lunes, 15 de abril de 2024

La Galería de las Colecciones Reales: lujo y poder, valga la redundancia

Camino de la Galería de las Colecciones Reales, junto a la fea catedral de la Almudena, en Madrid, paso por delante de la no menos fea sede del Ejército del Aire y del Espacio, pero no puedo dejar de apreciar la vibración lírica de su nombre: ejército del aire y del espacio. ¿Un enjambre de abejas que oscilase por un prado podría considerarse un “ejército del aire y del espacio”? ¿O una lluvia de estrellas que atravesara el firmamento? ¿O las gotas de un melancólico aguacero? Un poco más allá, experimento la sensación contraria: me cruzo con el autobús número 1, cuyo destino es la plaza de Cristo Rey —junto a la que, de hecho, estoy—, y soy incapaz de apreciar ningún eco místico o poético en ese nombre, Cristo Rey. Desde que, en la facultad de Derecho, a principios de los 80, me persiguieran —a mí y a otro rojos indeseables— algunos vándalos, fieles de Blas Piñar, enarbolando bates de béisbol y botellas de champán (y no para que brindáramos con ellos), al grito de “¡Viva Cristo Rey!”, soy incapaz de oír este nombre sin sentir un escalofrío, o más de uno. Aún de camino al nuevo museo, paso junto a un edificio esquinero con un bonito templete, uno de cuyos bustos, con la nariz rota, parece la cabeza de Charles Laughton. Justo debajo de la egregia figura, un joven encorbatado y muy gesticulador grita al móvil: “¡Que se joda! ¡Pues se queda sin casa!”, y yo me asombro de la ligereza, y acaso la perfidia, con que algunos resuelven los asuntos inmobiliarios. Llego, por fin, al Palacio Real, frente a cuya entrada —vigilada por cuatro guardias reales, dos a pie y dos a caballo, con sus uniformes rojiazules y, los jinetes, con sus lanzas rematadas por banderines rojigualdos— se amontonan los turistas y, en general, personas que hacen fotografías. Qué obsesión en todo el mundo por retratar a los soldados de juguete que decoran las sedes de la realeza. Encuentro otros dos guardias reales montados en la plaza que separa el Palacio Real de la Almudena; uno es un cabo, y está más gordo de lo aconsejable: su caballo ha de sufrir. Lucen todas sus galas decimonónicas, y hasta esbozan una sonrisa para salir más favorecidos en las fotos con que no dejan de ametrallarlos los turistas que los rodean. No lejos de ellos, montan guardia también uno que ha plantado unos enormes muñecos de Homer, Bart y Maggie Simpson (Marjorie no está) con la esperanza de cosechar algunas monedas por semejante despliegue de imaginación, y otro que fotografía a los turistas detrás de unas figuras de cartón sin cabeza que representan a toreros y flamencas. Todo valleinclanesco, como debe ser. Accedo, por fin, al multipremiado edificio que alberga las Colecciones Reales, obra de Tuñón y Mansilla, y empiezo a bajar, porque eso es lo que se hace nada más entrar: bajar por unas rampas hasta los diferentes niveles con los fondos de la colección. (Dejo atrás un caso de injustificada discriminación: la señorita de la entrada sonríe y da la bienvenida a todo el mundo que pasa, pero a mí no. ¿Qué me habrá visto para limitarse a escanear con la maquinita el código de barras del tique y no decir ni una palabra?). En la planta primera (esto es, la menos 1), se encuentran los bienes de la dinastía de los Austrias. Sobre todo, hay tapices, muchos tapices. Dado el origen alemán del linaje, es lógico que sea así: en Flandes, el tapiz era entonces uno de los mayores símbolos de poder, y una pieza artística de primer orden, que se tejía muy ricamente. Llaman también la atención las armaduras de hombres y monturas: vemos la testera y la silla de montar de Felipe el Hermoso, y también esas mismas piezas y el arnés de Carlos V en la batalla de Mülhberg (que tantas veces hemos visto en el óleo celebratorio de Tiziano); cerca, se alza la armadura completa del emperador, lujosa pero más bien pequeña: no debía de ser muy alto (a diferencia de Felipe el Hermoso, que era un mocetón), y además no le protegía los pudenda, apenas cubiertos por una muy traspasable redecilla. Descuella asimismo la armadura ecuestre de Felipe III, aquel rey pasmado que quería pero al que no le dejaban ver desnuda a la reina, según Torrente Ballester, y promotor de la rarísima Pax Hispanica, el periodo de paz que se vivió durante su reinado, entre 1598 y 1621; y digo “rarísima” porque desde 1492 hasta 1660 España estuvo prácticamente siempre en guerra: había un imperio que defender. Pronto reparo en los libros expuestos en las vitrinas, en los que muy poca gente se detiene, y admiro los manuscritos de la Historia general de las cosas de la Nueva España, de Bernardino de Sahagún, la Historia general y natural de las Indias (partes I y II), de Gonzalo Fernández de Oviedo, y la Relación de Michoacán, atribuido a Jerónimo de Alcalá. Pero la mejor pieza es, sin duda, la editio princeps de la primera parte del Quijote, la impresa por Juan de la Cuesta en 1605, que descansa, en un expositor único, al pie de sendos retratos de Felipe III —bajo cuyo reinado se publicó—, su esposa, doña Margarita de Austria-Estiria, y la hija de ambos, Ana María Mauricia de Austria y Austria-Estiria. Cuando estoy examinando el Quijote, un rebaño de turistas, pastoreado por una guía, se arremolina frente a los cuadros y me rodea. La guía perora sobre Felipe III y su augusta familia, y señala, perspicazmente, que algunas de las joyas que lucen las damas de los cuadros han sido utilizadas también por doña Sofía y por Letizia —así, sin el “doña” delante—, lo que suscita murmullos de admiración entre el público. Sin embargo, no dice ni una palabra del libro que tenemos todos delante, y se me ocurre que la situación refleja bien el estado de las humanidades y, en general, los intereses de la sociedad en nuestro país. Escapo de la melée y prosigo la visita. El arte está muy bien representado en esta planta: aquí están el famoso retrato de Isabel la Católica, de Juan de Flandes, y un políptico de este mismo artista, con quince escenas de la vida de Cristo para uso devocional de la reina; los conocidos retratos al óleo de Carlos V, de Juan Pantoja de la Cruz, y de Felipe II, de Antonio Moro; la Alegoría de la Santa Liga, de El Greco; un Cristo crucificado de Tiziano; un espectacular Caravaggio: Salomé con la cabeza del Bautista, fechado en 1607, en el que a la decapitadora Salomé le asoma un pecho muy blanco que la radical oscuridad circundante vuelve luminoso; y varias piezas de Luca Giordano, José de Ribera y Velázquez: de este, un retrato minúsculo del Conde-Duque de Olivares, de 1638, en que el valido luce mostachazo, prominentes mofletes (él no pasaba hambre, como muchos españoles) y una expresión pícara, y un Caballo blanco sin jinete, con las manos alzadas y, en mi modesta opinión, un tanto desproporcionado: con la cabeza muy pequeña. En la cartela que informa sobre un lienzo de Andrea Vaccaro, Descanso en la huida de Egipto, observo una falta de ortografía: Descanso en la huída (sic) de Egipto, dice. Quien ha descansado en este cuadro, ha sido el encargado de Patrimonio Nacional de redactar o supervisar la información. Además de los cuadros, por todas partes nos acompaña el lujo: yelmos con incrustaciones de oro, suntuosas sillas de montar, conspicuos relojes (incluyendo un curioso reloj-candil), preciosos relicarios —el de San Jerónimo es una geoda de cristales morados—, biblias ilustradas, mapas, sagrarios, un encantador espinario, atribuido a Guglielmo della Porta, y una delicadísima corona de la segunda mitad del siglo VII, perteneciente al tesoro visigodo de Guarrazar. Casi toda esta riqueza, que subrayaba por contraste la miseria en la que vivía España, pese a ser un imperio, durante el reinado de los Austrias, proviene de América, cuya conquista supuso