Miguel Ángel y yo hemos reservado el día de hoy para la ciudad de Cáceres, que él ya
conoce, pero de la que conserva recuerdos imprecisos. Paseamos
demoradamente por el casco histórico, aunque nos incomoda la
concentración de moteros que hay en sus calles. Los moteros disfrutan
con algunas de las cosas que yo más detesto: los motores, las
aglomeraciones, el olor a gasolina y el ruido, sobre todo el ruido.
Todos se complacen con el estruendo que producen las máquinas: a mí me
desquicia. Y a todos les encanta ocupar la vía pública, con grande alboroto, para demostrar que son muchos y que están ahí.
(Recuerdo otra concentración parecida a esta, pero de Harleys Davidson,
en las calles de Little Italy en Nueva York: el estrépito superaba al de un regimiento de hormigoneras, pero eso era justamente lo que les hacía felices, como a adolescentes ansiosos por afirmar su personalidad; solo que estos gastaban luengas
barbas rubias, tatuajes de maníacos demoníacos y cascos del ejército
alemán de la Segunda Guerra Mundial). Escapamos como podemos del
mogollón de motocicletas y nos refugiamos en la Fundación Helga de
Alvear, que él no ha visitado y tiene interés profesional en conocer.
Salvo nosotros y un puñado de vigilantes muertos de aburrimiento, en el
museo no hay nadie. La exposición de estos meses luce el pintoresco título de "Idiosincrasia: las anchoas sueñan con panteón de aceituna" (cuya redacción es ríspida: yo habría escrito: "sueñan las anchoas con un panteón de aceituna") y recorremos las salas con un sosiego extasiado o sorprendido, según. Algunas obras me parecen una gilipollez; otras, en cambio, me gustan, como "Detrás de la puerta", una vasta y colorista composición de la brasileña, de apellido casi impronunciable, Rivane Neuenschwander, integrada por diferentes dibujos —me resisto a llamarlos "ilustraciones"— que la
artista ha copiado de los que ha visto en las puertas y paredes de los
retretes públicos, y entre los que abundan, como era previsible, los penes
gigantescos, las figuras de mujeres y toda suerte de obscenidades
escatológicas. Igualmente, y ya que de escatología se trata, me llama la
atención una pieza del taller van Lieshout, titulada Sitting Hollow Man, que representa a un hombre sentado y partido por la mitad, de cuyo interior vacío se
extiende por el suelo algo que se parece mucho a la mierda. También hay
obras de Alexander Calder, el de los móviles, y Jean Dubuffet, que resultan ser las preferidas de Miguel Ángel.
La última parada cacereña del fin de semana es El Figón de Eustaquio,
donde vamos a comer, y en el que he tenido la precaución de reservar
mesa. Antes no era necesario, pero recientemente se ha convertido en un requisito imprescindible. La cocina sigue siendo buena, los camareros siguen vistiendo como cuando Mesonero Romanos —pajarita, chaquetilla blanca y pantalones negros—
y la cuenta sigue siendo abultada. Pero es nuestra comida de despedida,
y quiero que Miguel Ángel se vaya de Cáceres con buen sabor de boca, aunque no le guste el biscuit de higo que sirven de postre: yo me hago cargo de él. Ya solo nos queda volver a Mérida y que coja el tren que lo ha de llevar de nuevo a Madrid. Como hemos llegado con tiempo, paseamos un rato por la capital, aunque el sol, ya cruelmente veraniego, nos lo pone difícil. Pero no dejamos de admirar el espléndido arco de Trajano, el no menos soberbio templo de Diana y los restos del Foro, con sus enormes medallones medusinos. Me atrevo a proponerle que crucemos los casi 800 metros del puente romano, que ofrece, además de un recorrido por la historia, unas estupendas vistas de la vega del Guadiana y de la alcazaba emeritense. Miguel Ángel mira al sol que nos abrasa desde lo alto y, no sin reticencia, accede. Lo recompenso con una parada al final del puente, al otro lado del río, en un merendero tan popular como decadente, "El Torero", uno de esos sitios que resisten, imperturbables, el paso del tiempo. No es, desde luego, un sitio para animalistas: la exaltación de la figura evocada por su nombre es absoluta, y varias cabezas de toros muertos en el ejercicio de la tauromaquia pueden afligir al más valiente. Pero nosotros nos abstraemos de la afición a la fiesta nacional que testimonia el local y disfrutamos de un patio sin apenas gente en el que conviven, en abigarrada armonía, mesas de aluminio, sillas de plástico apiladas hasta formar columnas, figuras de diosas romanas de yeso, vírgenes de azulejo en las paredes, hojarasca volandera, parras colgantes, olor a calamares (también a la romana), máquinas de aire acondicionado, fuentes sin agua, el runrún del televisor en el que dos parroquianos se aturden con un programa idiota, y camareros tan caracterizados (aunque sin pajarita) como en El Figón de Eustaquio. Tras sendos cafés con hielo, deshacemos el camino y nos dirigimos a la estación. En el andén nos damos un gran abrazo de despedida. Miguel Ángel y yo nos
hemos visto en Santo Domingo, en Ciudad de México, en Barcelona, en
Madrid y ahora en Mérida, la Sierra de Gata y Cáceres. Quién sabe dónde
será la próxima vez.
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ResponderEliminarSí, ese es justamente el "hombre vacío sentado" y su sospechosa secreción...
ResponderEliminarBesísimos.