domingo, 1 de mayo de 2016

De Mérida a Sant Cugat

Desde que llegué a Extremadura no había vuelto a Barcelona. Lo hago estos días para ver a mi madre —haciendo coincidir, felizmente, la visita con el día de la ídem— y a mi hijo Pablo. Desde Badajoz se han restablecido los vuelos a la capital catalana, y cojo uno directo. La última vez que compré un billete, hace tres años, la compañía quebró, y no ha habido conexión aérea desde entonces. (Por cierto, la aerolínea no me devolvió el dinero, a pesar de mis reclamaciones: vivan la decencia y los derechos de los consumidores). Voy en tren de Mérida a Badajoz: en el enorme vagón apenas hay media docena de viajeros. Pasa lo mismo en el autobús: siempre que lo cojo, está prácticamente vacío. No me explico cómo sobreviven RENFE y las compañías de transporte por carretera si no es gracias a las ingentes subvenciones del Estado. En Badajoz, donde he de pasar cuatro horas hasta la salida del avión, he quedado con Javier Romagueras, un catalán de Premià de Mar que vive y trabaja en Extremadura desde hace treinta años. Lo conocí en los actos de celebración del pasado Día del Libro en la Biblioteca de Extremadura. Allí me contó que mantiene un blog, Catalana con jamón, alojado en la plataforma digital del diario Hoy, para el que le gustaría entrevistarme. Le interesa conocer las impresiones de otro catalán recién llegado a Extremadura para trabajar en la administración autonómica. Él ocupó cargos importantes en los gobiernos de Juan Carlos Rodríguez Ibarra —fue el jefe de su gabinete de prensa—, pero ahora tiene su propia empresa, dedicada a la comunicación cultural. Javier, muy amable, me recoge en la estación de tren, me lleva a un bar de co-working —un lugar moderadamente pijo donde alquilan, por precios irrisorios, pequeñas oficinas y salas de reuniones para encuentros como el nuestro— y allí hablamos de Cataluña y Extremadura, de literatura y cómic (en el que Javier es un experto; hasta recuerda a uno de los clásicos desaparecidos de mi infancia, Iznogud, aquel tenaz pero irremediablemente fracasado visir que quería ser califa en lugar del califa), del mercado laboral y de la administración pública (y al tocar estos dos últimos temas nuestro tono de voz se hace un poco más lúgubre). Ambos reconocemos la influencia de los sentimientos en el singular devenir de las personas: tanto él como yo estamos casados con extremeñas o con hijas de extremeños. Le digo que, aunque he estado ya en Badajoz unas cuantas veces, tengo la sensación de no conocerla, pero que, pese a ello y pese a que las opiniones que me han dado siempre sobre la ciudad no la dejan bien parada, la siento una ciudad interesante: mestiza, desordenada, activa, culturalmente inquieta, potente de una forma sutil. Javier se muestra de acuerdo: en su opinión, es la mejor ciudad de Extremadura para vivir. Y quizá yo pueda comprobarlo dentro de no mucho, si nuestros planes —los de Ángeles y míos, digo; con Javier no tengo, a fecha de hoy, plan ninguno— se desarrollan como prevemos. Con amabilidad redoblada, Javier me acerca al aeropuerto de Badajoz, y allí nos despedimos. El aeropuerto de Badajoz es uno de esos aeródromos pequeños en los que las molestias de volar casi desaparecen: no hay colas, no hay aglomeraciones, no hay innumerables controles de seguridad, no hay pasillos interminables, no hay pantallas parecidas a listines telefónicos, no hay urgencias; y en los bares siempre quedan mesas libres. Ello no obstante, la funcionaria del control de policía cumple su tarea con celo japonés y comprueba que llevemos los líquidos de los maletines, en envases de menos de 100 mililitros, en la correspondiente bolsa transparente; en caso contrario, nos remite al bar, donde, además de mesas libres, proporcionan bolsas transparentes por el módico precio