Aunque he ido tres veces a la plaza de San Francisco, de Badajoz, donde se celebra, como todos los años, la Feria del Libro de la ciudad, apenas he podido visitar las casetas. Lo que hice el primer día no puede decirse que fuese explorarlas. Entonces, atendiendo a las obligaciones del cargo, recorrí todo el recinto, acompañando al alcalde y a las demás autoridades que participaban en la inauguración, estrechando las manos de los libreros y deseándoles buena suerte. Pero he descubierto que estos deberes protocolarios, por importantes que sean (y lo son mucho), me importan poco, y me desagradan aún más. A mí lo que me gusta en las ferias del libro es ver libros, husmearlos, revolverlos, hojearlos, olerlos, acariciarlos, comprarlos y por fin leerlos. Así que una tarde de la semana pasada, coincidiendo con la presentación de Limados. La ruptura textual en la última poesía española, una antología de poesía preparada por Óscar de la Torre, heterónimo del cacereño Julio César Galán, y recientemente publicada por Amargord, hice una pausa para pasear —ahora sí, de verdad— por los puestos. En el del Museo Extremeño e Iberoamericano de Arte Contemporáneo tuvieron la amabilidad de regalarme Las Hurdes. El texto del mundo, de Fernando Rodríguez de la Flor, una de las exquisitas ediciones de la Fundación Ortega Muñoz (de otra, curiosamente, una antología poética de mi paisano Marià Manent, hablé no hace demasiado en Corónicas de Ingalaterra), y en otros dos compré sendos ejemplares de dos volúmenes singulares: A favor de los toros, de Jesús Mosterín, y Veintidós cuentos picantes, de Félix María Samaniego. Reconozco que el primero me lo quedé con cierto apuro. En una tierra tan taurina como Extremadura, a lo mejor me llevaba el exabrupto o la colleja de algún apasionado de la fiesta. Me pareció estar haciendo algo subversivo y hasta vergonzante. Aunque pronto caí en la cuenta de que solo habría podido ofenderse por mi gesto quien conociera a Jesús Mosterín, uno de los más feroces defensores de los derechos de los animales, porque el título del libro no puede ser más tranquilizador: A favor de los toros, que cualquier taurófilo consideraría un alegato en pro de la fiesta nacional. Llevaba tiempo con ganas de conocer a fondo los argumentos de Mosterín, un filósofo combativo e inteligente que, no obstante, siempre parece tener demasiada razón: cuando discute (y discute casi siempre: en este libro está muy preocupado por refutar a su colega conservador Fernando Savater), no solo rebate los argumentos del contrario, sino que, transido de la superioridad moral que le otorga estar en posesión de la verdad lógica, científica y dialéctica (aunque no necesariamente de la verdad sin adjetivos), rebate al propio contrario. Con los toros me pasa como con el boxeo: reconozco su brutalidad, la intolerable violencia que se ejerce con un animal que no ha elegido su destino, pero no puedo evitar que me seduzca su danza, su poesía visual: su belleza, sí. Quizá porque, como explica Mosterín en uno de los capítulos del libro, el cerebro de un niño es muy plástico y lo que le inculcan las figuras de autoridad es muy probable que permanezca en él toda la vida, y el mío fue moldeado por un hombre, mi padre, que, por ser pobre e hijo de la posguerra, solo podía disfrutar de los espectáculos populares: los toros, el boxeo, el fútbol y hasta la lucha libre, que reconozco me ha proporcionado algunos de los momentos más divertidos de mi infancia. A favor de los toros, una recopilación de artículos ya publicados en varios medios de comunicación, que ve ahora la luz en Laetoli, es una virtuosa, razonada y algo reiterativa arenga contra el maltrato animal y, en particular, contra el toreo, que define como un ejercicio de crueldad inaceptable en una sociedad avanzada. Nadie con espíritu crítico y sentido moral puede estar en desacuerdo con Mosterín. Sin embargo, el conflicto al que muchos nos enfrentamos subsiste. Porque Mosterín, como todos los antitaurinos, comete un error fundamental: da por supuesto que lo que hace gozar a los amantes de los toros es el sufrimiento del animal. Y no es así: los taurinos no son energúmenos sádicos que se solacen con la tortura del cornúpeta, con los espadazos crueles, las banderillas negras o los puyazos alevosos del individuo del castoreño —como no lo fueron García Lorca, Rafael Alberti, Pablo Picasso, Salvador Dalí, Orson Welles, Mario Cabré o Ernest Hemingway, entre muchos otros: creadores cuyas obras acreditan una sensibilidad mayor que la que demuestran algunos animalistas—, sino gente hechizada por la dimensión estética del espectáculo, a la que los animalistas son ciegos. De hecho, los taurinos no reparan en el daño que se le inflige al toro, sino solo en su comportamiento en el ruedo, al alimón con el del torero. Aunque esa es precisamente su falla: no reparar en el daño que se le inflige al toro. Yo, tras años de persuasión racional contra algunas enseñanzas insidiosamente inoculadas en la niñez por los padres (tanto los sacerdotales como los biológicos), he conseguido asumir —y reprobar— la salvajada que es la tauromaquia, y eso me ha hecho adoptar la posición que mantengo ahora: estoy a favor de que se prohíba, pero, mientras no se haga, me gusta disfrutar de una buena corrida ("Eso, ¡y de los toros!", añade el chiste).