un flujo incesante de metales preciosos y recursos materiales, que, no obstante, se dilapidaban en las guerras de religión, las necesidades defensivas del imperio y el boato de la monarquía y las clases privilegiadas, y apenas beneficiaban a la población. La conquista también conllevó un mar de males a las tierras y los pueblos conquistados, por más que el hiperventilado nacionalismo español de ahora haya hecho de combatir la leyenda negra una de sus causas más señeras y no deje de invocar las bondades de la presencia española en el Nuevo Mundo. Pero los españoles no fueron a América para ser buenos y misericordiosos, como no lo han hecho los súbditos de ninguna metrópoli: fueron allí para ganar fama, tierras y riqueza, y bien que lo hicieron, aunque de poco aprovechara a los que se quedaron en España (y, a menudo, tampoco a los conquistadores). Me despido de la planta de los Austrias que me han suscitado estas incómodas reflexiones admirando un cuadro de Carlos II adolescente, de Juan Carreño de Miranda, en que el enfermizo monarca, con el que se extinguió la dinastía, aparece pálido, prognático y luctuoso; los testamentos de Felipe II y del propio Carlos II; y una impresionante carroza negra de Mariana de Austria, la esposa de Felipe IV, en madera de nogal y palosanto, ebonizada, barroca, con el interior de terciopelo con hilo de plata, que sugiere pensamientos aún más lúgubres que los antes esbozados. El único contrapunto de color, que se agradece, lo aporta una escultura, El arcángel san Miguel venciendo al demonio, de Luisa Roldán, que parece una falla. La segunda planta (la menos dos) exhibe las colecciones de los Borbones, que accedieron al trono de España, en la persona de Felipe V, después de que Carlos II muriera sin herederos y la dinastía francesa se impusiera en la sangrienta Guerra de Sucesión. Es lógico, pues, que un espectacular Felipe V a caballo, de Louis-Michel van Loo, nos reciba al iniciar el recorrido. (Entiendo menos por qué se expone en esta sala un cuadro de Carlo Maratta, Lucrecia dándose muerte, en el que la santa, para defender su honra, se clava un puñal en un seno desnudo, que, por su fecha de composición, 1685, debería estar con los Austrias). También el hijo de  Felipe V, Carlos III, aparece, un poco más adelante, en todo su esplendor —con fastuosos ropajes de armiño y oro—, en un retrato de Anton Raphael Mengs; un esplendor que desmiente, o al menos matiza, una nariz descomunal. En cambio, el hijo de este, Carlos IV, retratado por Goya, no destaca por su grandeza, sino por su gordura y su fealdad, y aún menos su mujer, María Luisa de Parma, que parece una cacatúa (no lejos de la cual encontramos a Manuel Godoy, pintado por Joaquín Fuza, con quien la reina intercambió, al parecer, algo más que despachos oficiales). Tan poco atractivo debía de ser el rey que Juan Bauzil lo pintó de espaldas en 1818 (así se titula el cuadro: Carlos IV, de espaldas): solo se le ve la cabeza, de color pajizo y con una coleta en la que se ha anudado un lazo negro, por detrás. El lujo que se despliega en las salas es, otra vez, apabullante: hay tibores chinos de la primera mitad del siglo XVIII, rasos de seda de Antonio Gómez de los Ríos con episodios del Quijote (en el palacio del duque, el manteo de Sancho Panza), un altar portátil de 1734, sillones y muebles de todas clases, siempre riquísimos, vajillas finas, chinerías exquisitas, arcabuces, arquetas, cristalerías, porcelanas, espejos, palanquines y un largo etcétera de objetos que demuestran la opulencia de la corte española. Me detengo especialmente en el gabinete musical, que reúne un arpa de pedal, un pianoforte vertical, otro de teclas historiadas (que tenían que destrozar los dedos) y, lo más raro, un quirogimnasio, una pequeña tabla con diferentes mecanismos, diseñada para que los pianistas ejercitasen los dedos. En esta planta de los Borbones hay menos libros que en la de los Austrias, y eso me desilusiona. No obstante, me alegra encontrar un ejemplar de la Constitución de 1812, la primera norma fundamental de inspiración liberal y, en un sentido lato, democrática de nuestro país, aunque durase tan poco. La liquidó Fernando VII, aquel rey de pene muy grande, cerebro muy pequeño y moral más pequeña todavía, de quien se ha traído a la sala el llamado coche de la Corona Real, por ostentar en el techo eso: una gigantesca corona real. El vehículo, construido hacia 1830 con todas los adelantos de la técnica —tiene doble suspensión, por ejemplo—, luce en las portezuelas diez figuras de mujer que representan las virtudes de la monarquía. Pero, al contemplarlas, yo me pregunto: ¿qué virtudes? Fernando VII no demostró ninguna con su pueblo, sino solo desprecio y tiranía. Su hija, Isabel II, se muestra sosteniendo un abanico en una fotografía coloreada de 1872, y no puedo dejar de pensar, una vez más, que la estirpe borbónica no ha sido especialmente agraciada por la madre naturaleza: Isabel andaba sobrada de kilos y no era lo que se dice muy galana, aunque sí, se conoce, muy fogosa. Y su marido, el escuchimizado rey consorte Francisco de Asís de Borbón, que aparece pintado por Federico Madrazo, no parecía capaz de aplacar esa fogosidad, lo que le mereció las crueles burlas del pueblo. Quizá explique las generosas hechuras y los ardorosos impulsos de Isabel II que fuese atetada por una robusta ama de cría, Francisca Ramón, a la que pintó Vicente López Portaña como reconocimiento de su meritoria labor. En el cuadro, la tal Francisca aparece ataviada con sus ropas tradicionales de pasiega o vasca, porque, al parecer, las nodrizas de palacio eran, sobre todo, pasiegas o vascas, a las que se consideraba mejor dotadas por la naturaleza para amamantar a los hijos de la aristocracia. De los últimos miembros de la dinastía borbónica antes de llegar a la familia ahora reinante, Alfonso XII y Alfonso XIII, me quedo con un elegante retrato a caballo del segundo, de Ramón Casas, y otro de su bella esposa, Victoria Eugenia de Battenberg, nieta de la reina Victoria, que, según se nos dice, era una apasionada lectora (en una vitrina se exponen varios libros de su biblioteca, llena de clásicos ingleses: Robinson Crusoe, Peter PanOrgullo y prejuicio, y también de un sorprendente Epithalamion and Amoretti, de Eduard Spenser) y que debió de preguntarse muchas veces qué hacía casada con el rey de un país que celebraba su boda tirándole no arroz, sino una bomba al carruaje en el que viajaban. Pero, en fin, Victoria Eugenia era inglesa y, por lo tanto, estoica. Y por eso aguantó con tanta discreción el interés de su esposo por la pornografía y sus incontables infidelidades (e hijos bastardos), amén de su lamentable desempeño como monarca. Una de las pocas cosas buenas que hizo Alfonso XIII fue crear una Oficina de la Guerra Europea en el Palacio Real, cuya misión era localizar a civiles y soldados apresados o desaparecidos en la contienda, y que recibió más de 200.000 solicitudes (aunque no se especifica cuántas atendió). De la encomiable labor de esa Oficina consta en la exposición una carta de Miguel de Unamuno, de 1916, en la que pregunta por el paradero de dos vecinas de Lille, en Francia. Por desgracia, las colecciones reales llegan hasta aquí: el reinado y derrocamiento de Alfonso XIII. Nada hay de los reinados de Juan Carlos I ni de Felipe VI. Puede entenderse que los bienes de este no se consideren todavía históricos, pero no tanto que los del rey emérito hayan quedado excluidos de la exposición. En cualquier caso, al salir de la Galería, me resarzo de esta moderada y algo morbosa frustración atizándome en Casa Nicasio un castizo menú, consistente en una sopa de pollo con verduras, una cinta de lomo con huevo y patatas fritas, y un pionono de Santa Fe que están para levantar a un muerto.

