sábado, 1 de marzo de 2025

Las divertidas historias de algunos papas

Esteban VI (896-897) ordenó exhumar el cadáver del papa Formoso, fallecido nueve meses antes, y someterlo a juicio en un concilio que ha pasado a la historia como el Concilio Cadavérico, el Sínodo del Terror o el Sínodo del Cadáver. Para ello, se vistió a Formoso, o a lo que quedaba de él no estaba incorrupto, como el brazo de Santa Teresa o el Santo Prepucio, con las ropas papales (que le quedaban muy holgadas, dadas las circunstancias) y se lo sentó en un trono para que escuchara las acusaciones, la principal de las cuales, gravísima, fue que, siendo obispo de una diócesis, la de Porto, cerca de Roma, la había abandonado para ocupar como papa la diócesis de la Ciudad Santa. Como no podía ser de otra manera, se encontró culpable a Formoso, se declaró inválida su elección como papa y se anularon todas los actos y disposiciones de su papado. A continuación, se despojó el cadáver de sus vestiduras, se le arrancaron de la mano los tres dedos con los que impartía las bendiciones, y fue arrastrado por las calles de Roma, quemado y arrojado al Tíber. Sus restos —comprensiblemente, muy escasos— fueron depositados en un lugar secreto. Formoso no reaccionó a esta injusta condena, como antes no había reaccionado a su no menos injusta inculpación, aunque, por la expresión que mantuvo durante todo el juicio, no fueron los mejores días de su muerte. 

Sergio III (904-911) mandó asesinar a sus dos predecesores inmediatos, León V y Cristóbal (sus esbirros los estrangularon mientras estaban presos), y tuvo un hijo ilegítimo que más tarde se convertiría también en papa, con el nombre de Juan XI (el primero y, hasta el momento, único caso de sucesión dinástica en el papado). Mantuvo una tormentosa relación con Marozia, hija putativa del senador Teofilacto I, gracias al cual Sergio se había aupado al papado (aunque algunas fuentes la creen hija de otro papa, Juan X), y madre del mentado Juan XI. Pese al mucho tiempo que dedicaba Sergio III a sus turbulentas relaciones familiares, participó activamente en el Concilio Cadavérico convocado por Esteban VI, siempre en contra del pobre Formoso (aunque este lo había hecho obispo).

Juan XII (955-964), que recibió el elocuente apodo de “el papa fornicario”, fue elegido para ocupar la sede de Pedro con dieciocho años y, desde ese mismo momento, convirtió el palacio de Letrán en una mezcla de letrina y burdel, en el que organizaba orgías y se encamaba con cuanta mujer se le pusiese a tiro, ya fuesen solteras o viudas o tuviesen marido; llegó a hacerlo con su propia sobrina y con Estefanía, la concubina de su padre, Alberico II (de quien era hijo ilegítimo). En un concilio convocado por el rey Otón, los cardenales, obispos, clérigos y laicos presentes acusaron a Juan de mofarse de la religión, invocar a los dioses paganos mientras jugaba a los dados, vender las consagraciones episcopales (incluso había nombrado obispo a un niño de diez años), así como de muchos otros vicios, pecados y delitos tan graves como el incesto, el perjurio, el homicidio y el sacrilegio. Juan hubo de huir de Roma, pero no lo hizo sin llevarse consigo el tesoro de la Iglesia. Murió en el 964, asesinado de un martillazo en la cabeza por un marido que lo sorprendió beneficiándose a su mujer (aunque otra versión dice que murió de apoplejía en plena coyunda).  

Benedicto IX, bisnieto de Sergio III y pariente lejano de Juan XII —sus antecedentes, como se ve, no eran muy prometedores— fue tres veces papa entre 1032 y 1048 (estos mandamases perseverantes y saltarines suelen traer la desgracia; ahí tenemos a Trump), y se ganó a pulso el título de uno de los papas más corruptos de la historia. De su primer papado (al que accedió gracias a los sobornos que pagó su padre) lo expulsó, al fallecer el rey Conrado II, su principal valedor, un enfurecido pueblo romano, que impuso a otro papa, Silvestre III. Un año más tarde, Benedicto echó a patadas a Silvestre y recuperó el trono, pero unos meses después renunció al cargo y se lo vendió, por 1500 libras de oro, a un arcipreste, el futuro Gregorio VI. La razón de su espantada es que, aunque ya estaba casado con Cristo, quería casarse con una de sus criaturas (Benedicto era, como casi todos sus antecesores, un gran follador: sabía bien de los placeres y diversiones que podían reportarle las mujeres y, en caso de apuro, los hombres). Pero tampoco el matrimonio colmó sus ansias existenciales, y en 1048 organizó un ejército, atacó Roma y volvió a sentarse la silla de Pedro, en detrimento de Clemente II, que era quien la ocupaba en aquellos momentos. No obstante, su inveterada enemistad con una de las familias más poderosas de la Roma de su tiempo, los Crescenzi, lo llevó a la guerra, que perdió: de nuevo fue expulsado —y excomulgado—, esta vez definitivamente.

Bonifacio VIII (1294-1303) organizó una cruzada contra la ciudad de Palestrina, en el Lacio, para demolerla y masacrar a sus 6.000 habitantes, porque la ciudad se había demostrado leal a la familia Colonna, con la que el papa estaba enfrentado (entre otras cosas, los Colonna se habían quedado con el tesoro papal; es lógico que estuviera enfadado). Luego, le regaló los territorios devastados a su familia. Pero su principal enemigo fue el rey de Francia Felipe IV, con quien mantuvo infinidad de disputas. Felipe acabó apresándolo y encarcelándolo. Bonifacio murió enajenado, dándose cabezazos contra la pared, y Dante, con quien también se había indispuesto, lo situó para siempre en el octavo círculo de su infierno.  

La elección de Urbano VI (1378-1389) desencadenó el Cisma de Occidente, a consecuencia del cual la Cristiandad llegó a disfrutar de tres vicarios de Cristo al mismo tiempo (uno de los cuales fue el pintoresco Benedicto XIII, el papa Luna, aragonés, cuya obstinación por ser papa ha legado al idioma la expresión “seguir o mantenerse en sus trece”). En el curso de sus muchos conflictos con los reyes y cardenales de su época, Urbano VI desbarató un complot de los purpurados que él mismo había creado: a seis de ellos los encarceló, les confiscó los bienes y, a los que no confesaron su participación en la conjura, los torturó salvajemente (y se quejó de que no gritaban lo suficiente). Luego, los ejecutó por traición. 

Alejandro VI (1492-1503), valenciano, accedió al papado gracias a las influencias que le proporcionó su tío, el papa Calixto III, y a que sobornó a unos cuantos cardenales para que votaran por él. Siendo sacerdote y obispo, había tenido siete hijos, a cuál más infame: Pedro Luis, Jerónima, Isabella, Juan, César, Lucrecia (la refinada asesina, aunque sus hermanos no eran mancos) y Godofredo (en valenciano, Jofre). Ya en el sitial de Pedro, tuvo dos retoños más, Juan de Borja y Rodrigo de Borja, y mantuvo un tórrido idilio con la bella Julia Farnesio, de la que nació una hija, aunque no se ha logrado esclarecer si el papa fue, en efecto, el papa o el consentidor marido de Julia. Alejandro VI creía a pies juntillas en el mandato bíblico de multiplicar la especie, aunque no tanto en el celibato. Aplaudió y se benefició de la expulsión de los judíos ordenada por los Reyes Católicos, cuyos bienes se repartieron la Corona española y la Santa Sede. Nombró cardenal a su propio hijo, César, y adelantó el momento de que algunos prelados que se le oponían a él o a sus hijos se reunieran con su Hacedor. Participó e intrigó, generalmente con éxito, en todos los conflictos políticos y militares de su tiempo para aumentar su poder y el de su numerosa familia. Y murió, probablemente envenenado, once años después de que el Espíritu Santo lo eligiera para gobernar la iglesia. 

