extraordinario, porque el peto es de cuero. Gladiator 2 solo se salva del cero absoluto por el vigor visual de algunos momentos, por un vestuario y una caracterización refinados, y por el saber hacer, aun en las peores circunstancias, del gran Denzel Washington. Por lo demás, solo puede ser considerada, con mucho, la peor película del no menos grande Ridley Scott.

viernes, 20 de diciembre de 2024

Elogio de la compasión

Navidad, 2024

La compasión es un verbo.
THICH NHAT HANH

Cuando nos compadecemos, volvemos a formar parte del mundo. La indiferencia aísla. Sentir con el otro, sentir al otro, es vivir otra vez. La compasión es una maroma que nos sujeta al muelle de la existencia, que nos impide que nos abandonemos a la derrota de la insensibilidad y la indignidad de la apatía. La compasión nos embute en las tripas del dolor: no es el nuestro, pero reconocemos sus punzadas aciagas; no nos aqueja, pero advertimos la entraña común, el nexo supurante con la angustia que nos taracea. Y la angustia hermana, más todavía, aúna. La compasión derriba las paredes que levantamos cada día, aun contra nuestra voluntad, y, en el paisaje de pronto abierto, funda un nuevo idioma. Con esa lengua podemos hablarle a la oscuridad, o arrumbar una cárcel, o resucitar al que ha muerto. Compadecerse es abrir una puerta que no sabíamos que existía y descubrir que, en efecto, no existía, pero que nos ha dado paso a otra claridad. Nos compadecemos porque nos acordamos de que hemos estado solos, de que hemos sido débiles, de que ya no recordábamos a quienes habíamos amado. Alrededor solo había silencio. Sin embargo, la compasión suena: a luz, a piel mojada, a misericordia. Aquellos parajes abisales, erizados de desamparo, se poblaban, de repente, de ferocidades. Alguien sonreía, con el gesto tibio de una enfermera o la bondad ácida de una puta. La compasión estaba en la renuncia: un instante floral, una acción cuya turbulencia sosegaba. No requiere más: solo la conciencia de que nos atan los mismos nudos, y de que el sufrimiento es el sufrimiento de todos, y de que mis manos, hoy, pueden ser las manos de otro, de todos, mañana. Por eso ha de embastarse en las horas y beberse como aguardiente. Por eso restalla como la orquídea y desconcierta a la crueldad. La compasión es accesible: solo hay que escuchar las miradas férreas que revolotean a nuestro alrededor y desclavar sus llamadas de socorro. Solo hay que revocar el yeso con que hemos encalado la casa de la humillación. La compasión entiende al mudo y al analfabeto, al extranjero y al exhausto, al que no puede olvidar y al que ha sido olvidado. La compasión nos entiende a nosotros. Entra como una flecha sin dardo, como un alud inaudible, como un eclipse que deslumbra, desgarra el velo y la desnudez, y se siente cuando todo se ha hundido —hasta nosotros—, cuando el hundimiento se ha convertido en la única realidad comprensible. La compasión sostiene: a quien se emborracha con ella y a quien la da a beber. La compasión restaura el mundo enlodado por el hachazo del poderoso, por la perseverancia de la sordidez, por el hambre y el infundio, por la negrura de los pájaros que anidan en los huesos, por el descarrío del latrocinio, por la estupidez. La compasión es una gran polea o un gran cartabón que devuelve lo extraviado a su lugar áureo, a su cielo exacto. La compasión es necesaria como el agua y, cuando la sentimos venir, cuando percibimos que se yergue como una ola o una hoja, hemos de aflojar los cabos y abrir las compuertas para que no muera, desangrada, donde ha nacido. Nos sujeta, sí, pero también nos libera: hacia dentro, donde los caminos son tiempo. La compasión, fuerte como una condena, nos redime del castigo. Cuando nos compadecemos de alguien, de nosotros mismos nos compadecemos. Pero esa no es su razón. La compasión dialoga con la maldad y la derrota. Sin saña. Como si apagara una llama que nunca debería haberse encendido. Como si lamiera la herida. Como si no hubiese un aquí y un allá, un yo y un lo otro, un algo y una nada. Algo distante se cose con ella. Al pronunciarla, se reduce una fractura. Lo inexplicable encuentra razones. Ya no hay desierto: solo arena que nos cimienta. Y muérdago coronándonos. Y fraternidad, al fin.