martes, 9 de abril de 2024

Ser de incertidumbre

Los paquetes llegaron ayer como suelen llegar: arrugados y baqueteados, envueltos con una cinta adhesiva marrón que en algunos puntos había empezado a separarse ya, con los bastos cartones llenos de papeles pegados en los que constaba la dirección del remitente y del destinatario, y de la mano del repartidor de Honduras o Colombia, con gorra y mono azul, que me pidió el número del deneí y me indicó con un gesto de la cabeza que ya podía coger los dos pesadísimos bultos de la carretilla transportadora, aparcada en el descansillo, y meterlos en casa. Y así lo hice. En aquellos dos paquetes iba la obra de mi vida: los tres volúmenes de Ser de incertidumbre 1994-2023 que recogen (casi) toda la poesía que he escrito desde que empecé a darme a ella, a principios de los 90. No fue, pues, una llegada gloriosa, con fanfarria de trompetas y timbales, coronación de laurel y revuelo jubilar de musas, sino muy corriente, corrientísima: prosaica. Pero, no obstante su prosaísmo, me emocionó. Era una emoción tranquila —la de quien sabe que lo que hace tiene hoy una relevancia mínima para un número infinitesimal de letraheridos—, pero emoción al fin y al cabo. Por poco que seamos en este mundo —y, reconozcámoslo, no somos nada, como se decía antes en los funerales—, ver materializarse lo que ha justificado nuestra existencia, lo que ha dado respuesta —breve, frágil, incompleta— a la pregunta de nuestra razón de ser en el mundo (una pregunta que no tiene sentido que nos hagamos, pero que no podemos evitar hacernos; al menos, yo no puedo), alegra y tranquiliza. Pero me estoy poniendo filosófico y, peor aún, existencial. Y lo que quería contar en esta entrada era solo que los tres volúmenes de Ser de incertidumbre ya existen. Han visto la luz en la colección “PoesíaReunida”, de la editorial Dilema, dirigida desde hace algunos años por el poeta y crítico Antonio Ortega, y en la que han aparecido ya las obras de autores sobresalientes, como Miguel Suárez, Tomás Sánchez Santiago, Luis Suñén o Esperanza Ortega, entre otros. Los tres volúmenes de Ser de incertidumbre tienen títulos propios: “La respiración del mundo”, el primero; “La voz de la herida”, el segundo; y “La soledad”, el tercero. Y abarcan desde el que considero mi primer libro, Ángel mortal, hasta el último publicado hasta 2023, Hombre solo, aparecido un año antes. Fuera han quedado el primer cuaderno que publiqué, Razón de ser, en Salamanca y 1992, y que he considerado tan primerizo e ilegible como para excluirlo de la recopilación, y el último que ha salido de la imprenta, Poemas enumerativos, en la zaragozana Olifante, hace unos pocos meses, fuera ya del arco temporal que describe Ser de incertidumbre. El tercer volumen, “La soledad”, incluye, además de los tres poemarios publicados entre 2018 y 2023, un apartado con la poesía dispersa: poemas sueltos, circunstanciales, publicados en revistas o antologías; algo que, en cualquier caso, he practicado poco, porque, como he dicho en otras ocasiones, yo no escribo poemas, sino libros: me cuesta crear sin la apoyatura de una estructura orgánica en la que los poemas crezcan y se articulen— y la poesía inédita; otro con los prólogos y epílogos que he escrito para algunos de mis títulos; un tercero con los prólogos que han aportado otros autores a algunos poemarios (Rosa Navarro, Juan Manuel Macías, Jordi Doce, Tomás Sánchez Santiago); y, finalmente, una bibliografía. El conjunto está precedido por el luminoso prólogo del poeta, ensayista y profesor José Antonio Llera. El título no es más que mi definición del ser humano: una criatura signada por la incerteza (con la terrible excepción que supone la seguridad de morir) y el estupor, entregada a un tiempo —corto— de confusión y búsqueda de consuelo, pero que encuentra en esa misma incertidumbre su más honda razón existencial. Mientras escribo estas líneas de presentación, tengo los tres volúmenes a la vista en mi mesa de trabajo y, junto a la satisfacción por que existan, no puedo evitar sentir algo de pudor (no quiero decir “vergüenza”, aunque la vergüenza sea un sentimiento revolucionario) por haber escrito (y publicado) tanto. Son muchos libros, demasiados; y lo más preocupante es que todavía no se me han quitado las ganas de escribir. Pero si no se me han quitado, es porque tampoco se me han quitado aún las de vivir. Un escritor no es más (ni menos) que alguien que escribe. Y eso es lo que soy y, por consiguiente, lo que hago: escribir. A estas alturas de la vida, he orientado todo mi ser a la literatura: todo lo que hago, y siento, y pienso, nace y desemboca en la palabra. La palabra mueve mi ser, pero también lo recibe: soy un círculo verbal que va del yo al mundo y del mundo al yo. Pero otra vez me estoy poniendo metafísico, y no quería. Lo único que deseaba decir es que estoy contento por que todos esos libros que he escrito con esfuerzo e ilusión, pero echado al mundo como quien tira una botella al mar o da un hijo a la inclusa, todos esos libros en los que depositado angustias y esperanzas, júbilos y tristezas, todos esos libros que no son más que el fruto de una conciencia lingüística exacerbada y una pasión irredimible por el lenguaje, todos esos libros, decía, se hayan juntado ahora en una sola realidad que, para bien o para mal, me define y me explica.

En el prólogo, José Antonio Llera ha escrito:

[La poesía de Eduardo Moga es la] extenuación de la nada que somos y, a la vez, necesidad apremiante de nombrar el mundo, como los cronistas de Indias, un mundo que se desborda permanentemente delante de nosotros. Existencialismo es un término que le cuadra, pero que también se antoja insuficiente y vago. No hace falta decir que esta poesía nos golpea en la frente con el reloj de arena barroco, con la vanitas (“el desatino del nacimiento” se dice ya en la primera página). Sin embargo, si hablamos únicamente de existencialismo, creo que decimos poco. Para mí, la poesía de Eduardo es sobre todo una poesía fenomenológica. Primero porque arranca de una conciencia encarnada, porque explora los abismos de la identidad a partir de sensaciones que recibe un yo absorto. Sensaciones corporales y viscerales. Se piensa a partir del cuerpo, que también es observado, pensado como viviente, entre los alquitranes vinosos de la soledad: “Lo que soy / crece en este cuerpo individual, / abastecido por un corazón escéptico / cuyo destino es la ceguera”. Luego es cierto: poseemos cuerpos y actuamos a través de ellos, en sus frágiles corazas resuenan los sonidos y estallan los colores. No se trata de máquinas que registran sensaciones. El cuerpo dice la existencia. Abrimos los ojos y hurga en nuestra carne la espátula de la luz. 

Y en “Una poética y algo de historia”, el epílogo que escribí para El corazón, la nada (Antología poética 1994-2014), digo esto:

La lectura de algunos de los grandes del siglo de plata español me llevó a la escritura. Así ha sido siempre: la literatura es mimética: escribimos porque hemos leído y queremos proporcionar a los demás el mismo placer que nosotros hemos sentido, o, dicho con algo menos de candor, porque queremos que nos vean a nosotros igual que como nosotros vemos a los autores que nos han complacido. La literatura, en general, y la poesía, en particular, nos ofrecen dos posibilidades que de otro modo son inalcanzables: la de colmar los vacíos de nuestra personalidad con el reconocimiento de los demás, y la de vislumbrar, aunque raramente y con grandes dificultades, pero vislumbrar en alguna ocasión, la lógica de todo: de sustraernos, por un momento, a la convicción de que nada de lo que nos constituye, o de lo que nos sucede, tiene un sentido global, de que es, solamente, un amontonamiento de episodios contingentes, atravesados por el azar, cuya única conclusión es la muerte. En cuanto al primer punto, no tengo ninguna duda de que la literatura es, para el escritor, esencialmente terapéutica, aunque no pueda limitarse a ser curativa: su pericia ha de intervenir, y con firmeza, para que lo que se transmita al lector no sea esa dolencia, sino literatura. Muchos han dicho, y yo quiero recordarlo aquí, que las personas felices no escriben: se limitan, en efecto, a disfrutar de la felicidad. Si alguien se enfanga durante años, acaso durante toda la vida, en una tarea tan desesperantemente solitaria como escribir, para la que cuenta con tan pocos estímulos materiales, y que nunca ofrece la seguridad de que lo escrito valga la pena, es porque tiene una necesidad muy profunda que satisfacer, o una herida muy profunda que restañar. (...) En cuanto a la posibilidad que la poesía nos ofrece de otorgar un sentido cabal a esta realidad sin sentido que es la existencia, se me antoja indudable. Es, siempre, una percepción subjetiva, pero no por ello menos inobjetable que una categoría objetiva, o que un axioma. Uno se encierra en la cápsula de la creación, se dispone ahí como un erizo, hacia adentro, mirando hacia el reverso del yo, hacia sus profundidades o superficialidades, como en otro útero —el útero de sí mismo—, y se abandona a la inteligencia de lo caótico, de lo que emerge, a veces, con suerte, una visión arquitectónica, una armonía de resultados. Para hacerlo es menester que haya una vibración de conciencia, que se materializa en un tono: algo íntimo —pero nunca solipsista: algo que responde a los estímulos proporcionados por nuestra mirada al mundo— suena como un diapasón, tenue quizá, pero cierto, y nos indica el camino, que es el camino del ritmo, pero también el del descubrimiento. Es informe todavía, pero sugiere veredas, alumbramientos. Su desarticulación se ordena mediante intuiciones. Y las palabras que uno dicen ayudan a decirlo: a que se revele, a que uno sepa qué se estremece ahí, antes de la inteligencia, o construyéndola. Como ha escrito Antonio Gamoneda, yo solo sé lo que digo cuando lo he dicho. Y eso que por fin aparece en la página, y que empuja, a su vez, a nuevas expresiones —la palabra tira de la idea—, se revela atravesado por una urdimbre de sentido, antes que de significado, de la que, si me hubieran preguntado antes de escribir, habría respondido que no me sentía racionalmente capaz. El tapiz semántico, cuando se ha obrado con fortuna, resuelve las disyunciones, salva las distancias, renueva lo pretérito, anula el miedo: todas las contradicciones, aunque afloren a docenas en el papel, son ahora concordancias, porque se ha entrevisto un espacio en el que no hay muerte, ni desvalimiento, ni mezquindad. En realidad, hemos transitado por él, breve pero infinitamente, desasidos de la carne y sus servidumbres, alejados de lo frágil, robustecidos por la levedad. Y el poema es su testimonio.

