La organización me había prometido que una azafata estaría esperándome en el aeropuerto, pero quien me está esperando es un señor con bigote. Es el taxista. Cuando subimos al coche e intento ponerme el cinturón de seguridad, compruebo que cinturón hay, pero anclaje no. Y no es que no haya por accidente o rotura: falta de serie. Lo echaré enseguida de menos: el tráfico es más que caótico: es indescriptible, y los conductores, como es natural, se han adaptado a él con una habilidad, pero también con una temeridad, que me pasma. Los intermitentes son instrumentos desconocidos —o quizá los coches salgan de fábrica sin ellos, como sucede con los anclajes de los cinturones de seguridad—, la distancia de seguridad es aún más inexistente que los anclajes de los cinturones de seguridad —los tres carriles de la autopista, por ejemplo, crecen a cinco: las dos líneas discontinuas que los delimitan se convierten en carriles en sí mismas— y los límites de velocidad son un concepto inaprensible que se cree que algunos tunecinos han alcanzado a conjeturar, pero cuya existencia real nadie ha podido comprobar. A la salida del aeropuerto, veo en un semáforo a un niño, de no más de once o doce años, limpiando cristales y vendiendo clínex. Mientras la luz está verde, se sienta en un bordillo, se lleva la esponja a la cara y ve pasar los coches con aire de infinito aburrimiento. Cuando se pone roja, salta a los vehículos como una ardilla harapienta. El trayecto hasta Sidi Bou Saïd, el pueblo donde se va a celebrar el encuentro de escritores, me ofrece un paisaje tan heterogéneo —tan caótico— como el tráfico: hay muchos edificios oficiales —de nombres largos como lombrices: por ejemplo, oficina gubernamental para la protección y el desarrollo del medio ambiente, o algo parecido, a la que, por el estado del medio ambiente que veo a mi alrededor, le queda mucho que hacer— y muchas sedes de superferolíticas empresas occidentales, pero también muchos edificios semiderruidos o en construcción. Recuerdo que, en mi anterior visita a Túnez, los indígenas nos explicaron que muchos tunecinos se construían la casa cuando tenían dinero, pero que, como no tenían dinero siempre —es más, como habitualmente no tenían dinero—, la construcción podía tardar años. Sidi Bou Saïd, mi destino, es un pueblo singular, situado a veinte kilómetros de la capital, junto a las ruinas de Cartago. Lo visitamos hace veinte años, en una de aquellas paradas en lugares pintorescos que ejecutábamos a la carrera, a las órdenes apremiantes de nuestro guía aborigen, que no debían de ser muy diferentes de las que dirigiría a una manada de camellos. La urgencia de aquella primera visita hizo que apenas me quedaran recuerdos de él, y lo redescubro esta tarde. Le da su singularidad el aspecto de las casas, pintadas todas de blanco, salvo las puertas, ventanas y rejas, pintadas de azul. Así lo dispuso Rodolphe François d'Erlanger, un barón nacido en Francia pero nacionalizado después británico, pintor, musicólogo y orientalista, que se instaló en Sidi Bou Saïd y, con el pueblo bajo su mandato —dado que Túnez era por entonces un protectorado francés—, promulgó un edicto en 1915 que obligaba a todos sus habitantes a pintar las casas así, blanquiazules: sería el lugar ideal para que el Espanyol de Barcelona tuviera su sede. Hoy, solo una, orgullosamente marrón, ha escapado a ese dictado, no se sabe por qué. Pero sí que el propietario se niega a seguir la norma, precisamente para singularizarse. Es comprensible: si uno estuviera rodeado de capillas sixtinas, una forma eficaz de afirmarse sería pintar un Ecce Homo como el de Borja. Llego por fin al hotel que me ha asignado la organización, que imagino como el palacio de Sherezade, pero, al igual que en el aeropuerto, me encuentro a un señor con bigote. Los señores con bigote están por todas partes. Que el alojamiento no es un compendio de delicias árabes empiezo a sospecharlo nada más cruzar su umbral (agachado, para no descalabrarme: tan bajas son las puertas). En la recepción he de rellenar el típico papelito estúpido para la policía, muy parecido a aquellos que había que cumplimentar en los establecimientos hoteleros españoles hace veinte años, y que dudo de que nunca haya leído nadie. (También en el aeropuerto obligan a rellenar una solicitud de visado, que estampa el propio gendarme del control de aduana). Cuando se viaja fuera del espacio común de la Unión Europea, del que han desaparecido, alabado sea el Hacedor, muchos de esos papeleos entorpecedores, uno comprueba hasta qué punto son inútiles, es más, hasta qué punto son idiotas. Pero el peaje burocrático es solo el anuncio de una habitación tenebrosa, en el sentido más literal del término: solo tiene dos bombillas de poca potencia. Uno vive aquí en semioscuridad, que quizá pretenda reproducir, con estimable pero acaso inoportuno espíritu etnográfico, las condiciones de algunos paisajes de Túnez, como las cuevas del desierto en las que se filmaron algunas escenas de la saga de La guerra de las galaxias. Por lo demás, la puerta del cuarto no cierra bien, la del baño no abre bien, no hay jabón ni alfombrilla en la ducha, el rollo de papel higiénico (que, por fortuna, está) está empezado, y tampoco hay televisión. Y no quiero mirar debajo de las alfombras ni beber agua del grifo, aunque me muero de sed. Sin embargo, y para ser justo, he de admitir que la cama —lo que más temía— no es mala y que la ducha, aunque sin jabón, proporciona un potente chorro de agua caliente, que, además, no cuesta regular, como en esas otras, desalmadas, que te abrasan o te hielan con solo girar un milímetro el grifo. Tampoco la idea del hotel está mal, con las habitaciones dispuestas alrededor de un patio central, al modo de los