Eso gritaba Cassius Clay, luego Muhammad Ali, en cuanto tenía ocasión: en las ruedas de prensa, en los pesajes antes de los combates, en las entrevistas de televisión. Y no era una fanfarronada: Ali era el más grande. Murió ayer, a los 74 años, tras muchos de padecer la enfermedad de Parkinson. Yo nunca me acostumbré a llamarlo Muhammad Ali, el nombre que adoptó cuando se convirtió al Islam, siguiendo una práctica frecuente en los activistas negros de los años 60 y 70 en los Estados Unidos, con los que simpatizó. Para mí siempre fue Cassius Clay, uno de esos nombres típicos de familia americana negra y pobre, valga la redundancia, aunque aquí lo llamaré como él quería que lo llamaran (y así se lo hizo saber a Floyd Patterson, ex campeón mundial de los pesos pesados, cuando lo derrotó en Las Vegas en 1965: Patterson, cristiano practicante, se empeñaba en llamarlo Clay, y Ali respondió zurrándolo de lo lindo mientras, entre golpe y golpe, le preguntaba: "¿Cómo me llamo, imbécil?"). Yo llegué a verlo combatir por televisión, aquella televisión en blanco y negro en la que Ali solo parecía un poco más moreno que sus rivales caucásicos. Recuerdo cuando peleó por el título mundial, en 1977, contra Alfredo Evangelista, el lince de Montevideo, aquel púgil hispano-uruguayo que había sido siete veces campeón de Europa y que había tumbado en España al mítico Urtáin. Ali estaba en las postrimerías de su carrera, pero aguantó sin despeinarse las espesas embestidas de Evangelista y ganó a los puntos por decisión unánime. (Evangelista, que había recibido una tunda considerable, pero que no había sido derribado, declaró después: "¿Cómo me iba a caer? Me estaba pegando el más grande de todos los tiempos, y, aunque sabía que no podía ganar, no quería perdérmelo. Ojalá me hubiese pegado para siempre"). Sin embargo, mis mejores recuerdos de Muhammad Ali se remontan, como los de casi todo el mundo, a su legendaria pelea con George Foreman en Kinsasa, la capital del Zaire, el 30 de octubre de 1974. En casa estábamos excitados: mi padre era un amante del boxeo y un admirador entregado de Muhammad Ali, y mi madre y yo obedecíamos a los gustos de mi padre con una afición vicaria pero no menos genuina (en el caso de mi madre, su encandilamiento respondía a razones que yo no sabía apreciar en su justa medida: "¡Qué guapo es!", no dejaba de repetir). La pelea, que vio todo el planeta —precursora de la globalización de los espectáculos deportivos—, fue extraordinaria. Foreman, el bombardero de Texas, era una mole de casi 120 kilos de peso, que acudió a la pelea tras despachar en dos asaltos a Ken Norton, el boxeador que, un año antes, había vencido —y le había roto la mandíbula— precisamente a Ali (dos asaltos, de hecho, era lo que le habían durado sus ocho contrincantes anteriores). Foreman se caracterizaba por una pegada descomunal, más parecida a las coces que a los puñetazos. Por si fuera poco, era también un gran fajador, un hombre que podía comportarse, sin diferencias discernibles, como un saco de boxeo. Para vencerlo, Ali recurrió a una de sus especialidades: la guerra psicológica. Durante los meses anteriores a la pelea, que hubo de posponerse, de mayo a octubre, por una lesión de Foreman, Ali se ganó, con su labia proverbial y no pocos actos de filantropía, la simpatía de los zaireños, que acudieron en masa a animarlo el día del combate. Y su ánimo, aunque poco edificante, era muy alentador: "!Ali bumayé!" ("¡Ali, mátalo!"), gritaban 60 000 gargantas enardecidas. A eso Ali no dejó de añadir sus particulares técnicas de sabotaje: siempre que tenía ocasión, recordaba a periodistas y público en general que Foreman peleaba "como una niña". Se comprende, pues, que, cuando este subió finalmente al ring para verse las caras con el bocazas de Louisville, no lo hiciera precisamente con el espíritu sosegado, y que desatara una verdadera lluvia de golpes sobre el aspirante. Pero este no cejó en sus provocaciones: desde el rincón, entre asalto y asalto, Ali seguía burlándose de Foreman, y también cuando se le abrazaba, buscando segundos de respiro, a lo largo del combate: "¿Esto es todo lo que sabes hacer?", le susurraba al oído (por suerte, no era Mike Tyson; si no, en vez de hablarle, se lo habría arrancado de un mordisco). "Pegas como una