Este poema, “[Soy un hombre que escribe...]”, pertenece al último libro recogido en Ser de incertidumbre, y me parece especialmente adecuado para ilustrar esta entrada:

Soy un hombre que escribe.
Otros reparan coches. O instalan cuartos de baño. O venden cosas
por teléfono. Yo escribo.
Lo hago aunque
esté resfriado o se me haya marchado
el alma, como un gato en celo.
Escribo a pesar de las innumerables razones
para no escribir.
Escribo porque la gata tiene los ojos verdes.
Escribo porque los árboles se desequilibran con el viento
y la gente anda por la calle como si fuesen a algún sitio
y el tiempo gotea de los tejados
y yo respiro en este cuarto forrado de libros
                                                                                  y silencio.
Escribo porque amanece. Porque anochece.
Escribo porque la soledad me muerde las entrañas
y el raspar del lápiz en el papel
me acompaña en este baldío
en el que he levantado mi casa.
                                                         Escribo porque se caen las letras
de mi nombre, y yo las junto en la página, y luego las miro,
asombrado de que digan cosas que no comprendo, pero sigan siendo
mi nombre.
                     Escribo porque llueve. Porque me protege de la lluvia.
Porque así escucho a todos
y no escucho a nadie.
                                       Soy un hombre que escribe
cuando las plantas saltan de los tiestos y bailan
en el comedor.
                           O cuando el silencio me levanta
de la cama en la que no puedo dormir
y deambulo por la casa, manchando con la tinta de mi sombra
la página del suelo
y las guardas taciturnas de las paredes.
Otros beben para olvidar. Yo escribo para recordar.
No quiero ser oído; quiero clausurarme,
como se clausuran las ruinas en lo hondo del bosque,
como se acoraza de espinas el erizo,
                                                                   como se recluye el anacoreta
que repudia la palabra, salvo la que pronuncia en la estancia escondida,
donde ningún eco ni glosa pueden menoscabarla.
Escribo en los supermercados, en los cementerios,
en las oficinas de Hacienda,
en los museos,
en los burdeles.
                             Escribo sin otra pretensión que no morir
o, si es inevitable, que no aborrecer la muerte.
Escribo para que los perros no gruñan,
para que no chisporrotee el mal,
para que a la gente no se le caiga la nariz ni se le despiece el sexo,
para que, cuando me derribe el ventarrón del desamparo,
la intemperie a la que me arrastre no sea lunar,
para que no cesen Bach ni Juan de Yepes,
para que no.
                       Escribo porque me complace tener manos.
Soy un hombre que sueña, que caga,
que se duele de la alegría y se regocija con la tristeza,
que escribe.
                      Y que se pregunta a dónde va
eso que escribe, qué sinrazón lo alumbra o amortaja, cuántas
manos lo leen. Lo escrito ¿cuándo es?
Escribo compadecido de mí, huido de mí,
poseído por mi hambre y mi sombra,
diciendo verdades absolutas, mintiendo irrefutablemente,
desollándome con cada sílaba,
                                                        bebiéndome las tildes,
asomado al balcón de esta nada en la que habito,
purulento, lastimoso, inquieto
como una lagartija.
                                      Escribo para atenuarme
y encenderme. Pero no proyecto luz,
sino una blanca negrura. Escribo aterido: las palabras
me dan un calor susurrado, que nunca conduce, empero,
a la hoguera del grito.
                                         Escribo abrasado: decir
me orea, como orea la brisa
al ahorcado.
                       Cuando escribo, me ronda otro insomnio,
en cuyo seno descanso, febril.
No soy pacífico cuando escribo: aspiro a quebrar
los límites. Pero no sé cuáles son, ni dónde están, ni si hay
límites.
              Escribir me lleva al otro lado. Pero en el otro lado
también estoy yo. Y miro a quien escribe —me miro—
como si practicase una alquimia inversa,
como si el sortilegio que invoco
fuera un maleficio.
                                   Cuando escribo, me escribo.
Y escribir me borra.
                                     No quiero que mis hijos escriban,
porque escribir encarcela como el amor
o el alambre de espino.
Escribir no extiende la dicha, ni salva.
Escribir es una rueda que gira
sin otro designio que girar. Escribir
es un relámpago estéril.
                                             Yo soy un hombre que escribe
porque no sabe hacer otra cosa. Porque escribir es
lo único que soy, mientras haya luz, y el vacío acucie,
y los días se sucedan.
                                        Y sigo escribiendo, empujado
por un desconcierto que arrecia: transcurre el cuerpo,
el horizonte doblega al sol,
la noche desgozna al horizonte,
                                                          y yo no dejo de andar,
acompañado por este primitivo bastón con el que soporto
la pesadez de las horas embarradas de tiempo
y el resultado incierto de esta minuciosa evisceración.
Escribo mientras la gente se muere a mi alrededor.
Mientras yo mismo me muero.
Escribo asediado por el ocaso
de los cuerpos que he amado
y de los libros de este cuarto
silente.
             Escribo porque he cometido
la insensatez de nacer y debo acatar la indignidad
de morir.
                 Escribo acariciado por lo que me falta
y consolado porque, escribiendo, simulo una lengua hacedora,
que acrece la realidad con una realidad que no existe.
Al escribir, asumo el riesgo de perder
no solo la vida que aún se me ofrece, sino también
a los pocos que me aman todavía. Las horas escritas son horas arrebatadas
al vidrioso esplendor de la mortalidad.
                                                                        ¿Escribir
represa la sangre que ha circulado por las venas
cuando se escribía? ¿Y refleja el brillo de los ojos,
o su tiniebla? ¿Se deposita el semen que expulso, y que preservará
mi nombre, en los nombres
que escribo?
                       Escribir es un pájaro que escapa,
una mano que se abre, pero que no contiene nada,
la helada que vemos cuando nos levantamos por la noche
y nos asomamos al silencio del mundo por una ventana negra,
mientras nos tomamos un vaso de agua fría.
                                                                                   Escribo porque sí,
porque no,
                     porque es el fuego que me forja
y el metal forjado, que descansa, tras la fragua,
en un rincón polvoriento de la fundición.
Soy un hombre que escribe.
Soy un hombre
que.
        Soy un.
Soy.
        Que.
Hombre.
Un.
       Soy.
Escribe.