León X (1513-1521), creado cardenal a los trece años, se fundió un tercio del tesoro papal en las celebraciones por su elección como sumo pontífice, y en los meses siguientes dilapidó enteramente la fortuna de la Iglesia. Sus grandes dispendios en banquetes y obras de arte se financiaron con la multiplicación de tributos, la contracción préstamos a un interés leonino del 40% y la venta masiva de indulgencias, con las que, decía, se podía conseguir casi cualquier cosa del Altísimo (y también de los propios cristianos: con ellas se pagó buena parte de las obras de la basílica de San Pedro). León X fue también acusado de fornicar, tener hijos ilegítimos (entre ellos, Lorenzo II de Médici) y hasta practicar la sodomía. Bien aleccionado por su abyecto predecesor Alejandro VI, repartió grandes beneficios entre su familia y también supo eliminar a sus peores adversarios: en 1520, atrajo mediante engaños a Roma al señor de Perusa, enemigo declarado suyo, y lo hizo detener al día siguiente, para torturarlo y decapitarlo después. El pontífice se quedó así con la ciudad de Perusa y sus territorios adyacentes.

sábado, 22 de febrero de 2025

Una excursión a Montserrat

El teleférico que sube hasta el monasterio de Montserrat el Aeri de Montserrat— se construyó en 1930. Desplaza unas cabinas amarillas, en las que caben hasta 32 personas, a 18 km por hora. Con ellas viaja un cabinero, una de esas profesiones heredadas de otros tiempos que aún resisten el asalto de la digitalización. En una jornada laboral de ocho horas, un cabinero sube y baja la montaña treinta y dos veces: su trabajo puede calificarse de sisífico. Cuando llegamos arriba, tras apenas diez minutos de ascensión, nos recibe una multitud discreta. Es un sábado de febrero y está nublado, y quizá eso explique que no encontremos la muchedumbre que nos temíamos. La niebla se desparrama por las formaciones rocosas esos dedos de piedra que se apiñan en el macizo granítico, a cuyos pies serpentea el Llobregat— como una sábana multiforme, como un telo plástico y fantasmal. Entre la gente que vemos nada más llegar, abundan los grupos de orientales: japoneses y coreanos, sobre todo, suponemos. Tanto mi amiga Anay, que ha venido a realizar una ofrenda espiritual en el monasterio, como yo, que lo he hecho para disfrutar del arte, la cultura y la historia del lugar, reparamos enseguida en una gran cartel colgado en una de las fachadas del complejo monacal, que reza (y nunca mejor dicho) así: Ora, lege, labora, rege te ipsum in communitate (‘reza, lee, trabaja, gobiérnate a ti mismo, en comunidad’), el lema con el que la abadía de Montserrat celebra el milenario del monasterio, fundado en 1025 por el mítico abad Oliva. Anay concuerda con el lema, salvo en lo de in communitate: es muy individualista. Yo solo concuerdo con el lege y el rege te ipsum: el ora me trae al pairo, el labora procuro evitarlo todo lo que puedo y el in communitate tampoco suscita mi entusiasmo: yo trabajo solo. Después de tomarnos una relaxing cup of coffee en una de las cafeterías de autoservicio del complejo, que funciona como las de los aeropuertos, con cintas separadoras para los clientes y precios por las nubes, visitamos la basílica, el edificio central del monasterio, que alberga la imagen de la Virgen de Montserrat, la patrona de Cataluña. Para llegar a ella, pasamos por delante de varias estatuas —feísimas— de Josep Maria Subirachs, el escultor que ha llenado de robots la fachada de la Pasión de la Sagrada Familia. El culto a la Virgen nació en el 880, cuando, según la leyenda, apareció en una cueva de la montaña una imagen de María, que dio lugar a la construcción de una primitiva ermita, de Santa María, sobre la cual se edificaría posteriormente el monasterio y, en 1811, después de que lo destruyeran las tropas de Napoleón (que fueron memorablemente derrotadas por un regimiento de soldados suizos y los somatenes catalanes comandados por Antoni Franch i Estalella, en una jornada en la que se fraguó la leyenda del tamborilero del Bruc, aquel muchacho que no paró de darle al parche para, aprovechándose de la resonancia del redoble en las piedras de la montaña, hacer creer a los franceses que las fuerzas a las que se enfrentaban eran mucho mayores, cuando en realidad eran mucho menores), la basílica actual. La única nave de la basílica está en penumbra, solo rota por la luz que filtran unos pocos ventanales y la que emite un puñado de exvotos. Enseguida oímos que alguien chista muy fuerte para acallar el creciente rumor de los visitantes, y el rumor se aplaca. Pero luego vuelve a crecer, y el chistido vuelve a acallarlo. Y así sucesivamente. Debe de haber algún empleado cuya función es que el runrún de los turistas no se desmande, y lo consigue a chistido limpio. Al igual que en el metro de Tokio hay empujadores oficiales, con guantes blancos, que consiguen embutir en los vagones a los millones de nipones que utilizan a diario el suburbano, aquí hay chistadores no menos oficiales que logran preservar la condición de lugar de culto de la basílica, a costa, eso sí, de unos siseos viperinos. Cuando paseamos (procurando no hacer ningún ruido) por los laterales de la nave, Anay repara en uno de los que ella llama “cachirulos que cuelgan” es decir, exvotos—, ofrecido por los Mossos de Esquadra, cuya comisaria en el complejo está a poca distancia de la basílica. El nombre de los Mossos, en letras superpuestas en la base del cacharro, no se lee muy bien, pero la agudeza de Anay para detectar todo cuanto concierna a la policía de Cataluña ha bastado para identificarlo. La ofrenda de los Mossos emite una intensa luz roja, que no puedo evitar que me recuerde sacrílegamente a las que antes se colocaban a la puerta de los burdeles para indicar la naturaleza sicalíptica del negocio. Vamos luego a ver a la Moreneta, que nadie sabe todavía por qué es negra, aunque se haya intentado explicar por el ennegrecimiento causado por las velas que se le ponían a los pies para venerarla. Yo prefiero que su negritud no tenga una explicación tan prosaica, sino que permanezca en el limbo de la incertidumbre y hasta de la sospecha. Y recuerdo que yo vivo esa negritud por partida doble: en la patrona de Cataluña y en el mártir epónimo de la ciudad donde vivo, Sant Cugat —san Cucufato-, un santo africano apiolado por los romanos a principios del siglo IV (cuyo martirio está representado en una curiosa tabla de 1502 del maestro flamenco Aine Bru, en la que un moro, no un romano, le está rebanando el pescuezo al pobre Cucufato, e insólitamente se aprecia el vello púbico del santo asomando del taparrabos). De camino al camarín donde se expone la imagen de la Virgen, admiramos un enorme óleo de san Benito, el fundador de la orden de los monjes que llevan siglos viviendo aquí (todavía hay unos cuarenta, aunque las vocaciones han descendido mucho últimamente, tras los escándalos sexuales descubiertos hace unos años: no solo parecía albergar el monasterio un lobby gay, sino también a algunos depredadores sexuales, como el monje Andreu Soler, de quien se comprobó que había abusado, desde 1960, de doce niños), pintado por Montserrat Gudiol Corominas en 1980: todo él negro, de un tenebrismo radical, salvo por la cara, el cuello, las manos y un pie del santo, de un blanco inmaculado; la figura se nos antoja a los dos fuertemente feminizada: sí, san Benito parece una mujer. Algo más allá, atravesamos la Puerta Angélica, una hermosa portalada de alabastro con diversas escenas bíblicas, obra del coherentemente llamado Enric Monjo, y damos, en el último vestíbulo antes de acceder al camarín de la Virgen, con la bandera española, por supuesto— ofrecido a la Moreneta por el Terç de la Mare de Déu de Montserrat en 1939, los carlistas catalanes que lucharon con Franco. Cataluña fue un feudo carlista en el siglo XIX, y no es extraño que los requetés perduraran hasta la Guerra Civil y se aliaran con el fascismo: ellos mismos lo eran. (El monasterio de Montserrat sufrió duros avatares durante el conflicto que siguió al golpe de Estado del general Franco: 23 religiosos fueron asesinados entre 1936 y 1939, y, por si fuera poco, en 1940 recibió la visita de Heinrich Himmler, el lugarteniente de Hitler, que buscaba el Santo Grial en aquel rincón de la reserva espiritual de Occidente que era España, para sumarlo a los demás objetos mágicos con los que pensaba defender sobrenaturalmente al Reich de sus enemigos). Pasamos por fin al camarín de la Virgen. Nos precede un grupo de hispanoamericanos y nos sigue un grupo de religiosos, compuesto por un cura y dos monjas. Todo el mundo guarda un respetuosísimo silencio, y yo pienso, de