nenaza", remataba. La lucha siguió así ocho asaltos: Foreman pegaba y Ali, la mayor parte del tiempo, se dejaba pegar. Era lo que se conoció a partir de entonces como rope-a-dope, una estrategia que pretendía agotar al adversario. Pero, claro, el adversario se agotaba pegándole a uno, lo que la convertía en una maniobra cuando menos arriesgada. Ali aguantó bien, mientras Foreman se desgastaba en series de sartenazos que se estrellaban en los guantes, los brazos o los costados de su oponente, sin mermar su resistencia. Hasta que, al final del octavo round, Ali comprobó que su rival empezaba a desfallecer, y pasó al ataque. Se desasió en el rincón de la acometida de Foreman y, con una fulgurante combinación de golpes, rematada con un uppercut de izquierda y un directo de derecha que entró limpio como una mañana de primavera, definitivo, dio con Big George en la lona. Fue la victoria de la inteligencia y la capacidad de sufrimiento frente a la fuerza bruta. Muhammad Ali, coronado rey de los pesos pesados, continuó su exitosa carrera hasta 1981, cuando, tras perder con un púgil jamaicano, Trevor Berbick, se retiró para siempre del boxeo. Su carrera se cerró con un saldo de 56 victorias, 37 de ellas por K. O., y únicamente cinco derrotas, cuatro a los puntos y solo una por K. O. técnico, la que disputó contra Larry Holmes en 1980, penúltima de su historial. Ha sido el único luchador de la historia que ha ganado tres veces el campeonato mundial de los pesos pesados. Pero, siendo eso extraordinario, ha sido mucho más que eso: Muhammad Ali se ha convertido en un norteamericano universal, en un icono popular del siglo XX, como Ernest Hemingway o Marilyn Monroe. Ali se sobrepuso a unos orígenes más que humildes —era descendiente de esclavos— sin caer en la delincuencia, el matonismo o la zafiedad: era guapo, era listo, era elegante, era ingenioso ("soy tan rápido que, cuando apago la luz, me meto en la cama antes de que todo el cuarto esté a oscuras", dijo una vez), se expresaba con pulcritud (a veces hacía declaraciones recitando poemas que él mismo había compuesto) y, a pesar de sus bravatas, que formaban parte de su estrategia, digamos, empresarial, nunca les perdió el respeto a sus rivales, con los que mantuvo, fuera del ring, relaciones de camaradería. Supo hacer del boxeo algo más que un encuentro a guantazos: bailaba en el cuadrilátero, sonreía como un galán de Hollywood y, al igual que Bahamontes se tomaba un helado al coronar en solitario una cumbre alpina en el Tour de Francia, Ali se peinaba en los descansos entre asalto y asalto. Supo también oponerse a las malsanas solicitaciones del poder, y se negó a ir a la guerra de Vietnam, lo que le valió una condena a cinco años de cárcel (que no llegó a cumplir), ser desposeído de sus títulos y una suspensión de tres años y medio, que amenazó con terminar con su carrera. Cuando se le preguntaba por qué se negaba a combatir por su país, Ali respondía invariablemente: "Ningún vietcong me ha llamado nunca negrata", lo que no dejaba de ser una respuesta muy atinada. Por fin, el Tribunal Supremo falló en su favor y pudo volver a los rings. Y, cuando la enfermedad de Parkinson, que había empezado a manifestársele a finales de los 70, en que aún peleaba profesionalmente, siguió su implacable curso, Ali, de consuno con su familia, se negó a ocultarse y participó en cuantos actos era requerido, como alguno de impacto tan planetario como el encendido de la llama olímpica en los Juegos Olímpicos de Atlanta en 1996, en el que el mundo entero lo vio temblar con la antorcha en la mano, pero encender sin desdoro el fuego sagrado. Ayer libró la última pelea, esa a la que todos estamos convocados y que acabará con todos en la lona, incluso con él, que era el más grande. Descanse en paz.
Se ve que cuando temía de verdad a su rival, usaba la misma estrategia de desgaste previo: lo hizo también con Frazier, a quien se enfrentó en tres combates legendarios. Si no has visto el documental "Thrilla in Manila", te lo recomiendo. Está en youtube.
ResponderEliminarLo he visto, lo he visto, caro Antonio. Es brutal. Ali era un genio, aunque él consideraba lo suyo solo un trabajo: "La hierba crece, las aves vuelan, yo le pego a la gente", dijo una vez de su ocupación.
ResponderEliminarBesotes.