antiguos caravansaris. En ese patio, y en todas partes, abundan los gatos: Túnez es un país musulmán, y para el Islam el gato es un animal puro (y el perro, impuro: por eso se ven tan pocos; en Marruecos hasta los matan a tiros. Los mahometanos creen que en la casa donde hay perros no entran los ángeles, otra de esas creencias desquiciadas que caracterizan a todas las religiones). En un banco al lado de la entrada de mi cuarto duerme, enroscado, uno blanco, al que no despiertan los portazos que he de dar para que quede bien cerrado, y por todos los rincones corretean los gatitos de una camada reciente. (Tanta abundancia me crucificará esta noche, cuando estalle una riña terrible entre varios felinos, estrépito al que se sumará, poco después, la llamada a la primera oración del día de un almuédano también cercano: no será una noche tranquila). Pero los gatos no son los únicos animales que abundan en Sidi Bou Saïd: también se ven muchos halcones peregrinos y otras aves de presa, aunque estos sean una atracción turística: herederos del legendario arte de cetrería árabe, los exhiben los tunecinos en los brazos, o los depositan en los manillares de las motocicletas, o, simplemente, los dejan en el suelo, para que los turistas se fotografíen con ellos. A los gatos y los pájaros se suman los policías que circulan por las calles con el arma terciada y el dedo en el gatillo. Su presencia —consecuencia de la eclosión del terrorismo en la otrora apacible república— me intranquiliza, aunque menos que la posibilidad de un atentado de los yihadistas. Nadie de la organización ha venido a saludarme al hotel, ni me han dejado nota alguna sobre lo que tengo que hacer o a dónde he de dirigirme (aunque Luisa Fernanda Garrido, la directora del Instituto Cervantes de Túnez, sí ha tenido la amabilidad de telefonearme para interesarse por mi llegada), así que investigo por mi cuenta. En la recepción, el señor de bigote me informa de que el encuentro de escritores se celebra en el muy cercano palacio Ennejma Ezzahra, hoy sede del museo nacional de la música, construido en 1921 por el barón d'Erlanger, en estilo arábigo-andaluz, y allí me dirijo. Las actividades ya han acabado, pero llego justo para conocer, a la salida, a algunos de los participantes. Entre ellos, el inglés Chris Stewart, primer batería del grupo Genesis y hoy residente en las Alpujarras, esquilador de ovejas y autor de la celebrada saga que se inicia con el divertidísimo Entre limones. En estas actividades, Chris ha alcanzado un éxito desigual. Si como batería no tuvo demasiada fortuna (Peter Gabriel llegó a afirmar que "Chris Stewart no era precisamente una máquina de seguir el ritmo"), como esquilador de ovejas ha demostrado una diligencia admirable (es capaz de rapar a centenares de bichos en un solo día), gracias a lo cual ha viajado por todo el mundo, máquina de trasquilar en ristre, y como escritor ha logrado un sonado éxito internacional con una serie de libros que narran, al modo de tantos viajeros ingleses establecidos por el mundo (como su compañero Gerald Brenan, que lo precedió en los años 20 en las Alpujarras), su adaptación a un lugar tan distinto de Inglaterra, y tan exótico, como Órgiva, en Granada. Con Chris y otros escritores invitados asisto esa noche a mi primer acto oficial en el encuentro: una reunión con el público tunecino. Pero el público tunecino se compone solo de cuatro personas (dos de las cuales tienen bigote). Estaba previsto que a esta reunión —que se celebra en un centro cultural privado llamado Ágora— asistieran estudiantes universitarios, pero, por desgracia, no han podido venir, según nos informa el responsable del lugar, porque estos son días de exámenes. Me sorprende que este señor se manifieste sorprendido por su ausencia, cuando los exámenes siempre se hacen en Túnez, y en todas partes, en las mismas fechas. Pero es lo que tiene contar con un público cautivo: que a lo mejor alguien lo ha encarcelado antes. Charlamos entre nosotros —un belga con el pelo como Einstein, un francés que vive en Etiopía, un matemático y escritor argelino huido del terrorismo, y un griego preocupado por la naturaleza, además de Chris Stewart— y con el público tunecino sobre nuestra actividad como escritores. Casi todo el mundo emplea el francés, pero, como el mío está muy oxidado, prefiero utilizar el inglés. Intento consolarme de la ausencia de cena con un tentempié en la cantina del local, pero la cocina no descuella y, lo que es peor, no hay cerveza. Cuando acaba la charla, una señora me pregunta cómo podemos vivir los catalanes con el odio del resto del país. Le contesto que el resto de los españoles no odia a los catalanes, aunque no esté de acuerdo con el independentismo de algunos. Que no haya odio la deja, me parece, algo decepcionada y pierde interés en seguir hablando conmigo. Me entero entonces, con gran pesadumbre, de que el Madrid se ha clasificado para la final de la Champions. Si la señora se hubiera fijado entonces en mi cara, se habría alegrado: habría comprobado que sí hay odio —o, al menos, consternación— entre algunos españoles por otros españoles. Al volver al hotel, veo un café abierto: mi estómago protesta a partes iguales por el inmundo bocado del Ágora y por el hambre que aún siente, y no dudo en entrar y pedir algo de comer. La crêpe de queso y el zumo de plátano que me asesto me saben a gloria. Hay poco gente ya: solo dos parejas de jóvenes, que pelan la pava, fuman y beben té. Todo es lento; todo, sosegado. Tomo las notas que me permitirán escribir esta entrada y casi me duermo en el velador. Con las últimas fuerzas del día, me recojo en mi habitación, en cuya impenetrable oscuridad me abandono al sueño.
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