El fisioterapeuta siempre me había parecido una figura abstrusa y lejana. Sobre todo, lejana. Eso de que tuvieran que removerte los huesos (algo que antes hacían los osteópatas, una especialidad que ha caído en el olvido) se me antojaba propio de los ancianos y los deportistas profesionales, ambos castigados por una vida de sacrificio. Y yo no era, todavía, un viejo ni sería nunca un deportista profesional. Pero ahora que he alcanzado una edad incipientemente provecta (el adverbio "incipientemente" me recuerda siempre los exámenes médicos que nos hacían en el colegio, que decían, sin fallar uno, que tenía los pies "incipientemente planos"), el fisioterapeuta se ha convertido en un acompañante fiel. De momento, ya me ha atendido por un codo de tenista (que alguien que nunca ha sido ni será deportista profesional desarrolle un codo de tenista, es uno de los misterios de mi vida; aunque no, no lo es: solo fue la consecuencia de mirar la tele [o Netflix] todas las noches, tumbado como los romanos en el sofá, con la cabeza apoyada en un brazo: se conoce que el máximo sedentarismo de Eduardo Moga tiene las mismas consecuencias que los máximos logros de Rafa Nadal), una muñeca estropeada (por una caída en una playa de guijarros de la Costa Brava a la que me llevaron mis hijos, que querían que experimentara no las comodidades burguesas que siempre persigo, sino los placeres de una cala salvaje; y vaya si los experimenté) y ahora una tendinitis en un dedo de la mano. Esta tendinitis ha vuelto a demostrar que, si uno se esfuerza lo suficiente, siempre puede convertir un pequeño contratiempo en un gran problema. Porque la dichosa tendinitis empezó siendo una leve molestia en la base del dedo corazón de la mano derecha, con la que manejo el ratón del ordenador. Este manejo reiterado (todas las tendinitis, al parecer, se producen por repetir muchas veces el mismo gesto), con el que mantenía el dedo crispado, afectó al tendón y me llevó a buscar en una farmacia especializada en ortopedia (para ganar tiempo: que me viese médico del seguro me habría llevado bastantes días; ah, cuánto daño ha hecho, y sigue haciendo, la necesidad de retribución, o de cura, inmediata) el remedio para mi mal. La férula que me recomendaron, demasiado corta, me sentó como un tiro: no solo no resolvió el problema, sino que lo agravó. Cuando me la retiré, el dedo parecía una morcilla y apenas lo podía mover. La breve tendinitis del principio se había convertido en una tendinitis de caballo, y eso que los caballos no tienen dedos. Y ahí entró en acción Antoni, mi fisioterapeuta, un hombre joven y dinámico que atiende en un consultorio inmaculado, en una de las principales vías de la ciudad. Antoni, como todos los fisioterapeutas, tiene algo de médico y algo de torturador, algo de masajista y algo de verdugo, algo de sacerdote y algo de demonio. Antes de empezar, te pregunta siempre si estás preparado, como si fueras a acometer una misión difícil en las profundidades abisales o en el espacio exterior. Es una pregunta inquietante, pero que uno deja pasar, probablemente pensando en el alivio que sentirá luego. A continuación, Antoni se esfuerza por relajar la tensión que la pregunta haya podido causar en ti. Tiende una sábana de papel en la camilla en la que practica sus habilidades (decir "ejecuta sus habilidades" habría sido seguramente más preciso, pero también más alarmante) y te ordena suavemente que te tumbes. Te pone en cojincillo debajo de los pies para que estés más cómodo (y quizá también para que la sangre no se vaya a la periferia del cuerpo y te ayude a soportar el castigo que está por llegar) y se sienta tranquilamente a tu lado. Todo es sosegado y pacífico en esta primera fase, incluso en los primeros momentos en que te coge la mano y la palpa y escruta, como si acariciara a un gato. Pero, sin solución