nuevo con la irreverencia que me caracteriza, que los pedos hay que tirárselos aquí con mucho cuidado: la resonancia de mármoles y mosaicos es más que traicionera. Al pie de los escalones que conducen a la imagen, hay una figura de un monaguillo con un cepillo, y justo al lado de la talla veo otro cepillo. Tanto acicate para donar me parece casi tan irreverente como mis pensamientos escatológicos. La imagen de la Virgen, en madera de álamo, es románica, del siglo XII, y bastante grande: de casi un metro de altura. Está toda envuelta en oro, menos la cara y las manos de la Virgen y el Niño, que son negras. La Señora sostiene en la mano derecha una bola que representa el universo. La bola asoma por un agujero en el vidrio que protege las figuras, y se puede tocar. De hecho, se debe tocar para obtener el favor de la Santa Madre, y así lo hacen los ecuatorianos que nos preceden. Anay, en cambio, renuncia a ese privilegio (porque su devoción es íntima, no ritual, me explica; “yo soy bastante protestante”, dice) y yo, obviamente, por mi condición de observador no confesional. Una vigilante nos observa a todos los que desfilamos. Y da la casualidad de que, cuando lo hacemos, tañen violentamente las campanas. A la salida del camarín, vemos una bellísima rosa de oro donada por el papa Francisco en 2023, una capilla circular para rezar a la espalda de la Virgen, bastante concurrida, y, ya en el exterior, el Camí de l’Ave Maria, lleno de cirios de múltiples colores, que se compran a la entrada, y que hacen del pasaje una especie de árbol de Navidad horizontal. El Museo de Montserrat es nuestra siguiente parada. Y supone una gran sorpresa: ambos pensábamos que sería un lugar pequeño, dedicado, sobre todo, al arte sacro. Pero nos encontramos con un espacio amplísimo, en dos plantas, que alberga unos fondos espectaculares. Y la primera pieza que nos recibe, nada más entrar, ya nos sorprende: se trata de un anónimo italiano, “La caridad romana”, de la primera mitad del siglo XVII, que describe a un viejo, calvo y barbudo, chupando de la teta de una mujer joven: es Cimón, condenado a morir de hambre en una mazmorra, y a quien su hija salva de que así sea, ofreciéndole los pechos lactantes para que se alimente. Muy poco más allá, descubrimos una obra aún más impactante: “San Jerónimo Penitente”, de Caravaggio, uno de los cinco únicos caravaggios que hay en España. Pintado en Roma en 1605, poco después de que el artista cometiera el asesinato que lo obligaría a abandonar la ciudad, ha sido restaurado recientemente, y luce espléndido de negros y rojos, sombrío pero vivificado por la luz que ilumina la piel apergaminada del santo y la calavera ante la que medita. Otra penitente, Santa Margarita, de El Greco, se expone en esta misma sala, también con una calavera encima de un libro. Dejamos atrás las salas del Renacimiento y el Barroco donde también se exhiben obras muy coloristas de Tiépolo y Berruguete, entre otros y pasamos a las del arte moderno, que se han nutrido, desde prácticamente la fundación del museo, de las donaciones de las devotas familias de la burguesía catalana, que han sido muchas (donaciones; las familias burguesas no han sido demasiadas). En ellas encontramos un minucioso cuadro marroquí como tantos otros que pintara— de Marià Fortuny, “El vendedor de tapices”, y una amplísima muestra del también catalán Ramon Martí Alsina, en la que destaca un “Recodo del Besós”, pintado entre 1880 y 1890, cuando el Besós todavía era un río, con peces y agua azul y vacas pastando en las riberas, y no el vertedero en el que lo convirtió la revolución industrial en Cataluña. Los pintores de la escuela de Olot Joaquim Vayreda, su hermano Marià, Josep Berga, Joaquim Mir— abundan en estos paisajes de la Cataluna del pasado, agraria e idealizada, y Pablo Picasso contribuye a esta descripción de la Cataluña decimonónica con dos piezas de su primera época, naturalista: “El viejo pescador”, de 1895, y “El escolano”, de 1896 (un cuadro que tiene mucho sentido en este Museo, porque el monasterio de Montserrat cuenta con una de las escolanías escuelas de canto— más antiguas de Europa). El arte español y catalán de la segunda mitad del siglo XIX y el primer tercio del siglo XX es, quizá, el más representado del conjunto: vemos obras de Madrazo, de Sorolla, de Josep Llimona y su hermano Joan (que decoró la cúpula del camarín de la Virgen), de Romero de Torres, de Darío de Regoyos, de Pablo Gargallo, de Anglada Camarasa (que se llamaba Hermenegildo), de Isidre Nonell (con un contradictorio “Pobres esperando la sopa”, donde una escena goyesca, la de una de aquellas colas de mendigos y miserables que esperaban el bodrio a la puerta de las iglesias o las casas de caridad, se representa con colores alegres y vivos: rojos, amarillos, naranjas) y salas enteras dedicadas a Santiago Rusiñol, con sus patios y sus paisajes, de París a Sóller, pasando por “El gigante encantado”, que retrata una de las formaciones rocosas más célebres de la montaña de Montserrat, y a Ramon Casas, que pinta en “La religiosa” a una monja enfundada en blanco, pero con los labios maquillados y colorete en las mejillas; en “El cigarrillo”, la audaz estampa en 1906 de una hermosa mujer, vestida de negro y amarillo, que fuma; a otra mujer, la célebre “Madeleine”, también fumadora, pero esta vez de un purazo; y a otra más, “Joven decadente. Después del baile”, que no fuma, pero vestida lujosamente de negro y derrotada en un diván verde tras una jornada de diversión. Predomina en los cuadros expuestos en el Museo, y yo diría que en todo el arte hispánico de los últimos siglos, la figura femenina: el ojo del hombre los pintores eran, casi todos, varones— ha sometido a la mujer a su escrutinio, en general favorable, aunque a veces condescendiente, y siempre crítico. Además de los artistas españoles, nos sorprende encontrar piezas de los mejores impresionistas franceses: Renoir y su “Playa de Pornic”, dos Monets, un Pissarro y un Degas (“Unhappy Nelly”). Mientras los contemplamos, pasan a nuestro lado dos rusas en animada charla. Antes, el turismo ruso era abundante en Montserrat, aunque hoy ha cedido su presencia mayoritaria a coreanos y estadounidenses. No obstante, algunos carteles informativos en la montaña todavía conservan leyendas en ruso. Con el arte moderno se mezclan en el museo las salas dedicadas al arte antiguo: hay una sección, “Nigra Sum”, específica y lógicamente— dedicada a la Virgen de Montserrat; otra recoge una extraordinaria colección de iconos, llena también, por cierto, de vírgenes negras; y dos más se ocupan, nada menos, que del arte mesopotámico y egipcio. En la dedicada a este, destaca una momia con el cráneo descubierto, que conserva hasta los dientes, y un sarcófago del Imperio Medio. También hay un cocodrilo del Nilo disecado, completamente negro: en Montserrat todo tiende a ser de este color. En las últimas salas, donde se expone el arte contemporáneo, encontramos un surrealista “Hipopótamo violinista”, de Josep Granyer, fechado en 1954, y varias esculturas gordezuelas de Pere Jou, que nos recuerdan inevitablemente a Botero (el pintor colombiano ha creado un estilo tan peculiar que todo lo gordezuelo hecho antes de Botero recuerda a Botero: los genios crean a sus precursores, dijo Borges). Reparamos con placer en un bodegón precioso, “Vas de llet i llimona”, de Feliu Elías, que solo contiene eso: un vaso de leche y un limón, pero dispuestos con una nitidez y un encanto arrebatadores. Admiramos piezas de Olga Sacharoff, una de las poquísimas mujeres expuestas en el museo (otra es Núria Picas, que aporta un retrato del poeta Jordi Sarsanedas, a quien también ha retratado Ràfols Casamada), de Josep de Togores, de Guinovart, de Tàpies (con un “Homenatge a Picasso”, de 1971, que incorpora las cuatro barras) y hasta del artista del tapiz Josep Grau-Garriga, nacido en Sant Cugat, donde tiene un museo. No puede faltar, y no falta, la tríada de catalanes universales del arte contemporáneo: Miró, con sus estrellas y sus trazos de colores; Picasso, que pinta, testosterónico, a un picador y unos cuantos hombres desnudos; y el abundante Dalí, de entre cuyas obras me fijo en un “Retrato del padre del artista”, de 1925, en el que el padre del pintor, que era notario en Figueras, escribe algo en un papel. A la vista de esta composición serena, no puedo dejar de pensar en aquella anécdota, acaso apócrifa, según la cual Dalí, ya crecido, le envió a su progenitor, con el que nunca había mantenido buenas relaciones, una carta con una mancha, pero que no era una lágrima, sino una gota de semen, y una sola frase: “Aquí te devuelvo todo lo que te debo”.

