Visito el viernes la Feria del Libro de Mérida. Hace unos días vi que estaban montando los puestos en el Parque López de Ayala, donde tradicionalmente se celebra. Por fortuna, en el pizarrón de uno de los bares del lugar, en el que se anuncian los productos que ofrece el establecimiento, han corregido la errata que campeaba semanas atrás: "Carnes al cabrón de encina". A eso se le llama una metátesis puñetera. Antes de que abran las paradas, he quedado con Susana Martín Gijón, autora de la ERE, hermana de un buen amigo, Mario Martín Gijón, y mi casera. Gracias a la literatura he resuelto el acuciante problema de la vivienda al instalarme en Mérida: para que luego digan que no sirve para nada. Me tomo, con ella y su compañero, un granizado y luego una cerveza, mientras charlamos de asuntos domésticos y literarios, en extraña mezcolanza. Susana me regala un ejemplar dedicado de su novela Vino y pólvora, publicado por Anantes, donde ya han visto la luz sus dos libros anteriores: Desde la eternidad y Más que cuerpos. Se trata de un thriller de casi 400 páginas: mantener tanto tiempo la tensión propia de una intriga policiaca es una tarea difícil y un logro infrecuente. Cuando la lea, comprobaré si lo ha conseguido. A las seis he de ir a la carpa de presentaciones para presentar el único libro de la Editora del que se da cuenta hoy: la novela Tiempo de recordar, tiempo de vivir, de Jesús Álvarez Gómez. Tenemos poco tiempo —treinta minutos— y la hora, la primera de la tarde, es mala: todavía hace calor y hay poca gente. Jesús es un hombre menudo y cordial, pediatra de profesión. En la breve introducción que hago del libro, subrayo la extraña abundancia de médicos escritores en Extremadura: además de él, se me vienen a la cabeza Basilio Sánchez y Antonio María Flórez; y seguro que hay más. El aire acondicionado de la carpa, vital, por otra parte —soy un gran defensor del aire acondicionado, tan denostado siempre; yo, como Woody Allen, entre Dios y el aire acondicionado, me quedo con el aire acondicionado—, hace mucho ruido, que se suma al fragor creciente de los paseantes y curiosos, y dificulta la comunicación. Pero tanto Jesús como yo salimos del paso dignamente, creo. Acabado el acto, me encuentro con el poeta y profesor Julio César Galán, otro buen amigo. De Julio me gusta su entrega a las causas en las que cree; causas literarias, claro. Esa implicación falta en muchos que dicen amar —y hasta defender— la literatura. Por faltar, hasta les falta leer: los escritores (o los que quieren serlo) que no leen son legión. Julio anda metido hasta las cachas en el estudio de algunos temas que le obsesionan —la heteronimia, la epigonalidad, la crítica literaria, la literatura comparada— y muy interesado en difundir sus teorías. Por ejemplo, su heterónimo Óscar de la Torre acaba de publicar una sugerente antología, Limados. La ruptura textual en la última poesía española, en la que incluye a un puñado de magníficos poetas (Ángel Cerviño, Alejandro Céspedes, Mario Martín Gijón y Juan Andrés García Román son algunos de ellos) y también un enjundioso prólogo, en el que justifica su reivindicación de una poesía que rompa los confines convencionales del poema. El libro incorpora también un no menos enérgico epílogo, que roza lo lisérgico, del gran César Nicolás. Me gustan las tomas de partido, la implicación vehemente, sobre todo cuando ese partido y esa implicación coinciden con los míos. Mientras hablamos de Limados y de muchas otras cosas, se paran a nuestro lado —estamos en una terraza al lado de la entrada al parque— varias personas: Paz, la encantadora funcionaria de la policía (aunque ella, como nos recuerda siempre, es personal civil) que me renovó el carnet de identidad al poco de llegar yo a Mérida, y que se ha revelado —se reveló ya entonces, durante la renovación: "¿qué está Ud. leyendo?", me preguntó al ver el libro que llevaba, mientras me tomaba las huellas dactilares, que no deja de ser un momento extraño para que le pregunten a uno qué está leyendo— una lectora apasionada, además de una persona dedicada a hacer el bien a sus semejantes; y el poeta y músico Daniel Casado, que viene listo, y muy guapo, para el concierto que ha de dar esta noche. Julio y yo visitamos juntos la caseta de la editorial Amargord, en la que ambos tenemos libros publicados: Limados él, y yo mi antología El corazón, la nada. Poesía 1994-2014. José María de la