domingo, 15 de mayo de 2016

Túnez (3): la reunión, ay, de escritores

En mi primera mañana de estancia en Sidi Bou Saïd, compruebo las abismales diferencias que hay entre algunos invitados y otros. Y me sorprende, porque el de igualdad es uno de los principios fundamentales de la Unión Europea. Yo he sobrevivido, con algún sobresalto, al alojamiento que me ha reservado la organización, pero, a la hora de desayunar, compruebo que el grueso de la delegación de escritores se hospeda en uno de los mejores establecimientos de la costa tunecina, con una terraza espléndida sobre la bahía de Cartago y una piscina intensísimamente azul en el centro del patio donde solícitos camareros con pajarita (y sin bigote) nos abruman con cruasanes, pastelillos, dátiles, quesos, fruta, té y café. Por suerte, un compañero compasivo me ha soplado que, en tanto que invitado de la Unión Europea, podía venir a desayunar aquí, porque, de otro modo, aún estaría peleándome con un raquítico bizcocho en mi no menos escuálido albergue, como me confesarán luego otros sufridos huéspedes del hostal. Comparto con ellos la buena nueva del desayuno espléndido bajo la intemperante luz mediterránea, y todos los días vendremos a disfrutar del ágape aquí. Me dirijo luego al palacio Ennejma Ezzhara, donde me espera Isabel, la encantadora responsable de las actividades culturales del Instituto Cervantes de Túnez, para llevarme a conocer el centro y a Luisa, su directora. La verdad es que no me siento muy culpable por abandonar, antes siquiera de empezar, las sin duda fascinantes ponencias del encuentro. He asistido a tantos cursos, conferencias, charlas, exposiciones, comunicaciones y simposios en mi vida que no pasará nada, pienso, por perderme los de esta mañana. Sobreponiéndonos al tráfico infame, gracia a la experiencia y la habilidad adquirida por Isabel, charlamos, en efecto, en la sede de Instituto, en el antiguo barrio francés de Túnez, donde apenas sobreviven unas pocas y hermosas casas coloniales, cada vez más estrechamente cercadas por los grandes bloques de apartamentos. Se explica esta devoración: si derruyen las viejas mansiones y construyen colmenas modernas, los propietarios multiplican los beneficios: en lugar de una renta, por alta que sea, obtienen docenas. Así sucede aquí, así ha sucedido en todas partes y así seguirá sucediendo en el mundo por los siglos de los siglos. Observo las medidas de seguridad establecidas para acceder al Instituto: dos policías, con subfusiles al pecho, vigilan la entrada (aunque el concepto de vigiliancia es muy laxo en Túnez; apoyados en un árbol, fuman y charlan, o se abisman en las honduras intelectuales del móvil), y varios guardias se aseguran en la recepción de que nosotros, con nuestras pertenencias, pasemos por un detector de metales y firmemos en un libro-registro. Pasan por la calle señores cubiertos con sombreros de paja de ala ancha: grandes chambergos amarillos, como los que antes también lucían los campesinos españoles para protegerse de un sol inclemente. Son los mejores: cómodos y frescos, proporcionan una sombra acogedora. Vuelvo a Sidi Bou Saïd a tiempo para comer. Pero no en el restaurante que nos ha reservado la organización, cuyo aparato, en opinión de Chris Stewart, no compensa la mediocridad de la cocina, sino en otro, popular, que Chris ha localizado en el centro del pueblo. Allí nos vamos él, María una simtica estudiante sevillana de cine, aunque no acabo de entender por qué una española que quiere estudiar cine decide hacerlo en Túnez y un amigo tunecino de esta, Marwen, también cineasta. Comemos ensalada y dorada en una especie de trono desportillado que ocupa el centro del patio del restaurante, acariciados por la brisa del mar. Sigo echando en falta un buen vino en las comidas o, al menos, una cerveza, pero el alcohol solo se consigue en ciertos restaurantes y a ciertas horas, y este es un mesón proletario. Nos reímos mucho con Chris: su simpatía natural cautiva a todos. Hay gente que ha nacido para tocar el violín, o para jugar al fútbol, o