de continuidad, Antoni empieza a hurgar. Y hurgar quiere decir apretar, estirar, retorcer, doblar. Es sorprendente el número de huesos, huesecillos, tendones, cartílagos, nervios, venas y articulaciones que participan en el movimiento de un dedo, de un simple dedo. Y todos ellos duelen si se les aplica la presión o la torsión adecuadas. Aunque, desde luego, el que más duele es el directamente afectado, el dedo corazón. Tanto Antoni como yo sabemos perfectamente dónde está el máximo punto de dolor: Antoni solo tiene que oprimirlo ligeramente para que yo gima (o incluso grite, cuando el dolor supera mi deseo de preservar la dignidad). No lo hace a menudo, sino que se esfuerza por mejorar todo cuanto rodea a ese punto aflictivo, aunque mejorar signifique atormentar: por el dolor a las estrellas, podría ser el lema de los fisioterapeutas, remedando el senequiano per aspera ad astra: por las dificultades a las estrellas. En el caso de los fisios, la frase estaría doblemente justificada, porque no solo se llega a un lugar elevado y mejor gracias a la manipulación, sino que gracias a la manipulación ve uno las estrellas. Me admira también el autocontrol con el que trabaja Antoni. Uno tiene siempre la impresión de que, con apenas un giro de la mano, podría partirte todos los huesos de la tuya. Y, cuando está forzando una articulación, cosa que, por desgracia, sucede muy a menudo en nuestras sesiones, sé que, un milímetro más allá, la articulación ya no estaría forzada, sino rota. Y todo eso Antoni lo hace sin ver, realmente: ve la mano, el exterior recubierto de piel (y algunas venas protuberantes), pero no los órganos sobre los que trabaja, no los objetos que manipula, ni, por lo tanto, el efecto que tiene esa manipulación. Aunque su ceguera es muy distinta de la mía: él ve más allá de las cosas, como si tuviera rayos infrarrojos en las manos; yo veo más allá del mundo, porque veo las estrellas. A veces, Antonio no tiene bastante con sus herramientas naturales —con sus manos— y ha de recurrir a garfios específicos de su profesión, que no puedo evitar que me recuerden a los bisturíes y berbiquís (y otros espeluznantes aparatos, cuya función prefiero ignorar) que se despliegan ante nosotros cuando, en las películas, un malo torturador, valga la redundancia, abre el maletín en el que lleva el instrumental. En concreto, Antoni usa uno, muy fino y rematado en curva, como un báculo en miniatura, con el que trabaja "a más profundidad", como se preocupa por indicarme. Sus explicaciones no siempre me tranquilizan. Pero Antoni no solo me aclara, durante la sesión, lo que hace, sino que también se deja llevar, entre melancólico y excitado, por el recuerdo de su último viaje o de su última excursión en kayak. Aunque tampoco estoy seguro de que lo que me cuentan los profesionales mientras trabajan me ayude a relajarme, sin duda prefiero los relatos de Antoni a los de los cirujanos que me operaron de fimosis (hace muchos años, pero no lo he olvidado), que hablaron del último pollo que habían trinchado (algo ciertamente preocupante, considerando lo que tenían entre manos), o de las dermatólogas que me quitaron una verruga peligrosa de la espalda y que aprovecharon la ocasión para intercambiar confesiones sobre los novios respectivos, como si no tuviesen en la camilla a una persona que oía y entendía, sino una tabla de planchar. Cuando la sesión acaba, no puedo reprimir el alivio. Ni Antoni tampoco, supongo. Pero el dedo está mejor: menos hinchado y más flexible. Y, lo que es más sorprendente, no me duele. Aquí también procedería aquel gran verso de Pepe Hierro: "Llegué por el dolor a la alegría". Los hierros de Antoni, y su minuciosa habilidad, han obrado el milagro. Pago sin dolor y me llevo un par de sugus de su mesa. La próxima sesión no es hasta la semana que viene. Alabado sea el Hacedor.