domingo, 16 de febrero de 2025

Paisa(na)je en el tren

Mi vecino ocupa todo el reposabrazos y no movería el brazo aunque amenazaran con cortárselo. El joven que tengo delante ha puesto la mochila en el suelo, entre las piernas, y me obliga a mantener retraídas las mías, que apenas encuentran sitio donde colocarse. El que tengo en diagonal se ha dormido apoyado en la ventanilla y ronca vigorosamente. Los de detrás hablan (de banalidades) como si estuvieran a metros de distancia (o fuesen duros de oído). En el grupo de asientos que está a mi lado, una mujer escucha en el móvil el sermón de un predicador sudamericano que pregona las virtudes de trabajar duro para hacerse merecedores de la gloria de Dios. Delante de ella, otra mujer contraprograma al predicador hablando ella, por el móvil, del novio de su hermana, que se ha portado como un guarro con la pobre Ana María. Una tercera mujer ha desenfundado una bolsa de patatas, que cruje ferozmente, y se zampa una a una todas las chips del paquete, masticándolas con la boca abierta. El cuarto ocupante del cuadrilátero está muy gordo y apenas le deja espacio a la feligresa del pastor venezolano, que encuentra en el apóstol la abnegación necesaria para soportar la estrechez y la grasa. Quien está de pie a mi lado no se ha duchado hoy (y seguramente ayer tampoco). El que está a su vera luce unos tatuajes repulsivos en el cuello (y supongo que en el resto del cuerpo, pero eso, por suerte, no puede verse). Más allá, un grupo de jovencitas garla con pimpante despreocupación, sumando sus voces erizadas de “¡tía!” y “random” a la algarabía general. Por entre el gentío, pasa una argentina (o uruguaya) que vende unas plaquettes de poesía a un euro el ejemplar (si compras dos, uno y medio). Cuando un viajero hace ademán de rechazarlo, ella le aclara: “Son versos”; entonces el candidato corrobora sus sospechas y lo rechaza aún con más firmeza. Tras la argentina, pasa otro trenseúnte con la mochila a la espalda, arrasando con el bártulo cuanto encuentra a su paso. Más allá, dos jóvenes se sientan en el suelo del vagón, debajo del cartel que prohíbe sentarse en el suelo en el vagón (uno de ellos se separa el pantalón de la entrepierna al hacerlo). En una parada, dos seguratas que hacen la ronda por las estaciones desisten de subir al tren abarrotado. Sí lo hace una anciana, con una muleta, que progresa dificultosamente hasta nuestros asientos y tiene que pedirle al joven de la mochila en el suelo (que la ha visto sin mostrar ninguna reacción discernible) que le ceda el asiento. El adolescente lo hace golpeándome una de las piernas retraídas con la mochila cuando la levanta del suelo (el espacio que gano vuelvo a perderlo, ahora en favor de la señora necesitada y su muleta). En otra parada, sube otro sudamericano, que se abre un hueco entre la encajonada multitud, también con dificultad (pero la necesidad apremia), y ataca con brío admirable “Cielito lindo y querido”. Después se abre camino por el vagón, como lo ha hecho pocos antes su coterránea, la poeta vendedora, paseando una gorra arrugada que aflora de la multitud irremediablemente vacía. Otra vecina, más allá, pasa de un insólito silencio a una cháchara excitada: acaba de recibir una llamada por los auriculares que le adornan las orejas como zarcillos de plástico. Unos niños no dejan de joder, ante la reprobación resignada —e inútil— de su cuidadora. Alguien, en algún lugar, estornuda como una ametralladora. Veo, por sobre las cabezas, una cresta escarlata. Pasa un viajero con un perro, que va dejando babas y pelos en todos los tobillos (por fortuna, no en los míos, que siguen retraídos debajo del asiento). Una pareja de novios discute. Una pareja de compañeros de trabajo habla lánguidamente de su trabajo. Yo paso las páginas del libro que leo procurando no molestar al que se ha colocado, de pie, a mi lado y que, a cada golpe del tren, parece ponerme la entrepierna más cerca de la cara. La señora casi impedida se levanta y se marcha, muy trabajosamente, y ocupa su lugar una joven vestida de riguroso negro, con un gorro esquimal que le cubre casi toda la cara; lo poco que no está tapado queda cubierto por unas enormes gafas de sol y unos ariscos mechones rubios que le cuelgan como estalactitas del interior de la capucha inuit (por fin puedo estirar un poco las piernas). Mucha gente mira el móvil; casi todo el mundo mira el móvil. Un obrero aún con el mono de trabajo manchado de grasa no mira el móvil; su mirada se dirige pesadamente, con reprobación, al mundo. En el otro extremo del vagón creo haber visto a alguien que leía un libro, como yo; quizá, si se encontraran nuestros ojos, cruzaríamos miradas de complicidad y reconocimiento, como dos miembros de una sociedad secreta, dos disidentes de la tiranía imperante o dos espías de un mismo país en un país extranjero. Una joven almuerza una ensalada de pasta, que huele mucho a comino, de un táper rosa que sostiene en el regazo. Hay quien escucha música por unos auriculares parecidos a los que se usan en las emisoras de radio, y uno oye la música con él (y hasta reconoce la letra de las canciones). A aquel le canta el aliento. La mirada de aquel otro irradia tristeza. Alguien se ha tirado un pedo. Ah, la humanidad.