para hacer papiroflexia: Chris ha nacido para gustar. Políglota, cosmopolita, bienhumorado y, como buen inglés, razonablemente excéntrico, su presencia en un corro de gente garantiza que la atención se vuelva hacia él desde el primer momento. Sin embargo, compruebo, una vez más, que se puede sacar a un inglés de Inglaterra, pero que no se puede sacar nunca a Inglaterra de un inglés. Cuando nos despidamos, y ante las muestras de afecto de todo el mundo, incluido yo, que le piden un abrazo, un apretón de manos o un correo electrónico, Chris, sin perder la sonrisa, se mantiene distante, con esa frialdad irreductible de los britanos, con ese alejamiento emocional que los singulariza y los momifica, y se despide de todos en general, sin compromisos ni inclinaciones personales. Por la tarde, actúo en el congreso. He preparado una ponencia, en inglés, sobre Cervantes y el Islam. Ya que hemos de hablar de literatura y diálogo, qué mejor ocasión para hacerlo que el cuarto centenario de la muerte del autor del Quijote, que combatió a los turcos y a los piratas berberiscos, estuvo preso cinco años en Argel y vivió en España la expulsión de los moriscos. No sé si lo que digo, en el escenario que nos han preparado en Ennejma Ezzhara, gusta o no: hay demasiadas intermediaciones: el idioma, la traducción simultánea, la distancia cultural, la distancia física. A mi lado, otra participante larga, en italiano, una ponencia sobre El cortesano, de Baltasar de Castiglione. No acabo de ver su relación con el objeto de nuestro encuentro, pero da igual; tampoco entiendo que se pueda utilizar para la comunicación pública un idioma distinto del inglés, el francés o el árabe: a mí no me dieron esa opción, pero, si lo llego a saber, habría hecho la ponencia en castellano. Tras las lecturas, se abre el correspondiente debate. Un argelino dice que Cervantes empezó a escribir el Quijote en Argel. Tengo que desmentirlo: empezó a escribirlo en una cárcel, sí, pero no en la de Argel, sino en la de Sevilla en que lo recluyó su majestad Felipe II, por supuestas irregularidades en su trabajo como recaudador de impuestos para la monarquía. Por lo demás, el coloquio se me antoja superficial: pese a los buenos oficios del moderador, ni el formato ni el tiempo dan para hablar de los temas realmente importantes: la omnipresencia de la religión en los países musulmanes, la convivencia entre culturas y credos, el islamismo, el terrorismo. A la salida del acto, prosigue la charla, ahora informal. En estas conversaciones colectivas, es imprescindible saber moverse con agilidad. No hay nada peor que quedar apresado con o por alguien: si la compañía es agradable, la conversación acabará decayendo, y uno no sabrá cómo salirse de un círculo en el que ha comprometido su intimidad; si no lo es, el tormento se hará insoportable. Así que no hay que dejar de moverse: como Cassius Clay, se trata de bailar como una mariposa y picar como una abeja. No obstante, y pese al dinamismo que uno sepa mantener, siempre se corre el peligro de ser aprisionado por un irreductible. Y por irreductible entiendo aquel pesado o pesada que desconoce las normas de la conversación y del respeto al otro: que no sabe estar. El que te asesta su discurso sin considerar que quizá no estés interesado en él, o más allá de los límites concebibles de tu interés; o sin reparar en las circunstancias que rodean en ese momento a los interlocutores. Por desgracia, me toca uno: es una chica tunecina, pertrechada con una pamela de tela y un pañuelo multicolor a lo Isadora Duncan (con el que, por cierto, y con muy mala suerte, la Duncan se ahogó; y he de vencer la tentación de hacer paralelismos con la chica que me habla). Una vez me ha agarrado (dialécticamente), su discurso deviene delirante e incontenible. Aquí no hay plática posible: solo un monólogo enloquecido, en un inglés confuso, para más inri, con el que la muchacha nos cuenta a mí y a todo el que tiene la desgracia de acercarse: ella no hace distingos, según alcanzo a entender, las muchas penurias y hasta