Corónicas de Españia. Blog de Eduardo Moga
Epéntesis (Del lat. epenthĕsis, y este del gr. ἐπένθεσις, intercalación): 1. f. Fon. Figura de dicción que consiste en añadir algún sonido dentro de un vocablo; p. ej., en corónica por crónica y en tendré por tenré.
martes, 8 de abril de 2025
miércoles, 2 de abril de 2025
Los catalanes y la esclavitud
El ayuntamiento de Barcelona, siempre partidario de las buenas causas, ha organizado en el Museo Marítimo de la ciudad una exposición sobre la participación de los catalanes en el infame negocio de la esclavitud, y acudo hoy a visitarla en compañía de mi buen amigo Juan Carlos. La exposición, titulada “La infamia”, es breve, casi mínima: apenas cuatro salas, no muy grandes, en el vasto espacio del Museo, que habría dado para alojar mucho más material. Parece una iniciativa realizada para acallar una mala conciencia histórica antes que para dar a conocer, con una largueza condigna de la magnitud de la tragedia, una realidad secular y atroz que supuso la vejación, la tortura y la muerte de millones de personas, en la que, en efecto, participaron muchos más catalanes de los que se nos había dicho hasta ahora. De hecho, ese parece ser el interés primordial de esta exposición: identificar a los catalanes que, como capitanes de los barcos negreros o empresarios que compraban y vendían esclavos, se lucraron —en muchos casos, se hicieron millonarios— con aquel comercio inmundo, y que habían permanecido siempre en la sombra o, mejor aún para ellos, en el anonimato. (Los catalanes se incorporaron tarde al tráfico de esclavos: en 1789, en el Río de la Plata, y, a partir de 1810, en Cuba; no obstante, compensaron esta incorporación demorada con una eficacia propia de su reconocida laboriosidad). Por eso numerosas cartelas e inscripciones en los paneles de las salas —impregnadas de lenguaje no discriminatorio: hablan de “personas esclavizadas”, no de “esclavos”, y son poco asépticas: a menudo no pueden reprimir la indignación— los enumeran: los nombran. Y así surgen apellidos muy reconocibles en la sociedad catalana: Vidal, Riera, Freixas, Rovirosa, Manegat, Roig, Milà y un largo etcétera, encabezados todos ellos por el tristemente famoso Antonio López y López, marqués de Comillas (título que le fue otorgado por Alfonso XII en 1878), que obtuvo pingües beneficios con la compraventa de negros en Cuba, y que fue uno de los promotores del Círculo Hispano Ultramarino, lo más cercano que ha habido a un partido negrero en España. Siendo López vicepresidente de ese abominable Círculo (y Juan Güell, el del park, presidente), se nombró socio de honor al periodista y escritor José Ferrer de Couto, autor de un libro prolija y reveladoramente titulado Los negros en sus diversos estados y condiciones, tales como son, como se supone que son y como deben ser (del que la exposición muestra un ejemplar de la segunda edición, de 1864), que representaba muy bien las ideas del Círculo y del propio López. Sostenía que a los africanos no podía hacérseles mejor favor que “arrancarlos de los altares del Demonio y trasplantarlos a tierras cultas donde al fin alcanzaban el conocimiento de Dios y de la vida social, por los caminos de la religión y el trabajo". El tal Ferrer ni siquiera utilizaba la palabra “esclavitud” para referirse a aquel horror. Prefería llamarlo “institución organizada del trabajo forzoso de negros”. La estatua que se le erigiera a Antonio López en 1884, obra de Frederic Marés, y que desde 1940 —gracias a Franco, siempre promotor de toda suerte de esclavitudes— presidía la plaza homónima de Barcelona, fue beneméritamente retirada por el ayuntamiento en 2018 y hoy descansa en un almacén municipal. Del insigne empresario, banquero, senador, grande de España y negrero, “La infamia” recoge uno de los muchos óleos que se le dedicaron, de 1881, en el que aparece con barba cuidada, levita negra, la mano napoleónicamente en el pecho y, en general, un porte distinguidísimo, y también una fotografía de cuando la grúa del consistorio retiró su escultura, asimismo egregia, pero inevitablemente cagada de palomas. La exposición se abre con otro óleo, de la reina María Cristina y Alfonso XIII niño, vestido de niña, como se hacía entonces con los varones de alcurnia, destinados a importantes hitos futuros. El cuadro data de 1888, el año de la primera Exposición Universal de Barcelona, muchas de cuyas obras y edificios, como el Gran Hotel Internacional o la propia estatua de Antonio López, fueron financiados por el capital obtenido con la ignominia de la esclavitud. (Recuerdo haber pensado lo mismo cuando vivía en Londres y paseaba por sus calles repletas de magníficos palacios: tras las fachadas con columnas, las pulquérrimas pizarras y los mármoles de Carrara, latían la esclavitud, la explotación colonial y la piratería). “La infamia”, pese a su laconismo, aporta datos reveladores: entre los siglos