lunes, 10 de febrero de 2025

Antitrumpiana

                     62 984 828 estadounidenses votaron a Donald J. Trump como presidente de los Estados Unidos en las elecciones de 2016; 74 223 975, en las de 2020; 77 303 569, en las de 2024.
(WIKIPEDIA)


Es por acción de amor a mi país
que te reclamo, hermano necesario,
viejo Walt Whitman de la mano gris,

para que con tu apoyo extraordinario
verso a verso matemos de raíz
a [Trump], presidente sanguinario.

Sobre la tierra no hay hombre feliz,
nadie trabaja bien en el planeta
si en Washington respira su nariz.
                                                   PABLO NERUDA, Incitación al nixonicidio y alabanza de la revolución chilena (1973)


destacagado en dólares
chupapetróleo tenaza borrapueblos
lanza por las naricesaltavoz
     y la furia torcida de las córneas svásticas
sus célebres anuncios.
                                                            RAFAEL ALBERTI, Los cinco destacagados (1978)


Pity the nation that raises not its voice
Except to praise conquerors
And acclaim the bully as hero
And aims to rule the world
By force and by torture
                                                                 LAWRENCE FERLINGHETTI, «Pity the nation (after Khalil Gibran)»


Destacagado de hoy, jodedor meticuloso,
trumpeteador de todas las estridencias,
trumpero de inocentes y desprevenidos,
trumposo en el póker, los negocios y la vida,
trumpal inhabitable, infestado de alimañas y pesadillas,
trumpolín de majaderos y déspotas,
trumpo que gira y gira sin moverse una pulgada
de su sepsis, de su vómito anaranjado,
de su hígado carcomido por el rencor,
vengador humeante, amigo de los enemigos
de la decencia, malaventurado millonario
venturoso, ofidio peinadísimo, cepo de coños
y asesino putativo en la Quinta Avenida
(sin que el ladrido de su SIG Sauer P365 disuada
a ni uno solo de sus ominosos partidarios),
mequetrefe televisivo con ínfulas de Napoleón
que cubría de oprobio a los postulantes tiralevitas (se lo
                                                                                 [merecían),
vendedor de perfumes hediondos, de biblias con su efigie,
de crecepelo que también cura el cáncer y las hemorroides,
forúnculo en Solo en casa 2 (ojalá estuviese solo en su casa),
elector de bellezas convexas por fuera y cóncavas por dentro,
fornicador de neumáticas semiestrellas del porno,
inoculador de flagelos y escorbuto,
rata de ninguna biblioteca, pero de todos los archivos oficiales,
evasor de tiosames, trilero de reputaciones,
arquetipo de triunfador putrefacto, de triunfador de mierda,
de triunfador de nada, que viaja en carritos de golf
y en aviones que llevan su nombre escrito,
no en el agua, como Keats, sino en el fuselaje,
que practica la inmundicia como si se ejercitara
en un gimnasio dotado con los últimos avances
para la musculación, hijo bendecido por la estulticia,
regado de una fortuna inmerecida, si es que alguna fortuna no
                                                                                                      [lo es,
lector de nada, pensador de nada, benefactor de nada,
parásito del lujo, híbrido de gorgojo y vampiro,
deyector cuyo ano abocinado expulsa aduladores
y decapitados, albañil de esputos,
zarrapastroso con camisas de mil dólares
y gemelos que gotean sangre
y abrigos de cachemir forrados de mocos,
propietario de un corazón por el que no le darían nada
en una tienda de empeños, negrero del ladrillo con lentejuelas,
insultador a los que los insultos le cuelgan de los labios
como una baba pestífera (y con los que se embadurna cada
                                                                                                 [día),
todo él insulto, espumarajo, abominación,
cuba de heces y espanto, humillador abrasivo, zoquete
que golpea con zoquetes, tarugo que daña con tarugos,
enarbolador vesánico de la patria,
insomne artífice de berrinches y venganzas,
abrazado a la opulenta seguridad de su cochambre,
empresario rompedor y bancarroto,
irradiador de pringue, cizaña absurda, cerebelo inmoral,
protagonista de juergas hasta altas horas de la oscuridad,
inexpugnable guardián de la tribu constituida por él
y por su americanismo infecto, odiador minucioso
de cuanto no comprende, que es casi todo,
blanco ejecutor de blancuras crueles,
heterosexual amenazado por los oscuros,
cisgénero asediado por los homosexuales,
hombre cuya hombría se ve perturbada por quienes no la
                                                                                  [comparten,
anglosajón mermado por los guatemaltecos,
halcón injuriador de haitianos —caníbales para su señoría
                                                                                [destacagada,
porque se comen los perros y los gatos de los vecinos—,
detector incansable de drogadictos y violadores,
siempre mestizos, siempre mulatos, siempre
meridionales, exterminador de rojos,
erector de casinos, triturador de la compasión,
suscriptor de todas las conspiraciones,
afortunado receptor de desafortunados disparos
en la oreja, bellaco mentiroso, mentiroso vertiginoso,
mentiroso millonario de millones de mentiras,
estalinista de la mentira, portador de la mentira
en los zapatos y en el glande, mentiroso que miente
hasta cuando no miente, mentiroso que devora mentiras
como espaguetis y las regurgita para alimentar a su prole
necesitada de mentiras bien cocinadas por la ignorancia,
mentiroso que se refocila en la mentira como un puerco
en el albañal, mentiroso que se folla a la mentira, excitado
por la arrogancia y la muerte, idiota
ecuménico, enciclopédico, astronómico,
que resuelve epidemias con lejía e invasiones con
                                                              [baladronadas,
que sume a cuanto palpita en el fango de la bajeza, de la que
                                                                                      [él es adalid,
prevaricador y hermano de los prevaricadores del mundo,
tirano de todas las tiranías del libre mercado,
simpatizante de la Bolsa y la Asociación Nacional del Rifle,
antipatizante de la ciencia y la misericordia,
expectora azufre, es inclemente en la victoria
y aún más despreciable en la derrota,
estrecha manos manchadas de sangre
y se la retira a quienes no rebuznan como él,
aplica desgravaciones a los que lo tienen todo
y aranceles a los que no tienen nada,
acaricia el botón nuclear como el clítoris de sus putas caras,
es débil con los fuertes y fuerte con los débiles,
zote imperial, zar de la tribu estólida,
necesitada de certidumbres entenebrecedoras,
monopolista del ombliguismo y la barbarie,
golpista, charlista, rentista, flautista
de Hamelín de los que necesitan a un guía
para despeñarse por el precipicio del solipsismo,
casero de Guantánamo (y favorable al submarino),
bocazas tempestuoso, tanto más bocazas cuanto más esvástico,
señorón de pene pequeño y corbata grande,
caudillo de las huestes unguladas
que amenazan con matar y matan,
que huelen a estiércol y a barras y estrellas,
que niegan a Whitman y a Gershwin,
que avergüenzan a Pollock y a Woody Allen,
que deshonran a Jesse Owens y a Miles Davis,
que desdeñan a Faulkner y a Thoreau,
que mancillan a tantos como descansan
en el cementerio de Colleville-sur-Mer,
levantador de muros y atropellos,
ultrajador con sonrisa de alfanje,
señor feudal con derecho de pernada con el mundo,
perro cainita, avutarda colmatada de hiel,
oso hormiguero que mete la trumpa en todas las entrepiernas,
quebrantador de familias, instigador de desgracias,
inquisidor de la bondad, carnicero de la honradez,
héroe de pijos y rednecks, inesperadamente hermanados
por el conducator de Queens (también la muerte iguala a los
                                                                                           [dispares),
fanfarrón cuya cercanía enloda, cuyas tinieblas desquician,
mecenas de criptomonedas y criptorquiodias,
creyente que reza como si diera martillazos (y le miente a
                                                                                            [Dios),