de 20 céntimos. Otro pardillo y yo apoquinamos y volvemos al rincón de la cancerbera, que nos deja pasar con magnanimidad y una sonrisita de satisfacción. En la sala de embarque coincido con la encantadora Carmen, directora de la biblioteca Bartolomé José Gallardo, de Badajoz: vuela a Barcelona para reunirse con un grupo de amigos con los que organiza siempre sus viajes. Ya en el avión, mi vecina de asiento es una joven, de no mal ver, que se entretiene leyendo a Ken Follett. Aunque leer a Ken Follett supone una pérdida de coeficiente intelectual de un cuarto de punto por página, esta, al menos, lo hace en inglés, lo que me imagino que debe de compensar. Yo también, de hecho: sigo con The English: Are They Human?, que me hace reír tanto como reflexionar. Cuando me bajo del Aerobús, en la plaza de España, reparo en la distinta percepción de la ciudad que tengo según de dónde venga. Cuando llegaba a este mismo lugar desde Londres, Barcelona me parecía una urbe mediana, sosa, casi provinciana, solo bendecida por el clima mediterráneo, lleno de templanza. Hoy, viniendo de Mérida, se me antoja una megalópolis que bulle de gente, con un tráfico insufrible y un clima helador. En los balcones siguen colgando las inevitables esteladas, pero menos y más desteñidas (y algunas, incluso, deshilachadas). Visito a mi madre, que me alimenta como si llegara de África (o como si aún tuviera quince años y estuviera creciendo): a sus ochenta años sigue preparando, con energía que reserva ya para pocas cosas, unas tortillas descomunales. En casa me espera una tarea colosal: reordenar la biblioteca, desbaratada gravemente por unas obras que hicimos hace unos meses y por el flujo torrencial, indetenible, de libros que no paran de llegar: libros de amigos, libros de desconocidos, libros de editoriales, todos ansiosos por ser reseñados. Colocar en su lugar los varios miles de libros que tengo en Sant Cugat sin que el piso haya crecido, ni vaya previsiblemente a crecer, me recuerda mucho a mis años de funcionario, cuando tramitar los asuntos suponía desplazar los expedientes de un montón a otro o cambiarlos de orden dentro de un mismo montón. Calibro estantes como un topógrafo, busco huecos por toda la casa, vacío cajas y cajones para poner libros, sin reparar en que lo que he sacado tendrá que ser, a su vez, guardado (pero la necesidad de colocarlos es tan acuciante que no me detengo a considerar esa minucia), y, en fin, choco con la materialidad irrefutable de los libros y de las paredes que los contienen como un cabestro contra un muro, y solo consigo arañar unos pocos metros cuadrados para el océano de celulosa en que se ha convertido mi piso (y mi vida). No sé qué haré con los que aún quedan en el suelo. Quizá los deje ahí, como airosas columnas que, con algunos volúmenes más, que sin duda llegarán, quizás alcancen pronto el techo. Así vivía Rafael Cansinos Assens, aquel ultraísta maestro de Borges, una de las figuras más trágicas de nuestra bohemia, que se pasó sus últimos años, dedicado para sobrevivir a la traducción de literatos en lenguas que desconocía, pero que no obstante vertía al castellano con donosura, deambulando por los estrechos senderos que dejaban las columnas de libros que crecían como palmeras en su exiguo piso madrileño. Ordenar libros, en fin, es tan duro como cavar zanjas, o quizá más: me duele todo el cuerpo, como si una banda de albanokosovares me hubiera tundido meticulosamente con una tubería de plomo. Pablo y yo decidimos salir a cenar a una restaurante cubano del barrio. Allí hablamos todo lo que no hemos hablado estos meses y me cobran casi 20 euros por una bandejita santiaguera, harto mediocre, que he tenido la ocurrencia de pedir. Bienvenido a Barcelona, pienso: ya estás en casa.

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