XVI y XIX, doce millones y medio de personas fueron esclavizadas y trasladadas por los poderes coloniales de África a América. España contribuyó vigorosamente a este abyecto tráfico de seres humanos desplazando y sometiendo a un millón de esclavos. La travesía desde los puertos del África Occidental, donde se concentraban la mayor parte de los esclavizados por los árabes y los europeos (y por no pocos jefes tribales africanos), y donde los catalanes tenían numerosas factorías —así se llamaba a los enclaves en que se los encerraba hasta que pudieran ser embarcados en las goletas y bergantines que los transportaban—, hasta las costas americanas, donde eran vendidos a comerciantes especializados o en pública subasta, duraba entre dos y tres meses. Las condiciones de este viaje eran tan atroces que se estima que entre un 10 y un 25% de la carga moría, por enfermedad, maltrato o inanición. Los esclavos, cargados de cadenas, eran amontonados en las bodegas, pero no al buen tuntún, sino científicamente, aprovechando el menor espacio para situar los cuerpos, de forma que no quedara ni un centímetro cuadrado de la siempre húmeda tablazón sin carne humana. Algunos planos de varios barcos negreros, como el francés, de encantador nombre, La Marie Séraphique, reflejan muy bien la disposición de los esclavos como piezas de un tenebroso tétrix, encajados y alineados sin compasión, igual que ladrillos en una obra. Comparados con cómo iban aquellos desventurados, nuestros viajes diarios en los atiborrados Ferrocarriles de la Generalitat (o, peor aún, en los Cercanías de Renfe) son un modelo de desahogo y comodidad. La exposición también despliega algunos de los muchos instrumentos que los traficantes utilizaban para controlar a los esclavos, y que, vistos así, desnudos, férreos, cercanos, ponen los pelos de punta: esposas, tobilleras, látigos, grilletes. “La infamia” aporta igualmente algunos ejemplos de control ideológico, es decir, de esos otros instrumentos, quizá más importantes todavía, necesarios para convencer a todo el mundo —desde los propios esclavos hasta la opinión pública— de los beneficios de la esclavitud: por ejemplo, libros que justificaban la peculiar institution, como la llamaban los esclavistas estadounidenses —el libro de Ferrer de Couto es uno de ellos—, obras cómicas y populares que presentaban al negro sonriente y pintoresco, sometido a la superior inteligencia del blanco, como El negrito aplicado o las aventuras de Tintín en el Congo, o algunos de los productos, de consumo masivo, que explotaban el simpático exotismo del negro, como los legendarios Conguitos (de los que yo me he inflado de niño, sobre todo cuando iba a ver películas al cine del colegio los sábados por la tarde; una bolsa valía un duro). Al llegar a Cuba, donde se concentraba buena parte del tráfico negrero español, los esclavos se destinaban al servicio doméstico de los burgueses peninsulares y criollos, y al trabajo en los cafetales e ingenios azucareros de la isla. Estos ingenios eran haciendas coloniales que funcionaban con mano de obra esclava. El más grande y famoso era el “Flor de Cuba” —otro nombre delicioso—, fundado en 1838 por la familia Arrieta, en el que, a mediados del siglo XIX, penaban más de cuatrocientos esclavos negros. Cuba era entonces el primer productor mundial de azúcar: la isla estaba recorrida de ingenios —en 1860 se contaban 1365—, y en todos el trabajo era esclavo (menos el de sus dueños y capataces y sus familias, y el de los muchos chinos que también se dejaban allí la piel, aunque estos recibían un salario; en el “Flor de Cuba”, por ejemplo, había casi doscientos de ellos). La esclavitud contó con el apoyo de la monarquía española desde que la iniciaran los portugueses en sus colonias, a principios del siglo XVI, y la exposición recoge, a título de ejemplo, una real cédula de 1804 por la que se prorroga lo dispuesto por Carlos IV en 1789 para el fomento de esclavos en las colonias americanas. Pero también están aquí los nombres (los nombres son muy importantes en esta muestra) de algunos de los principales abolicionistas catalanes, como Clotilde Cerdà o Antoni Bergnes de las Casas, cuya labor contribuyó a que la esclavitud —tras la muerte del escalofriante Fernando VII, hijo de Carlos IV— fuera definitivamente abolida en todos los territorios bajo soberanía española, como Puerto Rico, en 1873, y Cuba, en 1886 (los últimos de todos en acabar con la esclavitud, igual que habían sido los primeros en empezarla, fueron los portugueses: en Brasil, en 1888). En la España peninsular, ya lo había sido en 1837, aunque, curiosamente, no por una ley, sino por la publicación en la Gaceta de Madrid, el BOE de la época, del dictamen de una comisión legislativa. Al otro lado del Atlántico, este hito civilizador no llegaría hasta muchas décadas después, y se entiende: no era cuestión de acabar con un negocio tan próspero.