que observa los ritos como un catecúmeno sordomudo
y matrimonia eclesialmente, que planta los diez mandamientos
en los jardines, cuidados por hondureños sin papeles,
de sus muchas mansiones —mares-a-lagos y torres y playas y
                                                                                          [naciones— 
sin cumplir ninguno, pero sigue berreando plegarias
y escupiendo maldiciones, delincuente convicto aunque
                                                                                 [inconfeso,
mártir solo de su propia vanidad monstruosa,
                                                 [monstruosamente
agraviada, reo de delitos contables e incontables,
muñidor de abogados que creen que lo más importante es la familia, empalador de jueces y funcionarios electorales,
mutilador de sueños y degollador de soñadores,
pútrido cabecilla de todas las conspiraciones,
castigador de los debeladores de los poderosos,
denunciante de las verdades que lo desafían,
difusor de patrañas con las que se acoraza
y eyacula, cultivador de insectos y verdolagas,
repartidor de trumpadas y trumpazos, chulo rebozado
de jactancia coronado de soberbia remachado de engreimiento,
firmante de hijoputeces y devastaciones y bombardeos y
                                                                                [chaladuras,
constructor de oleoductos en paraísos naturales
y de paraísos turísticos en franjas arrasadas
por fascistas talmúdicos, a cuyos naturales sobrevivientes
aspira a esconder debajo de la alfombra de los países vecinos,
okupa de groenlandias y canales, de fronteras y libertades,
capitalista que solo es capitalista cuando el capitalismo (le)
                                                                            [rinde beneficios
(y estatalista cuando no), embaucador de obreros y
                                                                    [atarantados,
de cubanos y mujeres, de aspirantes a ricos que no lo serán
                                                                                              [nunca,
oligarca aullador, ameba desorejada, plutócrata planetario,
paladín de los derechos inhumanos, narciso facundo
y jeremíaco, adolescente octogenario, perdonavidas
de academia militar (aunque no haya combatido
en jungla alguna, sino solo en la jungla de cristal y puñaladas
traperas de Manhattan; también ha visitado los pantanos de
                                                                                              [Florida,
poblados de saurios, ses semblables, ses frères),
enmascarado de fealdad, pero adversario de las mascarillas,
vacunado contra la concordia, pero opuesto a las vacunas,
archimandrita de 1,2 millones de muertos por covid,
dictador por un día (por todos los días), sutilmente
hitleriano (es su única sutileza), enamorado del éxito
que no consiste más que en dinero, enamorado de sí
—que es como caer rendido a los pies de Idi Amín
o de Samuel Little—, devorador de caviar
y hamburguesas anabolizadas, colega de sudafricanos
tecnomusolinianos tan henchidos de éxito repugnante
como él, espejo de miserables y cocainómanos,
epítome de cuanto niega la grandeza de un pueblo,
decantación grasienta de lo que hiede y espeluzna,
borborigmo horrible de la infamia,
magnificación hollywoodiense de Jesús Gil y Gil,
faro que orienta con su luz negra a Abascal y Orban, a Salvini
                                                                                             [y Le Pen,
a Milei y ese holandés de pelo de gallina,
führer de todo lo fecal del orbe,
homínido farfullante, escarabajo bípedo,
cerebro inexistente (y, aun así, rebosante de mugre),
analfabeto irredento, hacedor de grandezas vacuas,
asestador de vacíos, progenitor de víctimas,
útero de dolor, cocinero de la testosterona,
inventor de trumpantojos que solo engañan a los que desean ser engañados, receptor de elogios nauseabundos, emisor de
                                                                    [alaridos de guerra,
de facturas falsas, de arengas fatuas, de fetuas facciosas,
compañero de los fabricantes de armas, de quienes utilizan
                                                                                        [las armas
fabricadas por los fabricantes de armas, de quienes defienden
el derecho a usar armas, aunque sea para masacrar a los
                                                                                     [alumnos
de un instituto o a quienes han ido un sábado por la tarde
a un centro comercial a tomarse un helado,
jaleador de los que taladran el planeta,
de quienes derriten los hielos y la inteligencia,
de quienes no conciben límites en la capacidad
para destruir lo que nos sostiene, si no nos sostiene lo
                                                                             [suficiente,
expendedor de calamidades y vicios,
propalador de noticias falsas, de bienestares falsos, de
                                                                      [orgullos falsos,
de falsedades más falsas que su rictus,
más aterradoras que su catadura,
más sombrías que su mirada.
                                                      Trump,
triste, despiadadamente humano.

miércoles, 5 de febrero de 2025

Elogio del tanga

El tanga es la hipérbole de la brevedad. Si se empequeñeciera más, desaparecería. Pero es una hipérbole inversa: cuanto más reducido, más agranda lo que guarda. Lo abrigado por el tanga —esa porción mínima de realidad— cobra, gracias a él, unas dimensiones colosales: crece a tal punto que uno duda de que pueda ser cubierto por una cortina o una sábana. Sin embargo, el tanga lo cubre. La inversión que procura el tanga no solo atañe al tamaño. Una mujer con tanga está más desnuda que sin él; también un hombre. La desnudez que confiere el tanga es una desnudez de aluminio: esférica y volátil; una desnudez a la que el chispazo del tanga ha despojado de la aristada plenitud del vaciamiento. El tanga subraya la piel: la vuelve febrilmente visible. Quien lo porta, sin embargo, parece un fruto pelado, listo para la mordedura, en la frontera misma del derretimiento: su carne es pulpa, casi compota ya. Y todo gracias a un fragmento de tela que apenas se distingue de la nada. El tanga constituye el centro: trae el centro a la periferia. Su presencia dibuja el blanco de la diana. Y su exigüidad contiene el universo. Una tilde de licra se interpone entre nosotros y lo esencial: el tanga transforma lo que toca en inevitable. Cuánta levedad para tanta distancia. Pero la levedad crea la distancia. El tanga esculpe, pero aleja. A un centímetro de ropa corresponde un eón de presencia. Una mujer con tanga evoca la urgencia del amor. Un hombre con tanga, la delicia de la fuerza. Los tangas crecen en los cuerpos como las flores en el cemento. En las grietas, donde se concentran las humedades y prenden las semillas, empuja la vegetación, y también los tangas. El tanga es una lacónica pincelada en el óleo del organismo: en el anverso, un triángulo quisquilloso; en el reverso, un hilo como un tallo, o como una esperanza. Es, asimismo, una señal: nos indica a dónde encaminarnos. Aunque tapa, es todo menos un antifaz: el tanga no alisa, sino que esculpe; no disuade, sino que desenmascara. En el tanga hallamos la mitigación de la hipocresía y la exacerbación del deseo. Pero es una exacerbación tranquila, exenta de cuanto la enturbie: no hay velos, de tejido ni de conciencia, que retirar; no hay vergüenzas que causen vergüenza. O casi no las hay. Casi no. Lo que subsiste es la menor afirmación posible, la menor turbación admisible. Porque debajo del tanga queda el hecho incontrovertible de la materia, el axioma de la ensambladura feliz, la realidad promisoria de un paraíso común. El tanga no esconde: revela. Pero su revelación está teñida de sutileza, a pesar de la magnitud embozada, como lo está un amanecer cuyos azules turbulentos atraviese, durante un instante apenas concebible de tan fugaz, un pájaro blanco.