persecuciones que sufre en su país. En uno de los momentos más dramáticos de su perorata, me parece a punto de romper a llorar, pero logra contenerse. Luego reparte sus señas personales a unos y otros, con la esperanza, supongo, de establecer un contacto que la ayude a salir de su situación. "Lo que tienes que hacer es salir del país", me atrevo a recomendarle en una de las escasísimas ocasiones en que se abre un hueco en su alocución. Pero, curiosamente, eso que uno ve tan claro, ella no lo tiene claro. "¿Y a dónde puedo ir?", me contesta. "Es muy difícil". Sí, claro, siempre es difícil abandonar el lugar donde uno ha vivido, pero el anchuroso mundo nos espera a todos, y a algunos, como ella, tan necesitada de cambio y libertad, más que a otros. Logro, por fin, despedirme de la sufriente joven, para lo que he de ejercer la grosería de dejarla con la palabra en la boca y detesto comportarme así, pero la grosería es desventuradamente necesaria, a veces, para alejarse de los que no reconocen otras señales, y me preparo para asistir a la cena que nos ofrece a los invitados la responsable de que se celebren estos encuentros, que van ya por la cuarta edición. Es la española Laura Baeza, embajadora de la Unión Europea ante la República Tunecina. Acudimos todos a su residencia, una magnífica casa en la colina Byrsa, muy cerca de las ruinas milenarias de Cartago, donde nos espera una legión de mucamos y camareros que se ocupan de darnos paso, repartir aperitivos y atender la cena bufé. Hablo un buen rato con ella, hija y nieta de escritores, que tiene una casa en Montblanc (Tarragona), y que me cuenta que, cuando se jubile, dentro de unos meses, piensa dedicarse, entre otras cosas, a ordenar su archivo familiar y a perfeccionar su catalán, y me revela que, cuando era joven, "no daba un duro por ella misma". En cambio, aquella joven despistada e inexperta, como todo joven, pero trabajadora e inteligente, se hizo funcionaria de la Comunidad Europea y desarrolló una brillante carrera en Bruselas, que la condujo, andando el tiempo, a la posición en la diplomacia internacional que ocupa ahora. Hablo también, otra vez, con Luisa, del Instituto Cervantes, y con su colega del Instituto Italiano, una transalpina muy simpática con la que Luisa ha trabado una especie de alianza tácita: ambas representan a los PIGS (Portugal, Italia, Grecia y España) ante los ojos de los nórdicos (los institutos francés, británico y alemán), y defienden, frente a su arrogancia de europeos más desarrollados, las iniciativas e intereses de los mediterráneos. La cena es una turbamulta de corrillos, paliques y risas, bien regada, esta vez sí, con espirituosos de la tierra (de nuestra tierra, digo, España; no de Túnez). Se presenta el embajador de Polonia, porque hay un escritor polaco invitado al encuentro, y él ha querido acompañarlo en esta magna ocasión; hablo con Juan Ángel del Corral, el fotógrafo de las jornadas, también español, aunque nacionalizado danés y ahora residente en Tenerife (tanto cosmopolitismo abruma, la verdad), hombre de poderosas opiniones y no menos poderosa gestualidad; hablo con Nadia, una agradabilísima maltesa, y con Magdalena, una búlgara igualmente cordial, aunque con ella haya más dificultades de comunicación, ambas abnegadamente alojadas en el mismo hotel que yo; hablo, en fín, con tanta gente, y bebo tanto vino, que al final ya no sé con quién hablo. Todo se convierte en una difícilmente inteligible cháchara anglohispanofrancesa, que solo se resuelve cuando, cerca de la una de la madrugada, salimos de la residencia de la embajadora y volvemos en una furgoneta al hotel bajo la luz oblicua de una luna en cuarto creciente, como exige el Islam.

2 comentarios:

  1. Th eres tambien igualmente cordial, Eduardo. Th poesia es mui cerca de mi , de mi alma. S aludos. Magdalena

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Muchas gracias por tu mensaje, querida Magdalena. Me alegro de que mi poesía te guste. Y ojalá volvamos a encontrarnos gracias a ella.

      Besos.

      Eliminar