jueves, 27 de marzo de 2025
El urólogo
jueves, 20 de marzo de 2025
Elogio del que no quiere tener razón
jueves, 13 de marzo de 2025
Paisajes telúricos, de Christian T. Arjona
viernes, 7 de marzo de 2025
Algunas reseñas: Andrés Sánchez Robayna, Miguel Sánchez-Ostiz, Pedro Luis Casanova
LUZ NEGRA
Andrés Sánchez Robayna (Las Palmas, 1952) es un poeta de la luz. Sus versos analizan, con esmero minucioso, las formas de la transparencia, los latidos del fuego, las fulguraciones del día y de la noche. La omnipresencia de la luz simboliza la omnipresencia de la naturaleza: del cuerpo del mundo. Sánchez Robayna ausculta el mar, y el vuelo de los pájaros, y las asperezas de la tierra, y dice esos accidentes en sus poemas. Sin embargo, su poesía no canta la mera presencia de las cosas, ni se limita a describirlas: no se conforma con pintar la realidad cognoscible, sino que cifra en esa realidad cuanto es inaccesible, cuanto excede sus límites o cuanto los refuta, pero no por ello es menos verdadero. Para Sánchez Robayna, lo visible es trasunto —o encarnación— de lo invisible: diciendo lo primero, averigua, desvela lo segundo. En el poema x de Por el gran mar (2019), consigna esta antitética simbiosis, que encapsula el meollo de su obra: «Como el pintor que pinta tan solo lo que ve, / pero pinta también el ser entre las cosas, / es decir, atraviesa lo visible / por encima de todas las formas que limitan / la visión, y se entrega, y lo invisible, entonces, / muestra su realidad, del mismo modo / unas pobres palabras, en su solo latido, / traspasan la materia del mundo, y en nosotros / el mundo reaparece (…) / con palabras que funden lo oculto y lo visible / y en la unidad anudan oscuridad y luz». Ninguna imagen plasma mejor esta polémica dualidad que el oxímoron de «la luz negra» —así se titula, por cierto, uno de los libros de ensayo del poeta, Luz negra, publicado en 1985— que concibió el salmista: «Si pensara esconderme en la oscuridad, o que se convirtiera en noche la luz que me rodea, la oscuridad no me ocultaría de ti, y la noche sería tan brillante como el día. ¡La oscuridad y la luz son lo mismo para ti!», traducen Reina y Valera (Salmos, 139, 11-16); «oscuridad como luz», sintetizó Valente. La negrura y la claridad se funden en la poesía de Sánchez Robayna como expresión de la concordia oppositorum a que aspira todo poeta que pretende restaurar el ser roto por el nacimiento, arrojado por el nacimiento a una existencia dolorosa e incomprensible. Sus versos abundan en manifestaciones de esta paradoja que, como toda paradoja, es unitiva, es decir, sanadora: «lámpara de oscuridad», «luz oscura», «llama oscura», «alba oscura», «arder oscuro», «noche engendrada por la luz», «un sol negro alimenta la noche», «rayos de tiniebla», «el sol brillaba en plena oscuridad», «fuego negro», «relámpago negro», «las aguas de la noche fulguran», «en lo oscuro la llama alumbra la noche».