jueves, 4 de abril de 2024

Surco, más y mejor

Hace exactamente un año apareció el número 0 de una nueva revista de poesía, Surco. Cuadernos de Poesía, publicada en Sevilla por el fundador y director de la editorial Hojas de Hierba, Antonio Lopez Cañestro. En una entrada de este blog (https://eduardomoga1.blogspot.com/2023/04/surco.html), saludaba yo aquella aparición, y elogiaba el carácter duro de la revista —solo en papel, con un diseño que aunaba clasicismo y modernidad, carácter exclusivamente poético y contenidos por completo alejados de las modas o la banalidad— en estos tiempos líquidos y licuefactores. Ve ahora la luz el número 4 de la publicación. Su continuidad confirma la consolidación del proyecto, algo particularmente meritorio, como digo, en una época en la que lo digital, aunado con lo frívolo, prevalece hasta casi asfixiar otras formas de hacer cultura, o, por lo menos, las empequeñece o confina en los márgenes menos frecuentados de la literatura (y de la atención social). El número contiene, como todos los anteriores, una interesante variedad de propuestas, entre las que destacan las voces de autores hispanoamericanos, de gran calidad, pero poco conocidos todavía en España: lo abre una breve pero sustanciosa reflexión de Imre Kertész sobre “El intelectual superfluo”, casi un pleonasmo en nuestra época. En la sección central dedicado a la creación poética, encontramos a los argentinos Hugo Mujica, Florencia Lobo y Yamila Transtenvot, a la uruguaya Laura Cesarco Eglin y al español Carlos Jiménez Arribas, un magnífico poeta, escritor y traductor que ha estado apartado de la primera línea de la poesía durante demasiados años, y que celebro vuelva a la brega creativa. La sección “Magnum Opus”, que pretende profundizar en la obra de un autor, está dedicada a otro argentino, Lucas Margarit, con poemas de tres de sus libros: Bernat Metge, Telesio y Monteverdi (uno de los de este último se abre con unos versos del gran Arnaldo Calveyra: “No supe que estaba triste hasta que me pidieron que cantara”; los epígrafes dicen mucho del gusto y la sensibilidad de quien los consigna). La sección “De Profundis”, por su parte, es un tributo al poeta venezolano Reynaldo Pérez Só, recientemente fallecido —en 2023—, uno de los grandes nombres ocultos de la poesía de su país, que le rinde su compatriota, la también poeta Edda Armas. Los poemas que ilustran el desempeño de Pérez Só pertenecen al poemario Para morirnos de otro sueño. En el apartado de traducción conviven el francés Roger Gilbert-Lecomte, sabiamente traducido y presentado por Julio Monteverde; la gallega Lara Dopazo Rubial, que traduce sus propios poemas; el catalán Francesc Parcerisas, cuyas cinco hondas y delicadas piezas —características ambas, la hondura y la delicadeza, de toda su poesía— he vertido yo al castellano; y, finalmente, Miren Agur Meabe, de cuya presentación me he encargado asimismo yo (reproduciendo el artículo “Un libro, una vida” con el que saludé la publicación en castellano del libro con el que ganó en 2022 el Premio Nacional de Poesía, Cómo guardar ceniza en el pecho), y cuyos poemas, escritos originalmente en vasco, ha traducido también ella misma. La última sección, “Entrada de carruajes”, recoge una conversación entre Allen Ginsberg y Ezra Pound, puesta por escrito por Michael Reck y traducida por Carlos Martínez Arribas. Mi principal contribución al número, además de la traducción de Parcerisas y la presentación de Meabe, ha sido un extenso artículo —o breve ensayo— sobre la poesía de la escritora malagueña María Victoria Morales, que fue otra creadora escondida, pero de una voz poderosísima, y buena amiga mía hasta su fallecimiento en 2016: “Poesía que estalla. Sobre la obra poética de María Victoria Morales”. Siempre he pensado que la poesía de María Victoria merecía una atención que la crítica no le había prestado ni antes ni después de su muerte, en parte por sus pocos libros (cinco), precariamente publicados, pero también por su personalidad insumisa, refractaria a la contemporización y el autobombo, un tanto ácida. Ojalá este análisis y celebración de sus poemarios, que me alegro mucho de que Antonio López Cañestro haya acogido en Surco, contribuyan a la recuperación de su figura o, al menos, a que el olvido no la consuma tan deprisa como nos consume a todos. Digamos, por último, que las ilustraciones de este número de primavera de Surco siguen, como los contenidos, en la línea feliz de los anteriores, desde la de cubierta, Le Tour du Monde, un lienzo de unos niños que juegan en un aula, del francés André Henri Dargelas, que reproduzco más abajo, hasta las impresionantes fotografías de Bukowski y Ginsberg que ilustran la conversación entre ambos. 

Transcribo el poema “Retrat del poeta” (‘Retrato del poeta’), de Francesc Parcerisas, con mi traducción:

Xiula el vent, l’aigua s’ha glaçat
a les canonades, neva.
Fa hores que és fosc
i es formen caramells de gel
a les teulades.
Que n’és, de bo, tancar el llibre,
bufar la bugia que crema sobre la taula
i, a la claror de la llar de foc,
arraulir-se al llit, sense sorolls,
per no desvetllar el son d’aquest cos jove
que ja fa estona que descansa, pur.
Ara, colgat sota les flassades, tanca
els ulls i rememora aquest dia
no gaire diferent de tots els altres.
Frueix d’aquest petit moment de plaer
que tot s’ho val, abandonant la mà
sobre un pit que sospira, adormit,
la cara en la tofa flonja dels cabells.
¿Serà així, la mort?
¿Benvinguda com aquesta son que et pren,
dolcíssima, sense retrets ni greuges,
agraint només els dons incommensurables de la vida?
¿Serà així que, en el camí de la fosca,
anirem a l’encontre de la llum?

Sopla el viento, el agua se ha helado
en las tuberías, nieva.
Ha oscurecido hace horas
y se forman carámbanos
en los aleros.
Qué agradable, cerrar el libro,
apagar la vela que arde en la mesa
y, a la luz del hogar,
acurrucarse en la cama sin hacer ruido
para no despertar a este cuerpo joven
que hace mucho que descansa, puro.
Ahora, arrebujado en las mantas, cierra
los ojos y recuerda este día,
no muy distinto de los demás.
Disfruta de este instante de placer,
merecido, con la mano abandonada
en un pecho que suspira, dormido,
y la cara en la blanda espesura del cabello.
¿Será así la muerte?
¿Bienvenida como este sueño que te transporta,
dulcísimo, sin reproches ni agravios,
agradecido por los dones inconmensurables de la vida?
¿Será así como, camino de la oscuridad,
iremos al encuentro de la luz?

Y también el principio de mi trabajo sobre María Victoria Morales:

María Victoria Morales era una poeta singular. Todo poeta lo es, supongo, pero ella reunía algunas características que la particularizaban aún más. Había nacido en Málaga en 1953 en el seno de una familia republicana, y crecido «cuando todavía la posguerra empedraba la vida y las lentejas», como dice en una carta que me dirigió el 29 de marzo de 2003. Quizá por eso, y tras licenciarse en Geografía e Historia (aunque habría preferido la bioquímica y la neuropsiquiatría, según dice también), a principios de los años setenta decide abandonar España y refugiarse en aquel Londres que era paradigma de libertad y hasta de locura. La joven poeta experimenta casi todo lo que podía experimentarse en aquella capital de la música y el teatro internacionales, del debate y las protestas políticas, de los pubs ruidosos y el hash a buen precio en los tugurios del Soho, de los jóvenes airados, los sex shops y las tribus urbanas de las que había tanta noticia en España como de los pueblos salvajes de Papúa-Nueva Guinea. Se le ofrece entonces una beca de investigación en la Universidad de Oxford, pero ella decide volver a su ciudad natal.  A su regreso, pasa dos años ejerciendo oficios diversos, incluyendo la crítica de arte, y acaba por hacerse profesora de instituto. Se dedicará a la enseñanza hasta que, por sus problemas de salud —varias depresiones y el síndrome de Forrestier, una enfermedad degenerativa de la columna—, se jubila anticipadamente y fallece en Málaga en 2016. 
Yo la conocí en los primeros años de este siglo, gracias a la mediación del poeta y editor Sergio Gaspar, a quien María Victoria había hecho llegar un libro, Mâtrka: del decir de la luz, para que considerara publicarlo en su sello, DVD —de cuya colección de poesía yo era entonces codirector—. Sergio, que se esforzaba por crear lazos entre los poetas, advirtió semejanzas en nuestras poesías y la remitió a mí. María Victoria me escribió entonces una carta, fechada el 10 de marzo de 2003, en la que se presentaba, y que dio inicio a una larga amistad. La conocí en 2004 en Málaga, donde ella vivía y donde el Centro Cultural Generación del 27 me había invitado a leer unos poemas. Le pedí a María Victoria que presentara mi lectura, y ella lo hizo con amabilidad y diligencia. La visité después en su casa, cuyas paredes recuerdo tapizadas, de suelo a techo, de dibujos y cuadros, prueba de su indeclinable pasión por el arte y también recolección de aquellos años en los que se había dedicado profesionalmente a la crítica de pintura. Era una mujer arrolladoramente inteligente, pero también delicada y escuchadora. La lucidez y la ternura se aliaban en una personalidad inquieta, fiel a sus amigos y entregada al pensamiento y las artes. María Victoria me presentó en aquellos días a otra persona de gran calado humano e intelectual, Pedro José Vizoso, hoy profesor en una universidad de Nebraska, con quien trabé, como con ella, una amistad perdurable. Con María Victoria me mantuve algunos años en contacto epistolar y por teléfono, en conversaciones siempre cordiales e iluminadoras, pero la distancia se impuso entre ambos cuando me fui a vivir a Londres, la misma ciudad a la que ella se había escapado de joven, huyendo de un entorno sórdido y hostil. Perdimos entonces la conexión y luego, por Pedro, supe que había fallecido, tristemente con solo sesenta y tres años.
María Victoria Morales fue siempre una gran lectora, cuya transformación en escritora se produjo en los primeros años ochenta. En 1982 destruye todo lo que ha esbozado hasta ese momento y compone los dos primeros libros que considera aptos para publicar. Ambos vieron la luz una década después: Bathing —en realidad, una plaquette de cinco poemas— se publicó en el Ateneo de Málaga en 1992,  y Batiburrillo, en la editorial Endymion —la que hacía aquellos libros vigorosamente anaranjados— en 1993.  Su tercer libro, Aularium, iniciado también en 1982 pero concluido en 1984, apareció en los Cuadernos del Sur. Publicaciones de la Librería Anticuaria El Guadalhorce, de Ángel Caffarena, asimismo en 1992.  Rerum et musicae, escrito en 1992, se publicó en la colección de poesía de la editorial Libertarias Prodhufi en 1994, y, finalmente, su último libro, Las aguas que suben, que abarca poemas escritos entre 1992 y 1996, pero ampliamente corregidos hasta su publicación —María Victoria era una correctora obsesiva de sus versos; en sus cartas cita a menudo a Quintiliano como inspirador de su pulsión por corregir—, lo hizo en la colección «Ancha del Carmen», del Ayuntamiento de Málaga, en 2006. A fecha de hoy, existe una página web sobre María Victoria, pero incompleta, insuficiente y probablemente abandonada. En su «Obra publicada» —que se presenta bajo el necrófilo título de «Columbario poético»— no aparecen las cubiertas ni de Bathing ni de Rerum et musicae, que apenas se mencionan en una escuetísima «Bío». Y en el apartado de «Obras inéditas», se relacionan cuatro, Planto, Collar de Hathor, Pteroentha Zerá y La rosa de los vientos, pero solo se transcriben cinco poemas de la primera, que la página web indica escrita en 2002, cuando, según indica la autora en las cartas que me dirigió el 18 de septiembre de 2003 y el 13 de junio de 2007, Planto se compone de veintitrés poemas, escritos en 1998. Por otra parte, la correspondencia de María Victoria Morales tanto conmigo como con el poeta y escritor José Ángel Cilleruelo revela que trabajó en muchos otros proyectos de libros (Non sense: animales sagrados [que estuvo a punto de publicar en una conocida editorial madrileña, pero cuyo editor se desdijo del compromiso adquirido en el último momento], Vademécum de las estrellas, Frutos de Eros, Imago vitae, imago mortis, Mâtrka: del decir de la luz [el libro que ofreció a DVD, también sin éxito], La piedra y el hueco, La sed, Ventana a la luz), de los que incluyó algunos poemas en sus cartas, pero de estos tampoco se habla en su página web, aunque es muy posible que la poeta los desechara o incluso destruyese —y en alguna de sus misivas así lo confirma, por ejemplo, de Vademécum de las estrellas, que afirma haber abandonado—. Que María Victoria Morales empezara a publicar tardíamente, con casi cincuenta años, que sus libros viesen la luz siempre en colecciones locales o en editoriales capitalinas pero excéntricas, de escasa e irregular distribución (y en ediciones poco cuidadas, con demasiadas erratas), y que aún hoy buena parte de su obra siga siendo desconocida, autoriza a considerarla una «poeta secreta», como hace Dináh Torrevejano en quizá el único estudio aparecido hasta el momento sobre su poesía, «Sobre la naturaleza de la creación poética. Bathing, de María Victoria Morales». No obstante, a la vista de las continuas quejas de la poeta en su correspondencia por las dificultades que encontraba para publicar sus libros y la falta de recepción crítica de los que sí conseguía dar a conocer, cabe dudar de que, como sostiene Torrevejano, María Victoria Morales cultivara esa condición de escritora secreta y mucho menos que se sintiera a gusto con ella. (...)

