Hoy es el día turístico del encuentro, es decir, más turístico todavía. Por la mañana nos llevan al Museo Nacional del Bardo, en las afueras de Túnez. Ángeles y yo lo visitamos en nuestro primer viaje al país, y quedamos impresionados por la colección de mosaicos romanos que alberga. El museo rebosaba entonces de gente. Hoy, en cambio, está vacío, salvo por nosotros y un grupo de escolares a los que también han movilizado aquí en autobús, y que desfilan, en razonable desorden, ante las piezas expuestas. Este hecho es un reflejo a escala de lo sucedido en el país con el turismo. Desde el atentado del 18 de marzo del año pasado, en el que terroristas del Estado Islámico mataron aquí a 22 personas —19 turistas extranjeros y tres tunecinos—, el turismo, la principal fuente de ingresos de la república, ha menguado hasta prácticamente desaparecer. Y no es solo que el museo esté vacío: es que para entrar en él hay que pasar por un control de seguridad que ni en una discoteca de moda. Nada más acceder a las instalaciones, acudimos todos, capitaneados por los representantes del PEN Internacional que han venido al encuentro, a hacer una ofrenda floral en el monumento que recuerda a los 22 asesinados, dos de ellos españoles. Depositamos una corona fúnebre al pie de la lápida con sus nombres, rodeada por las banderas de los países de los que eran nacionales, y nos dejamos fotografiar. En ese momento, Chris me susurra al oído: "Uno nunca sabe qué cara poner en estas ocasiones, ¿verdad? ¿Sonríe uno o se muestra triste?". Rendido el homenaje, deambulamos por las renovadas salas del Bardo, escuchamos las explicaciones de nuestro guía y vuelvo a maravillarme de lo exhibido aquí. Lamento decirlo, pero, comparado con esto, el arte romano que se conserva en el Museo de Mérida es apenas nada (aunque la información que se proporciona en el Bardo sobre lo expuesto es manifiestamente mejorable; y no digamos los artículos de la tienda, que se limitan a cuatro librejos polvorientos y algunas bagatelas para guiris). En realidad, el Bardo no solo alberga las colecciones romanas, sino las de todas las civilizaciones que han pasado por esta encrucijada de caminos marítimos y terrestres: contemplamos un baptisterio cristiano, los restos de un mercante griego naufragado, arte líbico-púnico, imágenes bizantinas, alfarería islámica y cerámica otomana. Nos detenemos, con razón, en el harén —porque el Bardo fue, antes que museo, el palacio residencial del bey de Túnez—, y admiramos el estuco andalusí que recubre las paredes y los techos, hermano del que adorna la Alhambra. En cada esquina de la sala central del gineceo hay una puerta: la de los aposentos de las cuatro esposas del bey. El guía llama nuestra atención sobre el hecho de que más del 90% de las estatuas romanas que se conservan en Túnez no tienen nariz ni órganos genitales: arrancarlos era la forma que tenían los ocupantes de negar simbólicamente el poder de Roma. Entre el esplendor de lo acopiado aquí, distinguimos los impactos de las balas de los terroristas en algunas vitrinas, que se han conservado como recuerdo de la barbarie yihadista. Cuando los turistas atacados corrieron al museo para protegerse de los disparos, los asesinos los siguieron dentro y continuaron disparándoles. Curiosamente, el guía, que se muestra siempre muy locuaz, no menciona los balazos, aunque él también pasa a su lado. Yo los contemplo junto a dos poetas mauritanos, un hombre y una mujer: él, de un negro brillante, es más alto que yo, y, ay, mucho más joven, delgado y sonriente; ella me llama la atención por alternar con naturalidad la vestimenta occidental y la tradicional de su país, colorista, pero que la tapa hasta las orejas. Hasta nos parece observar que, cuando se viste a la francesa, se muestra más desenvuelta que cuando lo hace a la mauritana, pero podría ser una apreciación errada. Alguien me dice que Mauritania es "el país de los mil poetas". Me sorprende: yo creía que era España, más aún, que España era "el país de los diez millones de poetas", pero me deja con ganas de conocer mejor ese venero subsahariano de poesía. Por la tarde nos toca ver las ruinas de Cartago, aunque apenas quedan ruinas de Cartago: en el 146 a. C., los romanos cumplieron la exhortación de Catón el Viejo —Carthago delenda est— tan metódicamente —hasta sembrarla de sal— que hoy solo quedan escasísimas basas y desvaídos cimientos. Pero desde la colina Byrsa en la que nos encontramos, hay cosas que sí se ven con claridad: un jamelgo pastando; más allá, un rebaño de cabras; y entre ambos, un campo de fútbol con hierba artificial. Cerca de la entrada, junto a un trono de pega, flanqueado por dos maniquíes disfrazados