La visión de Sánchez Robayna es cósmica, y su aliento, existencial. El poeta aúna, en una compleja pero delicada urdimbre de símbolos, el paisaje y el ser, lo tangible y lo impalpable, la palabra y el mundo. Y comprende cuanto ve como un todo: todo está conectado con todo. Cada cosa es el origen de las demás cosas. Todo es, pues, semilla. «¿Afuera no es adentro, adentro / afuera, y todo / espacio, un solo fundamento?», se pregunta en un poema de Inscripciones (1999). En ese espacio único, en ese todo que el poeta comprende al modo de los místicos —en el poema «Sepulcro de Juan de la Cruz», de La sombra y la apariencia (2010), leemos: «No fuiste para ver, / sino para no ver. // Solos, en la mañana, / tu soledad y tú. // Corría el aire suave. / Oscuridad, tu luz»—, sin atender a las solicitaciones de la inteligencia, sino por la vía de la renuncia y el alumbramiento, como revela con la reivindicación de «la nube ilimitada del no saber», palpitan con singular desgarro el tiempo, la muerte y la nada, la tríada fatal que empuja al poeta en busca del consuelo en la aprehensión esencial de las cosas y el gozo redentor de la palabra. Sánchez Robayna escribe poemarios viajeros —a Grecia, a México—, en los que el viaje no es solo físico, sino también espiritual, y otros, autobiográficos, como El libro, tras la duna (2002, 2019), en los que refiere, con versos a menudo endecasílabos y una adjetivación tenazmente iluminadora, los hechos de una vida que ya se percibe adentrada en el tiempo, pero que aún se aferra a la voluptuosa presencia del paisaje, al sensual cuerpo de la luz; que aún crepita en verbo. Descuella aquí una tamizada melancolía y una acusada inquietud social, con evocaciones del mayo del 68 francés, la estancia del poeta en la cosmopolita Barcelona de los 70 o la muerte de Franco.
En el cuerpo del mundo, la poesía completa de Andrés Sánchez Robayna, constituye un organismo perfecto, que reproduce, con un verbo en el que se alían la tiniebla y el resplandor, la turbulenta perfección del mundo.
[Andrés Sánchez Robayna, En el cuerpo del mundo. Poesía completa, Madrid, Galaxia Gutenberg, 2024, 456 pp.]
GEOGRAFÍA DE LA DESILUSIÓN
Geografía de la ventura (Antología), de Miguel Sánchez-Ostiz (Pamplona, 1950), recoge una amplia muestra de la obra poética de un autor al que se conoce, sobre todo, como novelista. Sin embargo, Sánchez-Ostiz escribe poesía desde antes de escribir novelas (y diarios y ensayos): su primer poemario, Pórtico de la fuga, se publicó en 1979; su novela inaugural, Los papeles del ilusionista, en 1982. Y ha seguido haciéndolo hasta hoy mismo, aunque con un gran lapso editorial entre 2001 y 2016, en el que solo vio la luz un libro de versos, Deriva de la frontera, en 2012. El hecho de que se haya mantenido fiel a una pequeña (pero excelente) editorial navarra, Pamiela, para publicar su poesía (y también todo lo demás desde 2010) acaso explique el escaso eco que ha tenido hasta el momento; una falta de repercusión que la antología publicada por Bartleby, con la edición y el atinado prólogo de Alfredo Rodríguez, pretende reparar.
Que el título del primer y el último volumen de la poesía de Sánchez-Ostiz, como sendas columnas que sostuvieran un arco temporal y creador de casi medio siglo, aludan a la huida, y que el de muchos de los libros que se suceden entre ambas columnas lo hagan al viaje (El viaje de los comediantes, Travesía de la noche, Un paseante solitario, Carta de vagamundos, Aquí se detienen, Deriva de la frontera, Fingimientos y desarraigos), es más que revelador: es definitorio. La poesía de Miguel Sánchez-Ostiz documenta un profundo malestar —existencial y social— cuyas vías de escape, o de mitigación, son la huida, que siempre supone un viaje, exterior o interior, y la escritura, que es otra suerte de viaje, a menudo no menos aventurado que el físico.