Quintana, el editor, ha cambiado de look: luce hoy una luenga barba blanca que le da un aire a bohemio finisecular o científico despistado. Nos regala sendos ejemplares de una de sus últimas novedades, Amo que te amen, de Gonzalo García-Pelayo, el líder de los Pelayo, aquella familia que consiguió, sin trampa ninguna, por medios estrictamente empíricos, desplumar a un montón de casinos españoles y extranjeros. Bien por ellos. Me despido de Chema y de Julio y, antes de acudir al próximo acto al que estoy convocado, paseo por las casetas. Al lado de la de Amargord, está la de la joven editorial extremeña Letour1987, dirigida por el también joven Mario Quintana. Me reconoce de un encuentro previo, nos saludamos y charlamos un rato. Celebro encontrar entre sus libros varios de Luis Felipe Comendador, otro filántropo silencioso, uno de esos hombres sin cuya presencia este mundo sería peor de lo que es, y un buen poeta. Mario me regala, precisamente, Tour de France, un breve conjunto de poemas de Luis Felipe sobre la célebre carrera francesa, dedicado a Roberto Heras, y del que el colofón dice que "de ninguna manera habría visto la luz sin la infatigable lucha de Gino Bartali". Entre sus demás novedades, le pido que me recomiende alguna. Tras pensarlo bastante, Mario se decanta por fin por La paciencia de los árboles, de María Sotomayor, que le compro por ocho euros. No conozco la poesía de María, así que estará bien descubrirla. Por lo demás, hay que comprar libros, siempre: ir a una feria del libro solo a mirar, como ir a las presentaciones solo a escuchar, es una ruindad. En el caso de Letour1987, una editorial de apenas un año de vida, que está batallando por abrirse camino en el dificilísimo mundo de la edición (de poesía, además), comprar libros no es solo un comportamiento natural, sino un deber de solidaridad. Me marcho contento, a ver más puestos y a comprar más libros. Distingo los de las tres librerías de Mérida —Martín, Punto y Aparte, y San Francisco-, el de De la Luna Libros, el de una asociación libertaria, cuyos títulos se me antojan deliciosamente anacrónicos, y, por supuesto, el de la Editora Regional de Extremadura, donde me complace ver bastante público. De hecho, yo mismo, si no fuera su director, compraría muchos de sus libros, que me parecen objetivamente sensacionales. También reparo en un puesto donde se venden libros descatalogados o sobrantes de la Biblioteca del Estado "Jesús Delgado Valhondo". Me llama la atención (casi me hiere) que, entre esos volúmenes de saldo, abunden los de la, ay, extinta DVD. La impresión que me llevo de la Feria es buena, aunque no me disgustaría que hubiera más puestos: no deben de superar la quincena. También echo a faltar una presencia más abundante de otros géneros: predominan la novela (sobre todo la novela histórica, esa que todo el mundo cultiva y de la que los lectores no parecen empacharse) y el superventas. Ensayo no hay mucho, poesía, poca, y teatro, casi ninguno. Y, sobre todo, faltan esas casetas raras (quitando el ateneo libertario) que ofrecen volúmenes insólitos, géneros híbridos, nombres y títulos insospechados, y que vuelven las ferias un lugar de sorpresa y descubrimiento. A las nueve y media asisto a la presentación de The Tempest, de Marino González, en representación de la Secretaría General de Cultura. Me siento en primera fila, donde estoy solo (hay bastante público, pero la gente tiene la mala costumbre de sentarse atrás, lo más atrás posible, creando un vacío desolador con el autor, y obligando a este a salvarlo, lo que no siempre es fácil o ni siquiera posible), y escucho con interés las intervenciones de Enrique García Fuentes, uno de los presentadores, con el que mantengo una relación de amistad desde que invitó, hace años, al Aula Literaria Díez-Canedo, de Badajoz, y el propio Marino, que nos habla de esta versión libérrima de la última tragedia de William Shakespeare. Hacia las diez y media, me recojo. Me gustaría asistir al concierto de Daniel, para el que se ha congregado ya mucha gente, pero estoy cansado: el día ha sido largo. Él sabrá perdonarme la ausencia. De regreso a casa, en la avenida de Juan Carlos I, me cruzo con otra carpa, en un bar, en la que están dando otro concierto. La banda ataca con brío algunos temas flamencos y populares. El estruendo es magnífico. Los vecinos, pienso, estarán encantados.
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