Tres casos de transgresión y, para algunos, escándalo han concurrido estos últimos días en España: los titiriteros abertzales del parque del Retiro; la algarada antirreligiosa de Rita Maestre en la capilla de la Universidad Complutense de Madrid; y el Padrenuestro blasfemo de Dolors Miquel en el Ayuntamiento de Barcelona. Es revelador que dos de los tres hayan tenido por objeto las creencias de los católicos (aunque los titiriteros tampoco se mantienen al margen de la cuestión: en su espectáculo se asesinaba a una monja) y también que los tres hayan merecido un eco estruendoso e indignado en los medios de comunicación de la derecha católica, valga la redundancia. Los artistas del guiñol se me antojan los más desgraciados de todos: dos jóvenes contestatarios organizan un espectáculo cargado de acidez, pero también de realidad, de actualidad, y les caen encima una turba de padres soliviantados, los guardias urbanos, el fiscal del distrito, El Mundo, ABC y La Razón y, en general, una horda de bienpensantes con corbata que se mesan los cabellos y desgarran las vestiduras por semejante atropello de la infancia y la decencia, por este orden (y el orden, para esta gente, ya se sabe, siempre ha sido muy importante). Los títeres de todo el mundo —con el mítico Punch [golpear] inglés a la cabeza— han sido siempre criaturas violentas, mamporreras, dadas al latrocinio, el zurriagazo y la represalia. Su violencia, no obstante, no puede competir, ni en cantidad ni en calidad, con la que vomitan los juegos de ordenador en cuya práctica los niños y adolescentes son auténticos virtuosos, ni con la de muchas series de televisión y casi todas las películas que ven diariamente, ni con la que transmite, también diariamente, la televisión al informar de la guerra en Siria, los atentados en Irak o la crisis de los refugiados, por no hablar de las mujeres asesinadas, los horrores del narcotráfico mexicano o los accidentes ferroviarios en Alemania. Uno agradece, por otra parte, que los espectáculos infantiles, como esos polichinelas —así les llamaba mi madre cuando yo era niño— del Retiro, cuenten historias del mundo real, hablen de una comunidad no enteramente o no bobaliconamente idealizada. Pero tampoco hay que exagerar: hay representaciones artísticas que, por su contenido o su intención, requieren un público singular, una disposición de ánimo especial o una supervisión que no excluya en el supervisado cierto peligro y hasta alguna desazón. Y, en este caso, hablamos de niños pequeños que pasean por un parque público. El único error que advierto aquí es no haber comunicado a los padres, por cualquiera de los medios a disposición del ayuntamiento, e incluso en el propio lugar de la representación, que aquellos títeres tenían poco que ver con Heidi o los Reyes Magos. Dicho esto, la actuación de los titiriteros no ha sido sino el pretexto banal que ha encontrado la derecha sociológica y cultural, enfrentada a la pestilencia de su propia corrupción, para escandalizarse y contraatacar. una minucia, si la comparamos con el despropósito de su realidad, pero muy útil para fingir una dignidad ofendida, invocar el socorrido tópico del totalitarismo de izquierdas, y distraer la atención.
El caso de Rita Maestre tiene connotaciones más amplias, pero sirve también, en última instancia, al mismo propósito. Lo más escandaloso de este incidente no es que un pequeño grupo de jóvenes diera algunos gritos y enseñara un par de tetas en una capilla católica, sino que dicha capilla estuviese en un centro público de enseñanza y, aún más, que su actuación sea susceptible de constituir un delito de ofensa de los sentimientos religiosos, previsto en los artículos 524 y siguientes del actual Código Penal. No comparto las manifestaciones ruidosas ni los insultos, públicos o privados; no me gustan los escraches, por criticables que sean las personas a las que se dirijan, ni las performances políticas. Pero tampoco me gusta nada que con los impuestos de todos se financie un culto particular en la universidad española y que subsista en nuestro Derecho un delito tan retrógrado, tan contrario a la libertad de crítica, pensamiento, conciencia y expresión, como el de ofensa de los sentimientos religiosos. Por suerte, la Iglesia —ni el Estado en su nombre— ya no quema, ahorca ni encarcela a quienes la ofenden: blasfemos, perjuros, herejes, relapsos, heterodoxos y antidogmáticos de toda suerte y condición, como ha hecho durante siglos (y, en España, hasta época tan reciente como 1826, cuando colgó a un maestrillo valenciano, Cayetano Ripoll). Pero la fe sigue castigando a quienes no la comparten y se atreven a manifestar su desafección a sus dictados y exigencias. Si se trata de ofender —un terreno, el de la ofensa, en el que no se puede cimentar la vida política ni, en un sentido más amplio, la convivencia pública, porque no permite el debate racional—, a mí me ofenden muchísimo más las manifestaciones de algunos obispos —como las de Juan Antonio Reig Pla contra los homosexuales, que "encuentran el infierno" en los "clubes de hombres nocturnos" (qué magnífica hipálage, por otra parte: "clubs de hombres nocturnos" tiene mucha más fuerza poética que "clubs nocturnos de hombres", que es lo que el bendito prelado seguramente quería decir; a lo mejor bajo la mitra no hay un cerebro de mosquito y un enfermo moral, como sospechábamos, sino todo un rapsoda), o las de Bernardo Álvarez acusando a los adolescentes de 13 años de desear que abusen de ellos e ir provocando por ahí—, o los beneficios fiscales de que todavía goza la Iglesia católica en España, o su histórica adhesión a las dictaduras y el fascismo, o su oposición, aún militante, a la investigación genética, el aborto, el uso del preservativo, la igualdad de los sexos, la eutanasia y un largo etcétera de causas ciudadanas y derechos civiles. Pero esto no es novedad: siempre ha sido así. No hay avance de la modernidad ni conquista civilizatoria —desde la democracia parlamentaria hasta el voto de las mujeres, pasando por el pararrayos y las vacunas— a los que la Iglesia no se haya opuesto. Rita Maestre no se cubrió de gloria dando voces con el torso desnudo en la capilla de la Complutense. Pero no dañó nada ni a nadie, y lo que dijo está —o debería estar— amparado por la libertad de expresión, en lugar de penado por algo tan medieval como el delito por el que podría ser condenada a un año de cárcel.