Geografía de la ventura transpira amargura. El poeta lamenta, sin darse tregua, un abrumador catálogo de calamidades y tristezas, que pueden sintetizarse en una, tan antigua como el mundo: la decadencia de las ilusiones primigenias, el ajarse de los sueños en el perfil pedregoso del tiempo, el hundimiento de las esperanzas en el pozo de la realidad. La antología es un compendio de melancolías. Deplora las oportunidades perdidas, los amigos extraviados, la corrosión de la soledad, las bellezas extintas, las frustraciones, injusticias y humillaciones, los reinos devastados, los ocasos y desmoronamientos, las derrotas cotidianas, los conflictos que estragan el cuerpo y el espíritu, la muerte inevitable. Sánchez-Ostiz enumera los presagios «de la oscuridad/ que desde siempre te habita»; dice de un viajero que «cree poseer tantas cosas [pero que no] posee ni una sombra de alegría»; identifica, en «Mirador de las sombras», «el vasto reino/ de la desesperanza»; se propone, en «Los lujos del poeta caricato», «ir a la oficina de objetos perdidos/ a reclamar tu alma olvidada»; y, en fin, se confiesa en «Fuga de Lord Byron» hastiado «del menú indigerible del tiempo». El único lenitivo para la cohorte de adversidades que describe Geografía de la ventura es el recuerdo de una infancia promisoria y feliz.
El dolor y la desolación signan, pues, esta poesía de corte moral y tono narrativo, cultivadora de los motivos barrocos —todos reveladores de la angustia por el paso del tiempo: de la cuna a la sepultura; todas hieren, pero la última mata; el ubi sunt—, con pocas licencias poéticas, menos metáforas y ningún vanguardismo, sosegada en la forma, horaciana, pero hondamente convulsa. La oralidad —el lenguaje coloquial de las conversaciones y ese otro, crudo, que empleamos cuando hablamos con nosotros mismos— atraviesa los versos de Geografía de la ventura, donde no falta la ironía y hasta la sátira, que recae con frecuencia en la vanidad de los poetas y sus comportamientos abominables. Uno sale del libro empapado de desengaño y sumido en «el estanque profundo y fétido» de la realidad —ese lugar maléfico que Poe describe en «El hundimiento de la casa Usher»—, pero, a la vez, dolorosamente iluminado sobre la condición humana, con los ojos y la conciencia abiertos hasta casi el desgarro, agradecidos por la acalambrada inteligencia que Miguel Sánchez-Ostiz nos ha dado a compartir.
[Miguel Sánchez-Ostiz, Geografía de la ventura, edición y prólogo de Alfredo Rodríguez, Madrid, Bartleby, 2024, 167 pp.]
LA TRANSFORMACIÓN DEL MUNDO
Azar ileso, de Pedro Luis Casanova (Jaén, 1978), es un canto existencial. Las tres partes del libro, precedidas por una carta de Antonio Gamoneda y un poema prologal, dirigen ese canto a motivos singulares —la infancia, el viaje y horrores del mundo contemporáneo—, pero no se apartan de la causa central del poemario: la soledad y el dolor. La primera recorre, entre paradojas y personificaciones, todos los poemas de Azar ileso: «Qué ternura morderá los muslos si al vencer el préstamo de todas las heridas,/ ante una luz rosada, veis un rostro/ idéntico a mi soledad», leemos en «(Misa del Gallo, 2005)»; y en el poema que cierra el libro «(Última visión, 2019)»: «La casa cruje y yo estoy solo», uno de los dos recortes que Antonio Gamoneda menciona en su carta al autor para significar el principal rasgo del libro: su pulsión existencial, pétrea, desnuda, que no solo nace del yo e impregna el yo, sino que se proyecta en las realidades históricas, biográficas, sociales y culturales que lo rodean. Esa soledad conoce las laceraciones de una infancia rememorada y también las llagas de un mundo en el que, por atrocidades como el nazismo o el cáncer, se consumen los cuerpos y las conciencias. En todo el libro, pero sobre todo en la primera sección, «Perdonable accidente», abundan las figuras y los motivos religiosos, inspirados por una educación y una cultura católicas de las que Casanova se intuye, hoy, críticamente distante. Azar ileso contiene ángeles, ermitas, misas, relicarios, devocionarios, altares, cíngulos, pastores, curas, sandalias de una