El brexit, ese gran zambombazo de la política internacional, que ha motivado un estruendoso rasgarse de vestiduras y un no menos atronador chirriar de dientes, no ha hecho, en realidad, sino culminar un largo proceso de distanciamiento y tibieza, o más bien frialdad, en la relación de los británicos con la Unión Europea, exacerbado por la crisis económica y las patologías que crecen a su albur, como crece la legionela en el agua caliente y putrefacta: en el caso del Reino Unido, el UKIP; en el de otros países europeos, Le Pen, populismos de toda laya y cripto, proto o seudofascismos. Con el brexit me ha pasado como a millones de ciudadanos europeos, británicos o no: nunca llegué a pensar que la opción de abandonar la UE pudiera ganar. ¿Cómo iba a ser posible tal paso atrás por parte de un pueblo civilizado y razonable? La campaña de los eurófobos ha estado plagada de groserías y mentiras. El propio Nigel Farage, el Le Pen británico, ha reconocido, después del referéndum, que no era verdad lo que decía un impactante anuncio de los partidarios del leave, repetido machaconamente, según el cual pertenecer a la UE le costaba 350 millones de libras semanales al Reino Unido, y, con una sonrisa en los labios, ha pedido perdón por el error, mientras los expertos señalaban que de esa cifra había que restar lo que Gran Bretaña recibe por estar en la Unión: dinero para la agricultura y la investigación, y fondos de cohesión para las regiones más deprimidas del país, que también las hay, con lo que el precio de la pertenencia se reduce a menos de la mitad de la que se ha aireado obscenamente en los medios de comunicación. Pero, a pesar de estas falsedades, a pesar del enfado de las clases trabajadores por la crisis y con la clase política, a pesar del maquiavelismo de cuchufleta de David Cameron y la gallinácea excentricidad de Boris Johnson, yo me imaginaba que se impondría la sensatez, esa virtud de la que tanto presumen los británicos, como se impone pararse, en cualquier persona cabal, cuando se ha llegado al borde del abismo. Pero no ha sido así: ha habido 1 300 000 británicos más a favor de encerrarse en su isla que de seguir perteneciendo a la entidad supranacional más avanzada del planeta, ejemplo de superación de los atavismos políticos y las insuficiencias estatalistas del mundo contemporáneo. No obstante, rebasado el pasmo inicial, uno recuerda lo evidente: que el Reino Unido ha mantenido siempre una relación especial, de singularidad y desconfianza, con el club europeo: no forma parte del euro ni del espacio Schengen y, en las negociaciones previas al referéndum, Cameron arrancó de Bruselas concesiones sustanciales que lo alejaban aún más de los principios comunitarios, como la posibilidad de limitar la libre circulación de personas, uno de los cimientos del proyecto europeo (concesiones que obtuvo, por cierto, a cambio de la promesa de hacer campaña a favor de la permanencia en el referéndum que él mismo iba a convocar; ya hemos visto de cuánto ha valido su campaña). Este era, además, el tercer referéndum por la adhesión o la permanencia en la Unión Europea que se celebraba en el Reino Unido desde su incorporación a ella en 1973, lo que parece demostrar una permanente inquietud por el asentimiento de los ciudadanos británicos al proyecto en el que estaban embarcados. Este particularismo y esta desconfianza obedecen a un condición histórica, que ha marcado tradicionalmente, y sigue marcando, la cultura política de las islas Británicas: su aislamiento insular y su convencimiento de constituir un pueblo especial (un adjetivo que roza o se solapa con otro: excepcional), dueño del mundo durante tres siglos, que no es del todo europeo, si es que lo es en absoluto. El inglés medio —sobre todo el que ha votado a favor del brexit: conservador, mayor, de clase media-baja y pocos estudios— se siente más cerca de un neozelandés que de un belga, o de un canadiense que de un polaco (siempre que el canadiense no sea francófono, en cuyo casi se siente mucho más cerca del polaco), y es muy probable que piense que su país es indiscutiblemente mejor que España, Portugal, Grecia o Italia —tantos de cuyos ciudadanos los han abandonado para trabajar en los pubs y restaurantes del Reino Unido—, por no hablar de esas fábricas de delincuentes y saqueadores de los recursos públicos británicos que son Rumanía y Bulgaria (y sirios, y afganos, y africanos en general). La singularidad con que el pueblo británico ser percibe a sí mismo es tan definitoria de su cultura política como la pena de muerte o el derecho a portar armas en los Estados Unidos, el republicanismo laico en Francia, la voluntad de no ser españoles de los portugueses, la defensa de la lengua como seña de identidad en Cataluña o la indisoluble (y hasta sagrada) unidad de la patria en España. Y ha sido esa singularidad siempre latente la que, azuzada por los efectos de la crisis, que también se han notado en Gran Bretaña, a pesar de la mayor solidez de su economía, y por la demagogia antiforánea de Farage y sus compinches, a la que Cameron y los suyos se han enfrentado de la peor manera posible, la que ha estallado con el voto mayoritario a favor de la separación. Ahora se impone un divorcio civilizado pero riguroso y, pese a todo, no exento de alegría: no es bueno estar con quien no quiere estar con nosotros. La salida del Reino Unido de la Unión Europea constituye un revés político de primera magnitud, pero también una clarificación necesaria: sigamos los que queramos seguir, y dejemos recluidos a los que quieran recluirse. Eso no solo nos aligera espiritual, sino también materialmente: ya no habrá que negociar de continuo la excepción británica; el poder que dejen vacante en las instituciones europeas podrá repartirse entre los demás socios, entre ellos España, que verá aumentada su representación y su peso en la toma de decisiones; y los hijos de la Gran Bretaña, o al menos los casi 17,5 millones que han votado a favor del brexit, se solazarán definitivamente consigo mismos.
Desde que leí, con 8 años, " Astérix en Bretaña", sigo pensando como Obélix: " estos bretones están majaretas ". Creo que decisiones de tanto calado, permanencia y de tanta irreversibilidad como el Brexit no se deben tomar por mayoría simple. Pienso que requieren amplios consensos con mayorías cualificadas de al menos 2/3, pero bueno...mi sastre es rico.
ResponderEliminarLos referendos los carga el diablo, querida Teresa. El problema es que el disparo de este nos va a herir a todos.
ResponderEliminarUn montón de besos.
... a todos, tienes razón.
ResponderEliminarKisses.