miércoles, 29 de enero de 2025

Charles Bukowski, el monarca del underground

Charles Bukowski (Andernach, Alemania, 1920-Los Ángeles, EE. UU., 1994) no fue un gran poeta. No tenía demasiada formación; escribía a patadas y a menudo borracho; era soez y descuidado, repetitivo y vulgar; sus poemas se parecen siempre mucho unos a otros: en su obra apenas hay evolución ni sorpresa, y, desde luego, ninguna sutileza; y su elogiada falta de retórica no es tal, sino otra retórica, fundada en exabruptos y elipsis, en escatología y sexo, en una estudiada improvisación y una imperativa astringencia. El propio Bukowski dijo muchas veces, en sus cartas y entrevistas, que le gustaba muy poco de lo que había escrito, que muchos de sus poemas eran malos y que ya se había olvidado de la mayoría. Sin embargo, logró convertirse en poeta, y muy celebrado (John Martin, su editor, lo consideraba «el nuevo Whitman»), a fuerza de querer serlo: por tracción animal, por ciega e indestructible obcecación de escribir, quizá porque sentía, con una intensidad insoportable, que la escritura era la única justificación posible de una existencia que siempre le resultó hostil e incomprensible, y a la que estuvo cerca de renunciar voluntariamente en Atlanta, en 1943, y en Los Ángeles, en 1961. Escribió uno o varios poemas (o relatos) casi todos los días de su vida, incluso entre los años 1945 y 1955, el periodo de sequía creativa más largo que había padecido nunca, según decía, y que bautizó como sus «diez años de borrachera» (aunque no hay que hacer demasiado caso de sus declaraciones: estaban siempre subordinadas al personaje que Bukowski había hecho de sí mismo). E inundó las revistas literarias de su país —todas: tanto las alternativas o underground, que vivieron su edad de oro con la revolución del mimeógrafo entre el final de la Segunda Guerra Mundial y los años 70 del siglo pasado, si es que puede hablarse de «oro» en el caso de unas publicaciones constitutivamente impecunes, como las más respetables y académicas, como Kenyon Review, Poetry: A Magazine of Verse o Beloit Poetry Journal, entre otras— con los poemas que pergeñaba sin descanso, a máquina, turbiamente iluminado por el alcohol, con un cigarrillo en los labios y el sonido de fondo de la música clásica que no dejaba de escuchar por la radio. Los mandaba por correo, sin hacer copias (e incluso sin poner remite), y se olvidaba de ellos. La mayoría eran rechazados. Algunas revistas los juzgaban tan abominables (por beodos, desmañados o indecentes, o por todo a la vez) que ni se molestaban en responder al envío; otras los zanjaban con la consabida nota de rechazo: Bukowski las coleccionaba en una carpeta que no dejaba de engordar, y hasta acabó escribiendo piezas en los que se mofaba de ellas. Si le devolvían los poemas, se los enviaba a otra revista, tan hampante o más que la primera: eso importaba poco. Su rarísima, sobrehumana perseverancia logró que sus poemas crudos, groseros, reveladores de una sensibilidad zarandeada por las ásperas convenciones puritanas de una sociedad estadounidense febril de posguerra y capitalismo, y sacudidos, a veces, por una conmoción existencial que abría a los pies del lector un abismo de sobrecogimiento, fueran calando entre los lectores y críticos, y condujo a Bukowski, a finales de los 60, a lo que siempre había deseado: el reconocimiento y la aceptación literarios. Cuando John Martin, uno de los muchos que se había sentido cautivado por su poesía y que hasta entonces se había dedicado a vender muebles, decidió crear una editorial en 1970, Black Sparrow Press, para publicar la obra de Bukowski y pagarle un sueldo vitalicio de 100 dólares al mes, tanto si escribía como si no, la suficiencia económica, de la que el autor de Cartero no había disfrutado nunca, se sumó al reconocimiento público y le permitió cumplir otro de sus sueños: dedicarse solo a la literatura (sin tener que trabajar en Correos, donde llevaba penando diez años y de donde estaba a punto de ser despedido tanto por su absentismo como, peor aún, por publicar columnas obscenas en la prensa).

De esta inverosímil tenacidad trata, sobre todo, Bukowski. Rey del underground, de Abel Debritto (Madrid, Punto de Vista, 2024), que hace un retrato minuciosísimo de su relación de tres décadas con las revistas alternativas de los Estados Unidos, en las que Bukowski encontró el medio adecuado para encauzar su incontenible creatividad y satisfacer su necesidad de difusión, y que a la postre fueron, como subraya Abel Debritto, fundamentales para su éxito posterior. Debritto destaca también la independencia de Bukowski: pese a sus provocaciones juveniles —acudía a las clases del Los Angeles City College a principios de los 40 con un brazalete con una esvástica— y a que luego se le considerase algo así como un escritor libertario, Bukowski siempre se declaró apolítico: no compartió las reivindicaciones sociales de la generación beat, la más crítica con el sistema, ni ejerció de escritor contestatario, y, ciertamente, en su poesía no hay casi ninguna referencia a los numerosos conflictos políticos y sociales de la segunda mitad del siglo XX. Como dijo en no pocas ocasiones, toda aquella mierda no le interesaba. La obra de Bukowski solo trata de Bukowski: de él, de sus encuentros (y sus peleas) con mujeres, de sus borracheras y de sus apuestas en el hipódromo. Tampoco asumió ningún compromiso estético con nadie que no fuese él mismo. Y tanto le daba publicar en una revista de los Black Mountain como en otra pornográfica (como hizo a menudo en los 70). Se encontraba más cómodo en las revistas alternativas, menos estiradas y puntillosas, pero no desdeñaba —y hasta elogiaba— a las más reputadas del país.

