Recibo la visita de Miguel Ángel Muñoz, poeta y crítico mexicano de arte, y ya viejo amigo. Lo conocí hace algunos años en la República Dominicana, donde habíamos sido invitados a la Feria del Libro de Santo Domingo. Simpatizamos enseguida, pero eso no tiene mérito: es imposible no simpatizar con él. Lleva la mayor parte de sus 43 años de vida recorriendo España —y el mundo— para visitar museos y exposiciones, conocer ciudades y entrevistar a artistas. Es un barcelonés experto y un madrileño experto —más experto que muchos nativos—, y no hay pintor, ilustrador, fotógrafo ni escritor destacado, de España e Hispanoamérica, que no haya tratado. Pero nada de esto hace que se encumbre: su trato es tan llano, afable y bienhumorado como el de un colega del bar (y su vestimenta, la propia de un trotamundos impenitente: Miguel Ángel parece siempre regresado de una travesía por el desierto del Gobi). Anda estas semanas por España y Marruecos, hablando con unos y otros, como suele hacer, y ha querido acercarse a Mérida, una ciudad en la que nunca ha estado. En nuestra primera tarde en la ciudad, y como no estoy seguro de que podamos ampliar la visita a lo largo del fin de semana, lo llevo a los principales atracciones del lugar: el teatro y anfiteatro, y el Museo Romano. Le impresionan los mosaicos de este —con sus cruces gamadas, sus cópulas per angostam viam, sus medusas y sus leopardos— y el propio edificio, basilical y estratosférico, de Rafael Moneo. Tras un viaje sin sobresaltos, pasamos la noche en Hoyos. Por esa desidia doméstica tan masculina (y también porque Miguel Ángel quería ver el partido entre España y Turquía del Campeonato de Europa, algo asimismo muy masculino), no nos hemos parado a comprar comida. En la despensa de casa quedan algunas latas y bolsas de pasta, pero ni a él ni a mí nos apetece cenar melocotón en almíbar o macarrones a palo seco. Salimos después del partido con la esperanza de picar algo en alguno de los bares del pueblo. Pero solo hay uno abierto y no tienen nada de comer. Acompañamos las cervezas con repetidas raciones de patatas fritas. Pienso con melancolía que quizá nos habría salido más a cuenta el melocotón en almíbar. A la mañana siguiente llevo a Miguel Ángel a conocer Trevejo y San Martín de Trevejo. Aunque las he visitado muchas veces, me siguen impresionando las ruinas del castillo de Trevejo —que llevan siglos, en la cumbre del peñasco sobre el que se asientan, pareciendo que vayan a derrumbarse en cualquier momento— y las vistas que ofrecen de la Sierra de Gata. Le señalo a Miguel Ángel varias tumbas antropomórficas excavadas en la roca, a los pies de los restos de muralla, donde se cree que se enterraba a los antiguos monjes guerreros de la fortaleza. Bajamos del risco y nos gratificamos por el esfuerzo —con una cerveza yo y un vino de pitarra él, que le parece flojo— en la única taberna de la localidad, ahora regentada por un emeritense, pero otrora propiedad de un argentino que le había dado vuelo al negocio —hasta había instalado una vitrina con productos no necesariamente de la tierra a la venta; por ejemplo, allí encontré y compré una edición de L'Atlàntida, de Jacinto Verdaguer, de 1950, en impecable estado, por 10 euros—, aunque había decidido abandonarlo cuando alguien le allanó la casa en Trevejo y le robó todo lo que tenía de valor. Es asombroso: ¿quién es tan pérfido y tan cabrón como para saquear una casa en Trevejo? Le cuento la desgraciada historia a Miguel Ángel y ambos deseamos que no se repita en el caso del emeritense. Tras el descanso, nos dirigimos a San Martín de Trevejo, el pueblo en el que corre el agua por las calles. Paseamos por la localidad al arrullo del riachuelo que baja por los canales de piedra de las calzadas y acabamos el recorrido, como no podía ser de otro modo, en la plaza Mayor, donde cae otro refrigerio. Allí vemos a grupos de turistas, disfrazados de turistas, admirando los soportales y el pilón, el ayuntamiento y la torre campanario, con su escudo imperial. Hace calor, pero nada parece arredrarlos. Le explico a Miguel Ángel que aquí y en otros dos pueblos del valle del Jálama —Eljas y Valverde del Fresno— se habla la fala, un dialecto galaico-portugués que ha perdurado en esta zona desde que fue repoblada por gallegos durante la Reconquista, y, mientras se lo cuento, oímos primero y luego vemos llegar a la plaza a un grupo de caballistas a lomos de sus caballos. Beben afanosamente —los caballos, no los jinetes— en la fuente central, y siguen su repiqueteante camino por las calles de piedra. Observamos con deleite las ancas de los cuadrúpedos —y también las de las bípedas, admirablemente perfiladas por los pantalones de montar— y sus movimientos, armónicos y nerviosos. Nos reunimos después con mis amigos Toña y José Antonio para comer en el pueblo. Lo hacemos en un restaurante familiar, de excelente puchero y precio módico. Pasamos la tarde en Hoyos, que aún no he tenido ocasión de enseñarle a Miguel Ángel, a pesar de nuestra frustrante salida anoche en busca de pitanza. Recorremos las calles en las que se mezclan las mansiones y las pasteras, el barrio proletario de El Escobar —con sus casas gnómicas, cuyos tejados árabes apenas nos llegan a la barbilla—, las ruinas del convento del Espíritu Santo —de cuyo fundador, Pablo Pérez, puedo hablarle sin miedo, porque no acompañó a Cortés en la conquista de México, sino a Pizarro en la del Perú— y la ermita del Cristo Bendito, del siglo XVI. Quiero enseñarle también la iglesia de Nuestra Señora del Buen Varón, que veo abierta, pero entonces entiendo por qué llevan sonando las campanas toda la tarde (lo que, por cierto, nos ha estropeado una sabrosa siesta): hay oficio de difuntos. A la puerta del templo está el coche fúnebre, mecanizado como una cámara frigorífica y siniestro como una escolopendra, con la puerta por la que entra y sale el ataúd todavía abierta. Nos vamos. Solo espero que no se haya muerto alguien cercano, aunque, si me paro a pensar, se me ocurre alguna excepción a mi deseo. El resto de la tarde se nos va en otro partido de fútbol, en el caso de Miguel Ángel, que quiere ver al Portugal de su adorado Cristiano Ronaldo, y en la corrección de algunos poemas, en la biblioteca, en el mío. Por fin, salimos otra vez en procura de cena, pero esta vez tenemos suerte: en uno de los bares del pueblo, hoy abierto, nos sirven unas rabas regulares, pero también unas croquetas morrocotudas, que satisfacen nuestros estómagos anhelantes. En casa, antes de acostarnos, damos cuenta de una botella de Mansaborá, un excelente caldo de la tierra de Extremadura, mientras hablamos de poetas y poetastros, españoles y mexicanos, y de las inagotables peripecias de Miguel Ángel en el mundo del arte y la crítica de arte. Su imitación de Octavio Paz, al que trató bastante, es inmejorable.
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