Vuelo hoy al cuarto encuentro euromagrebí de escritores, que se celebra estos días en el pueblo de Sidi Bou Saïd, a unos veinte kilómetros de Túnez. Se trata de una iniciativa de la Unión Europea en el país magrebí para reforzar los lazos y el conocimiento entre autores europeos y norteafricanos, que cada año se desarrolla en torno a un tema central. El encuentro al que me han invitado trata de "Literatura y diálogo", uno de esos enunciados bienintencionados (¿quién no está a favor del diálogo, aparte del Estado Islámico?) y lo suficientemente amplios como para que se pueda hablar de casi cualquier cosa. Por desgracia, el vuelo no es directo. Los vuelos con escala suponen duplicar las incomodidades del transporte aéreo: si un aeropuerto y un avión son ya insufribles, dos resultan apabullantes. Por lo demás, todos los aeropuertos son iguales: estoy ahora en Fiumicino, pero miro a mi alrededor e igual podría estar en Tegucigalpa. La repetición homogeneiza los procedimientos y, en ese sentido, nos ayuda a manejarnos en lugares que de otro modo resultarían disímiles, pero también cercena toda noción de lugar; como he escrito en otro sitio, el aeropuerto es el no-lugar, el espacio en el que no existimos, el territorio sin materialidad ni tiempo en el que nuestra propia masa se disuelve en la nulidad de lo igual. En el aeródromo de Roma disfruto de algunos de esos momentos que hacen de volar una experiencia inolvidable, como que me cobren 9,90 euros por un bufalino —un lacónico bocadillo de queso— y una cerveza "Corona", o que una monja que se me ha sentado al lado —en Roma hay muchas monjas; en Roma las monjas son legión— me plante en los pies una voluminosa mochila —que, por su peso, debe contener media biblioteca vaticana— y me mire con ferocidad muy poco cristiana cuando consigo sacar un pie de debajo del bulto y lo aparto con un discreto empujón. Sin embargo, la experiencia más singular que me depara esta bonita escala en la capital italiana es asistir a un breve capítulo de la guerra que se está librando entre el islamismo radical y los países occidentales (e infieles). Cuando estoy embarcando en el avión, se oye un extraño revuelo en la parte posterior del aparato. Alguien grita que hay una pelea, y una azafata responde, también a gritos, que hay tres policías en el avión, como si eso implicara que no es posible que haya una pelea. Como no sé muy bien qué está pasando, pero nadie nos impide avanzar y ocupar nuestros asientos, me dirijo al mío. Qué extraño resulta, pienso, que las azafatas muestren tanta laxitud, en lugar del robótico esmero con el que se comportan siempre. Entonces distingo la escena y comprendo por qué. Dos hombres de mediana edad están sujetando cada uno de un brazo a alguien sentado entre ambos, y un tercer individuo, arrodillado en el asiento de delante del aprisionado, le echa todo el peso encima y le aplasta la cabeza contra el respaldo. Este grita, farfulla, se retuerce: Ça va! Ça va!, aúlla. Los tres que lo retienen no parecen muy convencidos de que la cosa vaya. No obstante, al cabo de un rato, el que se le ha echado encima lo suelta. Entonces el detenido —porque eso es lo que es, según alcanzo a entender— revela su faz, cruzada por una ceja única, gruesa como una oruga lanuda, una fila de dientes desparejados, un reguero de sudor brotado del esfuerzo mayúsculo por erguir la testa y, sobre todo, una expresión que, estoy razonablemente seguro, viene a significar: "Me cago en todos vuestros muertos; si pudiera, os arrancaba a los tres la cabeza aquí mismo y hacía ceniceros para toda la familia". No es un hombre agraciado, y la furia que lo invade se suma a las facciones disformes para proporcionarle un inquietante aire de pitecántropo. De pronto, resume su estado de ánimo gritando: Raciste! Fils de pute! Y, con sorprendente precisión, dadas las circunstancias, pone un abundoso escupitajo en el ojo del que le había aplastado la cabeza. Este me mira con resignación, saca un pañuelo del bolsillo y se limpia el salivazo. Es un profesional. A continuación, vuelve a aplastarle la cabeza. Barrunto que, de no haber sucedido todo esto en un avión lleno de pasajeros, es decir, de testigos, su reacción habría sido la de aplastarle la cabeza, pero a hostias. La reacción de los viajeros es variopinta. Algunos parecen cariátides: permanecen sentados, y muestran tanto interés por lo que está sucediendo como el que sentirían por el vuelo de una mosca. Otros, en cambio, increpan a los policías en árabe; uno, incluso, toma fotos con el móvil de la actuación de los agentes para denunciar, llegado el caso, la brutalidad policial contra los de su raza. Unos pocos, en fin, intentan dialogar con el detenido, también en árabe (siempre me ha sorprendido esta voluntad mediadora de la gente, incluso en situaciones en las que su intervención no puede de ningún modo prosperar; la maquinaria de la seguridad es tan rigurosa, y la de la justicia tan implacable, que esta cháchara se me antoja más que superflua: me parece disparatada; me llama también la atención la arrogancia de creer que decir algo en estas circunstancias pueda servir para algo), pero el hombre no se tranquiliza y, cuando se acerca por fin el capitán del avión, con cierto aire de mariscal del aire, pronuncia la frase que han pronunciado siempre todos los detenidos del mundo, sobre todo aquellos a los que había buenas razones para detener: Je n'ai rien fait! ["¡Yo no he hecho nada!"]. El capitán se limita a informar a los policías belgas que están trasladando al árabe a Túnez de que ha dado cuenta del incidente a la policía italiana, que ya está de camino, y que, como no se ha cumplido su promesa de que el traslado no ocasionaría ningún problema ("todo lo contrario: están asustando al pasaje"; y es verdad), les conmina a abandonar la nave. Lo hacen por fin, con el detenido estrechamente custodiado. Al verlo de pie, entiendo que lo traten con firmeza: es un toro. Sin restricciones, podría cumplir fácilmente su deseo de arrancarles la cabeza y cagarse dentro. Quizá por la tensión del momento, el aterrizaje en Túnez es, una hora después, especialmente violento: el avión rebota como un chicle de metal al tomar tierra y todos nos agarramos a los asientos para no rebotar contra nuestros vecinos. Todo este viaje está siendo muy accidentado. A ver qué me encuentro fuera.
Me has tenido con el alma en vilo." Hogar dulce hogar".Espero TúnezII.Besos.
ResponderEliminarA ver qué te parece "Túnez (2)", querida África. Acabo de colgarlo. Y gracias por tu fidelidad lectora.
EliminarBesos.
¡Y todavía te faltan los poetas, Eduardo! ¡Ánimo, amigo!
ResponderEliminarSí, los poetas suelen ser lo más catastrófico de estos encuentros. Aunque a veces alguno no sale malo.
EliminarAbrazos.
En Sidi Bou Saïd no dejes de entrar en contacto con los círculos sufistas (y hasta surfistas, como se empeña el corrector!).
ResponderEliminarGracias por la recomendación, pero tendrá que ser en otra ocasión, querido Alfredo. Si voy con mi hijo, que es surfero, cubriremos ambos flancos.
EliminarUn abrazo grande.
Qué placer leerte, Eduardo!
ResponderEliminarGracias, Christian. Sé que te debo carta. Te escribiré pronto.
EliminarAbrazos.
Estoy deseando leer la continuación de tu crónica tunecina... seguro que será la mar de suculenta!
ResponderEliminarEspero no defraudarte, querido Agustín.
EliminarOs tengo presentes en mis oraciones.
Abracísimos.