sábado, 14 de diciembre de 2024

Memoria material, de Susana Pozo

Hacía tiempo que no asistía a ninguna inauguración de una exposición de pintura. De hecho, he ido a muy pocas en mi vida. Acudo hoy al opening de Memoria material, de Susana Pozo, pintora y fotógrafa, que se celebra en la sala H2O de Barcelona. Pero antes hago tiempo en el bar Canigó, tomándome un té y leyendo al maligno (consigo mismo y con los demás) Jesús Pardo de Autorretrato sin retoques en uno de los pocos cafés antiguos de verdad que quedan en Barcelona; y en la librería Taifa, donde me hago, por no demasiado dinero, con sendas primeras ediciones de Vicent-Andrés Estellés —lo celebro por ser este el año de su centenario— y de Andrés Sánchez Robayna —Fuego blanco—, entre otros títulos merecedores de atención (y de dispendio). Luego remonto la misma calle Verdi en la que se encuentra la venerable librería del inolvidable José Batlló y llego pronto a la galería de arte. He de acelerar el paso, porque se ha puesto a llover con fuerza. Cataluña ha atravesado dos años de sequía, pero ahora, cuando llueve, diluvia. No obstante, asistir empapado por la lluvia a una exposición en una sala llamada H2O no deja de tener una cosquilleante coherencia. Me recuerda a aquella ocasión en la que presentaba yo el último número de una revista llamada Agua —murciana o cartagenera, ya no recuerdo, y desaparecida hace años— y su directora, a mi lado en la mesa de los presentadores, derribó en el tablero la botella de agua que nos habían dado los organizadores: hube de hacer mi presentación contemplando primero cómo los regueros de Font Vella serpenteaban por las mesa, amenazando a los papeles, y cómo luego se precipitaban por el canto en el que estaba yo sentado, amenazando mi entrepierna. La sala H2O es un espacio elegante pero austero y hasta draconiano: no hay un cubo donde dejar los paraguas, que acaban amontonados en la breve trastienda de la cocina, y tampoco sillas. Bueno, solo una, alta, en esa misma cocina que funge de refugio de paraguas calados, pero esa no cuenta a los efectos que me interesan. El resto de la sala es un espacio diáfano, de paredes blancas, que, desde luego, no está pensado para que descansen una persona mayor o unos pies doloridos. En la cocina tampoco hay nada prometedor: solo muebles negros y alguna cacerola olvidada. Ni rastro de aquellos pingües aperitivos —canapés, cava, ¡croquetas!...— que las películas de Hollywood nos han inculcado que son consustanciales a inauguraciones o happenings. En la otrora materialmente opulenta Barcelona prevalece hogaño una templanza luterana. Memoria material  —que invierte, no sé si deliberada o inadvertidamente, el título de uno de los mejores libros de José Ángel Valente, Material memoria— reúne obras pertenecientes a tres series autónomas: Naturalia, Cossos votius [Cuerpos votivos] i L’ull buit del temps [El ojo vacío del tiempo]. Son autónomas, sí, pero todas revelan una coherencia fundamental: la que les otorga su carácter térreo, matérico, de un figurativismo sinuoso, en el que las realidades pintadas parecen sumergirse en remolinos ocres, compuestos de piel, barro y enigma, como si el fondo en el que se subsumen envolviera, hasta casi tragarse, lo que dice la pintora para luego volver a parirlo, transformado por ese viaje abrupto y entrañado. Las obras reunidas en la exposición participan de un singular tenebrismo, en el que los negros zurbaranescos han sido sustituidos por pardos y tostados mediterráneos, que rozan lo anaranjado, con algunas cuchilladas blancas, los cuales les otorgan una viveza paradójica, casi geológica. En las tres series aquí dispuestas, se reconocen motivos vegetales, animales y humanos, que descuellan en la animosa borrosidad de las piezas: mariposas, jarrones, tortugas, manos, cuerpos. Algunos de estos motivos se repiten como variaciones de un mismo tema, con una insistencia chamánica. Muchos cuerpos aparecen en recuadros de madera —los que enmarcan el propio cuadro u otros más pequeños dentro de él—, aislando el movimiento de cada uno del resto de la pieza, y de las demás piezas de la exposición, como si cada organismo fuese una pieza desgajada de un impulso colectivo o cósmico. Y los cuadros más grandes a menudo aparecen también rodeados por otros más pequeños, de su misma textura o propósito: se configuran, así, lacónicas constelaciones de planetas envueltos por satélites u óvulos prestos a la inseminación, en un diálogo plural entre lo que está dentro y lo que está fuera, entre los que se mueve y lo que no puede salir(se) de su(s) casilla(s), entre el cosmos y la soledad. El trazo de Susana Pozo es siempre perceptible, denso, repujado; el grumo de los pigmentos se multiplica y entrelaza hasta alcanzar una totalidad uniforme y a la vez inasible, como la arcilla. Y su pintura palpita con la espesura de la tierra, permeada de gestos, de perfiles dinámicos pero aislados, de siluetas que recuerdan, por un momento, al simbolismo radical de las cuevas de Lascaux o Altamira, a las arcaicas representaciones de vírgenes o atletas. De todas estas elucubraciones me arranca, primero, un trueno ensordecedor que deja temblando las paredes de la sala, y, después, una gota, mucho más discreta pero no menos molesta, que me cae, con precisión de francotirador, en la punta de la nariz: H2O tiene goteras, una nueva y aún más sorprendente manifestación de coherencia. Lastimosamente, la lluvia que cae impide utilizar el patio trasero de la sala, que exhibe una vegetación exuberante en la que distingo un magnolio, un limonero y una palmera catedralicia, y de cuya ordenada maraña escapa el vapor expulsado por la chimenea de la calefacción. Cuando he llegado, he coincidido con alguien que me ha saludado por mi nombre, pero a quien, pese a que su cara me sonaba, no he reconocido. Y ahora, otra vez, ese desconocido que me conoce y yo salimos juntos por la puerta. Y los dos nos perdemos entre las sombras húmedas de una noche ya cumplida.