Por fin, el poema recitado por la poeta Dolors Miquel en el acto de entrega de los premios Ciudad de Barcelona en el Saló de Cent del Ayuntamiento de la ciudad. Lo copio y traduzco aquí: Mare nostra que esteu en el zel, / sigui santificat el vostre cony, / l'epidural, la llevadora, / vingui a nosaltres el vostre crit, / el vostre amor, la vostra força. / Faci's la vostra voluntat al nostre úter sobre la terra. / El nostre dia de cada dia doneu-nos avui / i no permeteu que els fills de puta / avortin l'amor, facin la guerra, / ans deslliure-nos d'ells / pels segles dels segles, vagina. / Anem! [Madre nuestra que estás en el celo, / santificado sea tu coño, / la epidural, la comadrona, / venga a nosotros tu grito, / tu amor, tu fuerza. / Hágase tu voluntad en nuestro útero sobre la tierra. / Nuestro día de cada día dánoslo hoy / y no permitas que los hijos de puta / aborten el amor, hagan la guerra, / mas líbranos de ellos / por los siglos de los siglos, vagina. / ¡Vamos!]. El poema, como puede verse, es hediondo: un mero exabrupto vindicativo sin contenido intelectual ni elaboración lingüística, y hasta con errores gramaticales: ese "deslliure-nos d'ells" debería ser, en buen catalán, "deslliure-nos-en". Pero eso no sorprende en Dolors Miquel, una poeta abominable que viene zahiriendo al público catalán desde hace muchos años. Sin embargo, le asiste el derecho a escribir esto y a declamarlo en un acto público: nos asiste a todos los que escribimos y a todos los ciudadanos. Y todos gozamos del subsiguiente derecho de juzgarlo civil y literariamente. Los símbolos, textos y representaciones de las religiones, si tienen presencia pública (y más aún si suponen una imposición pública, como las procesiones de Semana Santa o la asignación de recursos tributarios), están sometidos a la crítica social, o deberían estarlo, sin temor a verse acusado de ofender los sentimientos religiosos. Por otra parte, una de las misiones esenciales de la literatura, en general, y de la poesía, en particular, es alterar lo inalterable, discutir lo indiscutible, vulnerar lo sagrado, mutilar lo inseparable, subvertir el tópico, violentar lo que todo el mundo acaricia, acariciar lo que todo el mundo violenta, zarandear las certidumbres, decir lo que nadie quiere oír, ensuciar lo inmaculado, darle una patada a la mentira, conjeturar la verdad, proclamar lo impensable. La literatura se ha construido transformando lo anterior. Como el conocimiento. Como el ser humano. Y transformarlo quiere decir, a menudo, herirlo, reinterpretarlo y también desecharlo. Bienvenidos sean, pues, los versos de Dolors Miquel, aunque apesten. Su presencia nos redime a todos, católicos inclusive.
Déjame, querido Eduardo, que me sume como abajo firmante, por si fuera necesario el apoyo, que nunca se sabe, a todo lo que apuntas en esta entrada. Y que aproveche para darte la bienvenida a tu/nuestra Españia. Suerte.
ResponderEliminarGracias, Máximo, amigo máximo, por tu solidaridad, que espero no sea necesario para nada más que para que conste tu acuerdo y tu apoyo, y que yo te agradezco mucho, con un abrazo grande.
EliminarEstoy, casi,de acuerdo contigo en todo.Una pregunta:¿esta gente serían capaces de entrar en un centro de culto a Alá, entrar con zapatos y si es mujer rezar junto a los hombres?.Los ayuntamientos subvencionan sus centros de culto y reunión con nuestros impuestos, jamás he visto ni oído a nadie decir nada, nadie de estos " ateos plastificados " que no dudan en hacer eso y luego se van a Montserrat, ya sabes..., mel i mató y buenas viandas con el abad .Una entrada con muchas verdades y muy bien expuestas. Gracias y besos.
ResponderEliminarTodas las religiones deben estar, en una sociedad democrática, sometidas a una crítica igual. Y más aún el Islam, que, para desgracia suya y nuestra, no ha pasado, como la Iglesia, por un Siglo de las Luces, que la ha desasnado bastante, aunque todavía no lo suficiente. El Islam sigue asilvestrado, como en el siglo VII. Por eso es también más violento que el Cristianismo, Donald Trump mediante, aunque esa violencia no ha de arredrarnos. Por otra parte, nada impide al buen ateo disfrutar de una mel i mató en Montserrat, o de un cuadro de Zurbarán, o de la "Noche oscura" de San Juan de la Cruz. El pensamiento antirreligioso, gracias a Dios, no implica dejar de disfrutar del arte ni de los placeres de la vida.
EliminarUn beso.
Jamás he dicho que yo no disfrute con los poemas de San Juan de la Cruz y el Arte Sacro. Comer ' mel i mató " y disfrutar de un día en la naturaleza que envuelve la montaña de montserrat, pero así, con minúsculas. Y para mí, ninguna religión, ninguna , y más aún en este siglo , merece ningún respeto.
EliminarEduard, chapeau!
ResponderEliminarMarta
Gràcies, Marta. M'alegro que t'hagi agradat.
EliminarUn petó gran.