viernes, 29 de marzo de 2024

Personajes de Sant Cugat (2): el quiosco

Durante el confinamiento —aquel periodo, ¿os acordáis?, en el que no podíamos salir de casa, porque había un virus asesino por las calles que nos roía los pulmones si lo hacíamos; ha pasado mucho, mucho tiempo de eso, pero yo aún conservo un vago recuerdo—, uno de los trucos que empleé para no asfixiarme en casa fue salir a comprar el periódico, una excepción a la obligación de permanecer encerrados: se consideraba que leer la prensa y estar informado de todo lo relativo a la pandemia constituía un derecho esencial, del que no se podía privar a los ciudadanos. (Yo, antes de que el coronavirus despertase el caos, ya salía todos los días a comprar El País, pero hacerlo como beneficiario de una excepción legal a la mortífera situación en la que nos encontrábamos le daba a aquella tarea rutinaria un extraño aire de aventura). Así pues, todas las mañanas me encaminaba al quiosco más alejado de mi casa, para así andar más, que era uno, muy chiquito, en el centro de Sant Cugat. Allí me encontraba con un genuino búnker antivírico: con un gran cartel en la puerta que establecía la prohibición de que entrara en el local más de una persona; una enorme caja de cartón, adosada al mostrador, que separaba obligatoriamente aún más a los clientes de los vendedores; y un aparato purificador del aire, que, según el mismo artilugio anunciaba, exterminaba todos los bichos que hubiese en el aire, incluyendo a los seres humanos, si se ponía a la máxima potencia. Atendía el quiosco un matrimonio. La señora parecía un buzo: se cubría con dos mascarillas, guantes de látex y un abrigo capaz de desafiar al invierno siberiano; el señor iba menos protegido, pero había desarrollado la habilidad de devolverte el cambio en la mano desde una prudentísima distancia de seguridad, esto es, no te lo dejaba entre los dedos, sino que te lo lanzaba desde la línea de 6,25, y la mayoría de las veces acertaba. Pese a las dificultades de comunicación que causaban aquellas medidas draconianas, enseguida comprobé que la mujer era mucho más parlanchina y, pese a todo, amable que el hombre, que, a veces, ni siquiera respondía a los buenos días (aunque hay que reconocer que aquellos días nunca eran buenos) ni a las gracias que se le daban luego de que acertara con el cambio en la canasta de la mano. Aquella pareja ilustraba inmejorablemente una de las principales diferencias psicológicas entre los sexos: ella gestionaba el malestar hablando, y él, callando. Cuando la pandemia cesó, no dejé de ir a aquel quiosco —el sufrimiento une mucho— y hoy sigo haciéndolo todos los días. El local ya no es una trinchera antivírica, sino que ha recobrado su antigua condición de local modesto, familiar, de barrio, en el que sobrevive eso antaño tan accesible, pero hoy casi imposible de encontrar ya en las ciudades: la prensa escrita. Además de periódicos, el quiosco vende chucherías, juguetes, material de papelería y hasta algunos libros. La señora se ha despojado —hace poco— de su abrigo siberiano y el señor ya no tira de tres, sino que se ha acercado al aro y ahora juega en la pintura. A veces, incluso, las yemas de sus dedos rozan la mano del cliente: lo nunca visto. Pero el cambio más visible, respecto de aquellos tiempos infaustos en los que, enmascarillados, nos conocimos, ha sido la confianza que me tienen. Convertido en uno de sus más fieles parroquianos —yo persistiré en la anticuada costumbre de comprar el periódico hasta que la Parca venga a buscarme, y no abandono la esperanza de que Pedro Botero venda la prensa en alguna de sus calderas: al fin y al cabo, también él necesita estar informado de quién merece estar a su lado en el inframundo—, me reconocen ahora como interlocutor privilegiado y me hacen, gozosamente para ellos, destinatario de sus muchas tribulaciones. Sobre todo, la señora, cuyo nombre desconozco, pese a nuestra acendrada amistad. Resulta que tiene a su anciana madre muy enferma, y ha de cuidarla todos los días, un esforzado menester para el que, como pasa en tantas familias, no cuenta con la ayuda de sus hermanos. Un buen día, por casualidad, la señora debió de decir algo sobre el estado de su madre y observó que yo la escuchaba con atención, mirándola a los ojos, como hago con todo el mundo, y puede que hasta le contara algo de mi propia historia de hijo que hubo de cuidar a su madre, aunque yo no tuviera más ayuda que ella, porque no tengo hermanos. Aquel momento, que se pierde en las brumas postpandémicas, resultó ser el principio de una gran amistad. Desde entonces, apenas hay día en que la señora no me informe de los pormenores de la situación de su madre y de su propio desempeño como cuidadora, entre los que brillan con luz propia los detalles sobre los hábitos higiénicos de la progenitora y su irremediable tendencia a ensuciarse toda, así como los desaguisados administrativos para que le reconozcan a la anciana un grado de dependencia suficiente como para exonerar a los hijos de sus desagradables obligaciones de asistentes sociales y enfermeros. En su caso, como en el de mi propia madre y el de tantos ancianos en España, la Administración sigue el principio de actuar con la mayor lentitud posible, con la esperanza de que la muerte la exonere a ella de la desagradable —y cara— obligación de cuidar de sus mayores. En la letanía diaria de amarguras de la que soy oyente, en la que participan una hermana escurridiza, médicos sin empatía, funcionarios parsimoniosos o ambiguos, un negocio que hay que atender, hijos que están estudiando y no pueden distraerse, y políticos que ojalá críen un cáncer de testículos, recuerdo una vez en que la quiosquera se echó a llorar. Fue un llanto breve pero con fundamento. Yo no recuerdo haber llorado por la demencia y el desmoronamiento de mi madre. A veces, la quiosquera se apiada de mí y me pide permiso para ponerme al día, y yo se lo concedo siempre, claro. No he dejado de escucharla ni de mirarla a los ojos, aunque la que me cuenta sea una historia que ya conozco y, a menudo, me carcoma la impaciencia por leer las noticias del día. Y mientras ella habla, orbita a su alrededor el marido, que corrobora o glosa alguna observación con firmeza masculina y espíritu aledaño. Solo lo he visto reírse una vez —carcajearse, de hecho—: cuando anuncié el modo que tendría yo de ahorrarles a mis hijos el trabajo por el que su mujer estaba pasando, la solución romana, consistente en llenar una bañera de agua tibia, meterse dentro y cortarse delicadamente las venas de las muñecas con una hoja de afeitar: un sistema rápido e indoloro que solo tiene el inconveniente de ponerlo todo perdido y de imponer a los deudos la desagradable obligación de sacar de la bañera el cuerpo desnudo, ensangrentado y desmadejado del suicida. Otro personaje que nos acompaña a todos en los psicodramas geriátricos que se desarrollan diariamente en el quiosco, es un sujeto anónimo que casi todas las mañanas está presente, y que he llegado a preguntarme si no vivirá ahí, como un barfly, pero de la prensa. Lleva siempre una gorra de visera y las manos en los bolsillos, donde a veces suena el entrechocar de llaves y monedas. Da unos pasos arriba y otros abajo del pequeño recinto, y siempre opina, opina sobre todo: unos días las víctimas de sus perspicaces apostillas son los políticos, cómo no, y otros la gente en general, torpe, aborregada, insapiente. “La gente” es, en la boca de algunos schopenhauers de chichinabo, un concepto filosófico. Este hombre engorrado y engorroso es uno de esos vecinos, ya jubilados, que no tienen nada mejor que hacer que entretener a la singüeso con los de la tienda, donde nunca hay mucho trabajo, ni muy intenso. Las horas pasan para todos, entre desgracias de padres, sufrimiento de hijos, gente de pelo blanco, como yo, que aún vienen a comprar el periódico, y jóvenes que entran para comprarle una mochilita al hijo, porque la que tenía se le ha roto, si será trasto.

sábado, 23 de marzo de 2024

Elogio del otro

Alteri vivas oportet, si vis tibi vivere.
SÉNECA, Epístolas morales a Lucilio, XLVII, 5

El infierno son los otros, dijo Sartre, que no era un hombre de sonrisa fácil. Tenía razón, pero solo la mitad de la razón, porque los otros son también el cielo, si es que hay cielo. Cuando tenemos sed y alguien nos da un vaso de agua, es el otro el que nos lo da. Y cuando tenemos sed de cuerpo y alguien nos da a beber el suyo, también es el otro el que nos lo da. Cuando alguien muere, es el otro el que nos descubre el tamaño de nuestro amor (o de nuestro odio) y la maravilla de seguir vivos. Y cuando somos nosotros los que morimos y alguien nos sujeta la mano, o nos acaricia la frente, o nos besa en los labios, es el otro el que nos consuela del abismo de morir, de la soledad inconsolable de la muerte. El otro es cuanto nos excede y nos recluye: el frío ennegrecido de la tormenta y la negrura caldeada de la intimidad, el oleaje del silencio y la marea de las multitudes, lo que sucede con sangre y lo que adviene con tinieblas. Pero el otro es también la cercanía incomprensible y la vastedad al alcance de la mano. El otro no es solo el que lee estas líneas, si es que las lee alguien; también es el que me permite escribirlas. Hablo porque otro me escucha. Sufro porque otro me duele. Amo porque otro asiente al amor. Soy porque otros son. Yo soy el otro. Sin su respiración, me ahogaría. Sin su enemistad o su indiferencia, la amistad no existiría. Lo que soy, lo soy porque alguien me sabe, porque alguien me dice; porque se opone a mí y, al oponerse, me afirma. Ser es acercarse al otro: acercarse a uno mismo. Cuando le doy un vaso de agua a quien tiene sed, yo bebo esa agua. Cuando ofrezco mi piel a otra piel, me envuelvo en la mía, y cuando permito que la atraviese y que acceda a lo que está más allá de la piel, es mi carne la que me penetra, la que me constituye. La palabra, sin el otro, es solo ruido: un crepitar hueco. El recuerdo, sin el otro, es aire, fuga, nada: una nada menesterosa que zarandean los vientos y consume el silencio. Digo mi nombre y, si nadie me mira, si nadie lo oye, el otro que soy desaparece, y con él desaparezco yo. Para crecer, no solo he de ser yo, sino también otros, muchos, todos, aunque yo sea muy poco, o nada. Para liberarme de la exasperante atadura de la individualidad, que lo corroe todo, necesito el hervor de lo ajeno, de lo que me circunscribe y, al mismo tiempo, me impulsa; también de lo desconocido, de cuanto me arrastra al lugar que no sé, al yo que no poseo. El otro se introduce en mí y, una vez dentro, me mira con mis ojos. Y en esos ojos veo ciudades, reconozco a hermanos, saludo hecatombes, convivo con bestias. En sus pupilas se dibujan las fronteras de la conciencia, esas lindes bastardas por las que transitan los proscritos y en las que encuentran refugio los desamparados. Decir yo es decir tú, o él, o nosotros, o nadie: pero siempre algo fuera de uno, dentro de uno, que nace en los demás, que muere en todo: en sí. El otro es el que nos lleva de la mano hasta nuestro centro, aunque solo seamos arrabal, y el que alumbra, con la vara de zahorí de su alegría o su desconsuelo, la corteza que nos contiene. El otro es nuestro corazón y el corazón del mundo.