virgen dormida, el rojo sortilegio de Canaán, las Escrituras, el Padrenuestro, el papa Roncalli y, naturalmente, Dios. Estos topoi configuran escenarios punzantes, claroscuros, que invocan la pureza primigenia de la fe, pero también la vaciedad de los ritos, la decadencia ética y la victoria del mal, ante las que el yo lírico no puede sino clamar y sobrecogerse. El poema «(El canónigo, 2018)», de la tercera parte del libro, que no por casualidad se titula «Sala de vértigos», relata tragedias de la Guerra Civil española y de la represión posterior de los vencedores, y repite, como un mantra ominoso, una afirmación que debió de hacer alguno de los personajes que vivieron aquellos años de espanto y que ahora Casanova lleva al poema: «De la vida del cura yo respondo». Los poemas de Casanova son explosiones de la imaginación, pero siempre aparecen anclados en lugares y días concretos: no abandonan la realidad, sino que se mantienen dolorosamente sujetos a ella. «Llevabas la contabilidad a los linotipistas de la Plaza Vieja./ Y viste como todos bajar por Jabalcuz a los Junkers,/ las cinco de la tarde del 1 de abril del 37,/ hora de la permuta en el pestillo de las señoritas», escribe Casanova en «(El canónigo, 2018)». El poeta también recurre con frecuencia a otro motivo singular: el pie, o los pies, símbolo quizá de su deseo de continuar por la senda de la vida, pese a las adversidades: de sobreponerse a la parálisis y a quietud definitiva de la muerte.
Interesa destacar el modo en que el poeta articula esta salmodia desgarrada que es Azar ileso, con un tenaz —y luminoso— despliegue de imágenes, poderosas, polícromas, perturbadoras. Pedro Luis Casanova hace lo que, según Jorge Guillén, hacía Góngora: evitar el lenguaje directo; no aludir a la cosa por lo que es, sino por aquello que también es, sin que aún lo sepamos; no decir el nombre de nada, sino sus muchos nombres posibles, sus muchos nombres desconocidos, sus muchos nombres otros: nombres que desvela la música sincopada de los objetos, o los ecos afilados que asientan en la memoria, o las asociaciones libérrimas que surgen en el humus de la inteligencia y la sensibilidad. «La realidad será aludida, y con estos rodeos y metáforas se irá creando una realidad mucho más hermosa», dice Guillén. Y así sucede, ciertamente, en Azar ileso, en el que se verifica una radical transformación lingüística: el poeta extiende un manto de analogía por sobre la realidad evocada y espera a que esa cubrición fructifique. El resultado es un paisaje sensual, ácido, colorista y turbulento, y una musicalidad abrupta, que a veces alcanza inflexiones épicas. La imaginación verbal de Casanova, de estirpe gongorina y lorquiana, pero en la que se advierte también el ascendiente de poetas actuales, como Antonio Gamoneda y Juan Carlos Mestre, es desbordante: derrocha claras oscuridades, luces sombrías; sustancia alegorías arborescentes, cuyos términos se multiplican en restallantes encadenamientos de tropos; no elude la paradoja ni la contradicción, esos fulminantes poéticos. Su adjetivación, audaz, incluso temeraria, empuja siempre al sustantivo más allá de sí: la fragancia es colérica; la mirada, alfabética; el huerto, umbilical; las murallas, ilícitas; los cementerios, vivos. Con poemas serpenteantes y un verso que se vuelve, a menudo, versículo, Pedro Luis Casanova rememora una niñez tumultuosa, con personajes negros y pausas de sol, y describe una madurez en la que cohabitan las secuelas de una historia desventurada, el azote de la enfermedad (en el inquietante poema «[Quimioterapia, 2010]», el poeta convoca a «los aullados por la muerte» y a «quienes han mordido su propio corazón») y las crueldades del capitalismo («soy […]/ el que está en paro y todavía/ ambiciona un subsidio en la violenta/ caridad de sus cómitres»). E, hilvanándolo todo, la agonía, la desesperanza, la melancolía, el calor ausente, la mirada perdida, el verbo férvido. Azar ileso es un dolor voceado, pero que quiere dejar de serlo. Su aspiración es el silencio.
[Pedro Luis Casanova, Azar ileso, Sevilla, Ediciones de la Isla de Siltolá, 2024, 82 pp.]