de cartagineses, en el que pueden fotografiarse los turistas (es decir, solo aquellos lo bastante tontos como para hacer algo así), observamos también a un grupo de tunecinos jugando a la petanca, legado, acaso, de su pasado francés. De las ruinas nos trasladamos a los baños de Antonino, construidos en el s. II d. C., pero descubiertos en 1942. Ángeles y yo también visitamos este lugar hace años: lo único que recuerdo de aquella tarde es el calor insoportable, que nos hacía buscar desesperadamente las sombras de este balneario desmoronado. Hoy, en cambio, la temperatura es ideal. Las aguas del Mediterráneo son aquí hermosamente verdes, y el sonido de las olas que rompen se enreda y luego se deshilacha en las columnas y los pasadizos supervivientes. Mohamed, nuestro guía, nos cuenta que las termas estaban conectadas con un burdel situado bajo lo que es hoy el palacio presidencial, que vemos a nuestra izquierda, tras un muro que es más bien una muralla, en una elevación natural del terreno. Supieron que se trataba de un prostíbulo porque encontraron un pene labrado en piedra que apuntaba hacia el lugar; y era un pene muy visible. Sospecho que la señalización de los romanos era mejor que la actual del Bardo. Mohamed no especifica si el lupanar sigue activo, pero sí se queja de que el turismo anda flojo: los cruceros, por ejemplo, que antes desembarcaban legiones de guiris en los puertos del país, como romanos en la tercera guerra púnica, ahora paran en Malta. Al volver de nuestro tour, entretengo las horas que me quedan de estancia con la lectura en una terraza de Sobre nada y otros escritos, de Mark Strand, aquel poeta alto y canadiense que vivió sus últimos años en España y murió en Madrid, recientemente publicado por Turner. Veo, como en Cartago, el mar, arrullado por una dulcísima música árabe y un té no menos dulce. Pero la tarde se vuelve desapacible: amenaza lluvia y se levanta un viento frío. Entro en calor paseando por Sidi Bou Saïd. Me cruzo con jóvenes tunecinas con minifalda y con adultas tunecinas con capisayo: contrastes de un país que se debate entre el conservadurismo —es decir, el miedo— y la libertad. La arquitectura de Sidi Bou Saïd también es andalusí: de los moros expulsados de España a principios del s. XVII. Atraído por una estantería repleta de libros, entro en una tienda de una de las calles principales. Me decepciona comprobar que casi todos están dedicados al Islam, pero así sucede, me parece, en todas las sociedades árabes, incluso las más tolerantes, como la tunecina: la religión tiene un peso, una omnipresencia, que me repele y que, en mi opinión, constituye el meollo de los problemas que las aquejan. Para más inri, cuando estoy saliendo de la tienda, oigo al almuédano llamar a la oración vespertina. El paseo acaba en un mirador sobre la bahía de Túnez y el puerto deportivo de Sidi Bou Saïd, al que algunos lugareños descienden por senderos que serpentean entre la maleza. Por fin, ceno con Luisa e Isabel, mis anfitrionas del Instituto Cervantes, y sus maridos en un restaurante de La Goleta, el puerto de la ciudad de Túnez, que me recuerda extraordinariamente a los antiguos figones de la Barceloneta, con camareros empajaritados, pescado fresco que uno podía escoger (aunque no supiera muy bien lo que estaba escogiendo) y un olor aturdidor a calamares fritos. Nos escolta la imponente mole de la fortaleza de La Carraca, construida por los españoles después de que Carlos I desalojara de la ciudad a Barbarroja, el pirata otomano, en 1535. Cuando, ya de madrugada, vuelvo al hotel en Sidi Bou Saïd, encuentro la puerta entornada y una oscuridad casi total: la oscuridad es marca de la casa. Al pasar, me sobresalta una voz de ultratumba, acabada de salir del sueño, que me pide que ajuste la puerta: es el señor de bigote que me ha atendido estos días, que duerme en un catre en la recepción. Sin duda, es un hombre entregado a su trabajo.
Cada vez me lo paso mejor leyéndote. Muchas gracias.
ResponderEliminarGracias a ti por tu fidelidad lectora y tus palabras.
EliminarMuchos besos.
Qué deliciosa crónica, Eduardo: detallada, exótica, disparatada a veces y muy, muy graciosa. Tu mirada occidental e intelectual contrasta y destaca el batiburrillo ambiente: el comienzo inquietante, ese hostal con puertas que no resguardan, esos desayunos mal repartidos, esos habitantes entre dos mundos, o esos invitados que no se sabe muy bien a qué han sido invitados ni para qué público hablan... La descripción que haces de tus interlocutores es muy¿cómo decirlo? Jajaja. Es científica cual autopsia al tiempo que llena de matices "gamberros". Qué risas...
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