Bukowski. Rey del underground traza, al hilo del relato de las peripecias de Bukowski, un panorama muy documentado del mundo de la edición en los Estados Unidos de la Guerra Fría y de las siempre problemáticas relaciones de los escritores con los editores, los críticos y los demás autores. Debritto, que ha traducido muy bien a Bukowski, se revela como un investigador animado por un tesón equiparable al del poeta angelino. Pertrechado con una vasta y hasta hoy desconocida información, que ha obtenido del examen de la correspondencia y numerosos documentos inéditos del archivo personal de Bukowski, se mete hasta la cocina de la edición alternativa y desvela muchos de sus trucos y miserias. En su afán por remachar lo descubierto, incurre en algunas repeticiones: que las revistas underground fueron decisivas para el triunfo de Bukowski; o que el escritor no se desanimaba con los rechazos; o que quería publicar a toda costa, sin importarle el sesgo o los defectos del medio en que lo hiciera. Un cierto pulimiento habría podido evitar estas insistencias innecesarias. Su trabajo, no obstante, es luminoso y está bien urdido. Pinta con respeto, pero también con sentido crítico, a un autor al que admira. Así, no oculta sus declaraciones extemporáneas, que fueron muchas, ni sus comportamientos reprobables (en las tres ocasiones en que Bukowski fue editor de revistas, para desquitarse de las muchas veces en que había sido rechazado, se ensañaba con los poetas que le enviaban poemas: sus notas de rechazo eran feroces, y hasta llegó a devolver los poemas con anotaciones insultantes o bañados en cerveza o huevo; y en una de esas revistas, Harlequin, rechazó material que su mujer ya había aceptado para vengarse de los editores que habían descartado su obra en el pasado), pero tampoco su vulnerabilidad y, al mismo tiempo, su entereza, una entereza que le hizo mantenerse en pie, aferrado a la literatura, hasta que, rozando los cincuenta años, consiguió acceder al esquivo, largamente perseguido y tan ansiado éxito —en su caso, planetario—, del que solo acabó privándolo, en 1994, una leucemia mielógena.

[Este artículo se ha publicado, con el título de «Tenacidad triunfante», en Letras Libres, nº 280, enero de 2025, pp. 56-57]

viernes, 24 de enero de 2025

El premio de poesía “Lorenzo Gomis”

Anteayer se celebró en la librería Byron de Barcelona el acto de entrega del V premio de poesía “Lorenzo Gomis”, convocado por la revista El Ciervo. Y, como resulta que lo había ganado yo, ex aequo con Juan Vicente Piqueras, no tuve más remedio que asistir. Fue un placer, desde luego, y no solo por el reconocimiento que supone, sino porque constituye una ocasión ideal para renovar lazos de amistad y sentir el afecto de quienes te aprecian (y para que ellos sientan el tuyo). Por allí andaban mis queridos Sergio Gaspar, Jordi Virallonga, Álex Chico (que se encargó, y muy bien, de la glosa del poema de Juan Vicente Piqueras), Anay Sala, Silvia Rins, José María Micó, Alfonso Alegre, Alejandro Duque Amusco y Jorge León Gustà, entre otros que me dejo. También hizo acto de presencia, para mi sorpresa, Estrella Montolio, hoy catedrática de Lengua Española y experta en comunicación, y hace treinta años profesora mía de Lingüística en la Universidad de Barcelona, una de las más competentes (y, sin duda, la más guapa) que tuve en aquellos años aurorales, a la que no había vuelto a ver desde entonces. El hecho de que haya sido precisamente la revista El Ciervo (la decana de las revistas de pensamiento y cultura en España: se fundó en 1951, y sus 74 años de publicación ininterrumpida autorizan a considerarla la más antigua del país, más que la Revista de Occidente, creada en 1923, pero que ha atravesado varios periodos de silencio, uno de ellos especialmente largo, de casi tres décadas, como ayer me recordaba, con comprensible prurito reivindicativo y su habitual bonhomía, el director de la revista barcelonesa, Jaume Boix) la que me haya concedido el galardón (por medio de un jurado en el que figuraban poetas y escritores a los que admiro, como Jesús Aguado, Jordi Doce y Lola Irún, amén del propio Jaume Boix) hace que lo tenga aún en más estima. El Ciervo ha sido siempre un referente literario y cultural, una compañía sosegada y al mismo tiempo incisiva en los procelosos años de la dictadura franquista, de la transición democrática y de hoy mismo, cuando la razón maquinal del tecnocapitalismo —personificada por los magnates digitales constituidos en cohorte plutocrática del infame faraón Trump, con el neonazi Elon Musk a la cabeza— amenaza con arrumbar el legado humanista del diálogo, los derechos humanos y la justicia social que la revista siempre ha defendido. Uno podía no compartir el ideario cristiano que animaba a la publicación, pero no podía dejar de agradecer el espíritu dialogante y progresista con el que lo manifestaba, y sentirse reconfortado por él, como siempre me ha sucedido a mí. Desde esta posición de respeto y defensa de los valores de la Ilustración y la cultura, El Ciervo ha reservado siempre un importante espacio a la poesía, algo para lo que, sin duda, fue determinante la figura de su fundador y director, Lorenzo Gomis, poeta y uno de los pocos ganadores catalanes del prestigioso premio Adonáis. (Hace años, Lorenzo Gomis presentó uno de mis libros de poesía, y eso es algo de lo que todavía me enorgullezco). En ese espacio de preservación de la poesía —y digo bien: “preservación”: como la del lince ibérico, como la de cualquier especie animal en peligro de extinción— se sitúan el premio de poesía que he tenido el honor de recibir (que ya va por su quinta edición, y que han ganado autores tan sobresalientes como José Ángel Cilleruelo, que hizo ayer una espléndida glosa de mi poema, José Luis Rey, Jordi Doce o mi compañero de hoy, Juan Vicente Piqueras) y la constante atención de la revista a la poesía (iba a escribir “al género”, pero he recordado que no lo es, y he optado por la repetición del término). Transcribo a continuación el poema que ha merecido el reconocimiento del “Lorenzo Gomis”. Debo confesar que el hecho de que se premiase un solo poema y de que este no pudiera sobrepasar los treinta versos, me ayudó a vencer la natural vastedad con la que siempre abordo la creación poética. Quienes me conocen, saben que con treinta versos no tengo ni para empezar. Pero esta vez con treinta versos no solo he tenido que empezar, sino también que acabar. Y eso me ha ayudado decisivamente (aunque he utilizado los treinta: no quería desaprovechar ni una sílaba).

LA CASA

No encontrarás la casa en los lugares donde la buscas,
por los que pasas como una sombra que cabalgara a un
                                                                                             [relámpago.
Tampoco en las palabras con que acompañas
la huida, arraigada en las cosas indóciles, en lo que
se insubordina al ser,
en cuanto se desprende de la piel
                                                             y abraza la hoguera
                                                                         [declinante de la tarde.
Esas palabras solo guarecen tu soledad, en cuyo recinto oscuro
fructifican la fiebre y los fantasmas.
                                                                  No darás con nada que
                                                                            [desmienta a la nada,
con nada a lo que puedas acogerte como se acoge el náufrago
a la ola que lo envuelve o al fuste que lo salva. Seguirás
                                                                              [deslizándote por la
superficie de tu propio vaciarte,
por el cauce ametalado de lo que ocurre
y te atraviesa, de los remolinos como dragas
que recorren tu cuerpo y se recluyen en tu cuerpo,
de tantos actos arrumbados en el erial que eres,
a la luz descoyuntada de un amanecer al que no sigue un día.
En esa ladera por la que ruedan papeles en los que depositas
                                                                                               [cicatrices;
en esa ladera en la que ausencia y mundo
se intercambian la piel sin tocar el suelo, como los vencejos,
que honran el aire que los encarcela; en esa ladera donde los
                                                                                                     [perros
lamen tu fugacidad, y tus pasos resuenan exentos de ti,
condescendientes con la muerte, sólidos como el ayer,
en esa ladera, digo, yacerás hasta que el movimiento concluya
y caigas de tu cuerpo como un ojo ácimo,
como un útero que se deshilacha.
                                                              Tu casa es la errancia.
La encontrarás en el aire, habitada
por alguien que no eres tú.