Veintidós cuentos picantes es otra debilidad mía: tengo ya varias ediciones del mismo título, con diferentes formatos y presentaciones. He sumado esta, de la editorial Pepitas de Calabaza, por su calidad formal y por las atractivas ilustraciones de Javier Jubera García. Lo singular de este libro es que revela el lado oscuro de alguien que difundía la luz, un ilustrado, Félix María Samaniego. No fue el único, desde luego. De hecho, casi todos los afrancesados españoles se dieron con denuedo al rijo y la sicalipsis: Nicolás Fernández de Moratín escribió su extraordinario Arte de las putas, precursor del expresionismo; su hijo Leandro parece ser el autor de las Fábulas futrosóficas o la filosofía de Venus en fábulas, que contiene, entre otras composiciones merecedoras de recordación, el inenarrable "Desafío del carajo y el chocho"; Tomás de Iriarte se despachó a gusto con unas elocuentemente tituladas Poesías lúbricas inéditas y que no se pueden imprimir; y, en fin, Samaniego alumbró estos cuentos picantes en verso, titulados originariamente Jardín de Venus, que, aunque tuvieron una gran circulación manuscrita, no se publicaron en España hasta 1899. Para más inri, los escribió en un seminario. Naturalmente, como casi todos estos autores, fue perseguido por la Inquisición. De Veintidós cuentos picantes me ha interesado siempre la modernidad de algunas de sus fantasías y, en especial, la hipérbole surrealista de "Las bendiciones de aumento", que narra los efectos en dos personajes de cierto anillo mágico cuyo poder consiste en que, puesto en la mano derecha, aumenta el pene con cada bendición que imparta, y, en la izquierda, lo reduce asimismo con cada una. El primero de esos personajes, un hombre sufriente por la parvedad de su miembro, lo usa con su mujer, quejosa de su escasez, y esto es lo que sucede:
alzándola en el aire el miembro fuerte,
la moza en él clavada parecía
un esclavo que empalan en Turquía.
Viéndose contra el techo así ensartada,
pide al cielo favor. Entra asustada
la madre, y viendo cuadro tan terrible
da un alarido horrible,
diciendo: "—¡Santa Bárbara bendita,
qué visión tan maldita!
¡Venga un hacha que esté bien afilada
para cortar un nabo de este porte!"
A lo que la hija dijo atragantada:
"—¡Ay, no, madre, desteche, mas no corte!".
Pero el arrebato alcanza su cota mayor, y nunca mejor dicho, cuando, en la segunda parte del relato-poema, el tal marido pierde en una fuente el anillo y un obispo que por casualidad pasa por allí se lo pone en la mano derecha. A fuerza de repartir bendiciones a la gente con la que viaja en un carruaje y de santiguarse ante lo que le crece entre las piernas, la verga se le inflama hasta tal punto que sus pajes han de acudir en su ayuda. Y así sigue la historia:
Los pajes al obispo rodearon
y a sostener el peso le ayudaron
de aquella inmensa cosa,
encubriendo la mole prodigiosa
con todos sus manteos y sotanas;
pero estas diligencias eran vanas,
porque apenas un nuevo pasajero
se quitaba el sombrero
viendo al obispo y él le bendecía,
cuando otra vara aquel lanzón crecía.
Por fin, cerca la noche,
como mejor pudieron, a su coche
llevan al ilustrísimo afligido;
pero para que fuese en él metido
el cristal delantero le quitaron
y así la mitad fuera colocaron
de aquel feroz pepino
semejante a una viga de molino.
A oscuras, muy despacio,
al obispo llevaron a palacio.
Con mil mañas le ponen en su lecho
y de la alcoba abrieron en el techo
un agujero por que penetrara
según su altura aquella cosa rara.
La cosa se resuelve cuando el primer propietario del anillo, a quien llega la fama que, por razones obvias, ha cobrado el obispo, decide acudir a recuperarlo. El clérigo se lo entrega, y él, bendiciéndolo muchas veces con la mano izquierda, reduce presto el órgano episcopal, aunque el prelado se alarma por que no lo reduzca demasiado: "—Por Dios, que se detenga / y no otra nueva bendición prevenga, / que me pierde con ella si porfía: / ¡Déjeme al menos lo que yo tenía!". Toda la historia, con ese pene monstruoso saliendo primero del carruaje y luego por el techo de la habitación del mitrado, chorrea machismo y obscenidad, pero su misma exageración dibuja un disparate dadaísta, un esperpento patafísico, una astracanada surreal. Y eso, esa modernidad bufa (más su anticlericalismo), me la hace simpática, además de divertida. Hizo muy bien don Marcelino Menéndez Pelayo en llamar estas composiciones "nefandas" (y señalar que "no era lícito sacar a plaza ni sus títulos siquiera..."). Si para él lo eran, para muchos de nosotros habían de ser estupendas.
Genial !!
ResponderEliminarGracias, Teresa.
ResponderEliminarUn beso grande.
Estos ilustrados tan racionales y didácticos tenían, como todos, esta "racine ou grain de folie"(creo que es Deleuze quien lo llama así). Por eso, a pesar de todo, hay que quererlos.
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