domingo, 8 de diciembre de 2024

Presentación de Ser de incertidumbre 1994-2023 en Barcelona

El próximo viernes, 13 de diciembre, a las 18.30 h., presentaré mi poesía reunida, Ser de incertidumbre. 1994-2023, en la Ateneu Barcelonès (c/ Canuda, 6, Barcelona), en un acto coorganizado por la asociación El Laberinto de Ariadna y la Asociación Colegial de Escritores de Cataluña (ACEC), a todos los cuales agradezco su interés y su hospitalidad. Me acompañará en el acto el filólogo, poeta, escritor y amigo Jorge León Gustà, con quien sostendré un diálogo sobre el libro y mi forma de entender la escritura y la poesía. Este acto será la repetición, en mi ciudad natal, del que ya hice en Madrid, en la librería Enclave de Libros, el pasado 4 de octubre. En Ser de incertidumbre recojo toda la poesía que he escrito desde que me inicié en este atribulado oficio —salvo un primer cuaderno, titulado Razón de ser, que no me ha parecido digno de incluirse— en tres volúmenes: el primero, La respiración del mundo. 1994-2007, abarca desde Ángel mortal hasta Cuerpo sin mí; el segundo, La voz de la herida. 2008-2017, desde Seis sextinas soeces hasta Muerte y amapolas en Alexandra Avenue; y el tercero y último, La soledad. 2018-2023, desde Mi padre hasta Hombre solo, más una sección de poesía inédita o dispersa (en revistas o libros colectivos), los prólogos y epílogos de mis libros, escritos por mí o por otros autores, y una bibliografía. Toda poesía completa —o reunida, como en este caso— tiene algo de mausoleo, pero yo confío en que no se limite a cumplir esa luctuosa función, sino que devenga algo vivo y presente, como he querido que fuese siempre los versos que he escrito.

El libro se ha publicado en la editorial Dilema, la única de Europa, que yo sepa, con una colección en la que solo se publican poesías reunidas o completas, dirigida por el también poeta y crítico Antonio Ortega. Estos son los enlaces de los tres volúmenes en la editorial Dilema: 

https://www.editorialdilema.com/poesia/ser-de-incertidumbre--1994-2023---tomo-i.asp

https://www.editorialdilema.com/poesia/ser-de-incertidumbre--1994-2023--tomo-ii.asp

https://www.editorialdilema.com/poesia/ser-de-incertidumbre--1994-2023--tomo-iii.asp

Y estos son los enlaces de los convocantes del acto:

El Laberinto de Ariadna:  https://ariadna-web.org/acto/eduardo-moga-ser-de-incertidumbre-poesia-reunida-1994-2023/

ACEC: https://www.acec-web.org/cat/ARTICLE.ASP?ID=6108reunida-1994-2023/