domingo, 17 de marzo de 2024

Gesto. Revista de Literatura, Arte y Pensamiento

Juan Luis Calbarro lo ha vuelto a hacer. Si en los primeros años de este siglo lanzó, desde la remota, ventosa y unamuniana Fuerteventura, la exquisita revista literaria que fue Perenquén, ahora se acaba de inventar la no menos refinada Gesto. Revista de Literatura, Arte y Pensamiento, aunque esta ya no la publica con sus solas fuerzas, como aquella breve Perenquén, sino con el amparo del Instituto de Enseñanza Secundaria José García Nieto, de Las Rozas (Madrid), y del propio ayuntamiento de la ciudad. Prolonga, así, una noble tradición española de revistas literarias publicadas por centros de enseñanza media, como la mítica Carmen, creada y dirigida por Gerardo Diego en el Instituto Jovellanos de Gijón entre 1927 y 1928, a la que dieron poemas casi todos los integrantes de la Generación del 27 (y dos alumnos destacados del propio instituto y después magníficos poetas: Luis Álvarez Piñer y Basilio Fernández), o la asimismo legendaria Cuadernos del Matemático, que fundó y capitaneó, nada menos que durante treinta años, de 1988 a 2018, el profesor y escritor Ezequías Blanco en el Instituto Matemático Puig Adam de Getafe. Es digno de celebrarse que este nuevo fruto del espíritu renacentista, permanentemente inquieto, de Juan Luis Calbarro cuaje en un centro de enseñanza con el nombre de un poeta, José García Nieto, autor de una obra notable, fundador y director de la revista Garcilaso, ganador de algunos de los premios literarios más importantes de su (y nuestro) tiempo, como el Adonáis, el Nacional de Literatura (dos veces) o el Cervantes, miembro de la Real Academia Española, y también, al decir de sus viperinos contertulios del Café Gijón, “el poeta mejor peinado de España”. Gesto se presenta como una revista literaria, humanística y multidisciplinar, en la que la poesía tiene un papel protagonista, pero en la que tienen acogida también, y con holgura, la prosa, el ensayo, el aforismo, la traducción y la crítica. El apartado gráfico es escueto pero impresionante: el número 1 de la revista, amén de una cubierta espléndida —una reproducción del óleo Bajo la pérgola, de Oscar Bluhm—, cuenta con una fotografía, a página entera, de Luis Alberto de Cuenca, colaborador en este número inaugural, observando desde muy cerca, con la cabeza apoyada en la mano, la vera efigie de Francisco de Quevedo presente en su despacho de director de la Biblioteca Nacional cuando De Cuenca ejercía esta función, y otra imagen, también a página entera, de  Ana Blandiana, la poeta y escritora rumana que contribuye al número con cinco poemas de su libro El ojo del grillo. Dado el carácter abierto, no sectario, de la revista, la nómina de colaboradores es amplia y estilísticamente plural. En la sección de poesía, encontramos a los españoles Luis Alberto de Cuenca, Teresa Domingo Catalá, Alfredo Rodríguez, Julio Marinas, Javier Pérez Walias, José Luis Gómez Toré, Santiago Alfonso López Navia, Regino Mateo y Concha García, y al dominicano residente en Nueva York Tomás Modesto Galán, entre otros; Moisés Galindo aporta un perspicaz ensayo sobre “Edgar Morin y Neil Postman: resistencia y combate” y Salvador Perpiñá, un muy interesante conjunto de reflexiones y estampas (sobre los museos, sobre las puestas de sol, sobre el Nemo de Julio Verne, sobre las casas abandonadas, sobre Venetia Burney, sobre los perros), agrupadas bajo el título de “Motivos de asombro”; la traducción de los poemas de Ana Blandiana corre a cargo de Viorica Patea y Natalia Carbajosa, que también vierte al español, con su destreza habitual, los cuatro poemas de la neoyorquina Lyn Coffin; y, en la sección de crítica, encontramos reseñas de libros de Susana Martín Gijón y Ernst Toller, firmadas por Toni Montesinos y Luis Felipe Comendador, respectivamente, de la última exposición de Yayoi Kusama en el Guggenheim de Bilbao, a cargo de Arturo Tendero, y del Festival de Literatura de Natura, celebrado en Vallvidrera (Barcelona) en otoño del 2023, del que da cuenta Carlos Gámez Pérez. Mi contribución al número ha consistido en una larga enumeración de escritores que padecieron toda suerte de enfermedades y desgracias, con la especificación de sus desdichas, que he titulado “Ser escritor no es fácil ni romántico” y que ya publiqué, abreviada, en dos entradas de este blog, del 3 y el 8 de septiembre de 2023 (y que todavía sigo escribiendo: los males y tormentos de los escritores a lo largo de la historia no conocen fin). 

Transcribo a continuación uno de los poemas de Teresa Domingo, románticos, desgarrados, eróticos y visionarios, aparecidos en este número de Gesto:

Mi Amado, llegó el viento y el escándalo del viento. Se sobrepuso a la noche en que incidía. Se destapó la madrugada, se cernió sobre los pájaros. En ella residía el sortilegio que alguien dejó para buscarla, para sumergirse en su negrura, para abalanzarse sobre el fruto que en sus ingles nos dejó cuando galopaba en las oscuridades de su seno.

La noche viene como un espectro abandonado. Es una cita fantasmal, un ruego impío. La noche es la madre, la que nos da la leche de su parto, la que se mueve entre los cipreses que custodian a los muertos, y en ese incidir en la vida y en la muerte es como un nacimiento del amor, un acercarse a la ventana que mira la misma oscuridad que me refleja.

Me abandono a la penumbra. El ángel pasa. Deja su rastro con las alas. Se entumece en el mismo volcán que lo libera. Los atajos lo conduce hacia el cielo.

Eres pan de estrellas, el que pongo en mi mesa, el que devoro entre las pastas del dolor, y que enardece mi boca, el hechizo que revive en mi boca, nacida para el beso.

Mi canto se oye en las alturas. Es un cesar de plañir, olvidar las lágrimas, colocar el yeso en las junturas que unen el amor, saborear el sabor que en tus labios tienen las ventiscas, y en tu nieve dormirme dulce, y amanecer en la blancura.


martes, 12 de marzo de 2024

Mago Moga (con perdón)

Tres escritores y amigos, Juan Luis Calbarro, Christian T. Arjona y Moisés Galindo, a los que conozco desde hace muchos, muchos años (aunque nunca serán suficientes), han tenido la iniciativa, no sé si feliz, pero sí fraterna, de publicar un libro-homenaje sobre, y no deja de darme vergüenza escribir esto, mi poesía y sobre mí, con el título de Mago Moga. Una forma de querer —que ha sido coeditado por Los Papeles de Brighton y Libros de Aldarán, las editoriales que han creado y dirigen los dos primeros, respectivamente—, en el que han colaborado, cordial y generosamente, ochenta y seis escritores y artistas gráficos españoles y extranjeros. Ha sido, huelga decirlo, una sorpresa morrocotuda, que he celebrado, antes que como un homenaje literario, como un tributo de amistad. Me hace feliz contar con tantas personas que aprecian lo que hago y que quizá, también, aprecian lo que soy, a veces más incluso de lo que me aprecio yo mismo, y no puedo estar más agradecido a Juan, Christian y Moisés por haber urdido este reconocimiento (en el que han trabajado con abnegación muchos meses), que yo, desde luego, no me esperaba, pero que confieso me consuela no poco en estos tiempos de tribulación. Algo así reconforta tengas la edad que tengas, pero, cuando uno entra en la sexta década de vida, alienta un poco más. Esos tres ángeles sin alas (pero con barba) que son Juan, Christian y Moisés, los valedores del libro, no se han dado por satisfechos con idearlo, organizarlo y publicarlo, sino que también quieren presentarlo el próximo viernes, 15 de marzo, en uno de los espacios culturales más hospitalarios de Cataluña, el Espai Betúlia, de Badalona, cuyas actividades coordina el poeta José Antonio Jiménez Navarro, que algo tuvo que ver con el germen de la idea. Y yo lo digo aquí, para general conocimiento, porque, aunque sigue dándome vergüenza, no quiero dejar de acompañar a quienes, desde hace tanto tiempo y tan fraternalmente, me acompañan.