jueves, 26 de abril de 2018

De másteres y universidades

No sé por qué el desgraciado asunto del máster fantasmagórico de Cristina Cifuentes ha dado tanto que hablar. En un país abrumado por la corrupción, era previsible que la podredumbre hubiese infectado también a la universidad. En España, además, el terreno lleva tiempo abonado: la endogamia, el espíritu funcionarial y la dependencia del poder la hacen un lugar idóneo para la manipulación y el envilecimiento. La efervescencia del caso ha pasado: Cifuentes ha renunciado al máster (aunque no sé qué mérito tiene renunciar a algo que nunca ha existido) y lo ha borrado de su currículum vítae; una legión de políticos, casi todos del PP, aplicando aquello tan viejo y tan sabio de las barbas del vecino, se ha apresurado igualmente a eliminar de entre sus logros másteres, doctorados y titulaciones adulterados, incompletos o, sin más, inexistentes; y ya solo se espera la resolución política del conflicto, que no es otra que el apartamiento del poder de Cifuentes, algo que Rajoy, como suele hacer, dejará que suceda por sí solo, en el último minuto, después de que todo se haya emponzoñado y con la menor implicación posible por su parte. No obstante, aunque las falsedades de la presidenta de la Comunidad de Madrid ya no sean objeto de escrutinio (y choteo) público, merece la pena analizar lo que han desvelado. En primer lugar, la acreditada pasión de los españoles —y, particularmente, de aquellos cuyo modus vivendi depende del juicio favorable de sus conciudadanos— por los títulos académicos y profesionales. Poco importa que sean pura filfa, o que ni siquiera existan: lo importante no es procurarse una formación adecuada, basada en el estudio cabal, la lectura, la reflexión, la práctica creativa y el discipulado de los mejores, sino amontonar cursos en el currículum, y con los nombres e instituciones más rimbombantes posibles. El efecto colateral del escándalo Cifuentes que ha sido Pablo Casado, ese lenguaraz jubilado de Nuevas Generaciones que se ha querido la nueva sonrisa del régimen, ha resultado cómico: al hombre le faltó tiempo para exponer a la prensa sus diplomas y trabajos de fin de curso (entre ellos, los del mismo al que no asistió Cifuentes, aunque él tampoco fue a clase ni hizo examen alguno) y detallar las giras educativas que había hecho por los Estados Unidos, cosechando titulillos, certificados de asistencia y hasta participaciones como ponente en varias y gloriosas universidades americanas. Que la gente se crea —y valore en consecuencia— que estos estudios, por llamarlos de algún modo, capacitan o mejoran las aptitudes de nadie para gestionar los asuntos públicos, es estar ciego o ser de una ingenuidad rayana en la tontería. Solo hace falta ver cómo se comportan muchos poseedores de semejante historial académico para darse cuenta de que esos estudios —si es que los han hecho— no han robustecido su moral, ni aumentado su saber, ni perfeccionado su carácter. Con ellos se busca una pátina de respetabilidad, una presunción de valía, que queda casi siempre anulada por su desempeño personal: por su verdadero ser, amalgama de mediocridad, sectarismo, incultura, grosería y vacío. La reacción de Cifuentes ante la revelación de su amaño ha evidenciado su miseria moral: no solo ha mentido, sino que ha sostenido las mentiras con desvergüenza y pertinacia; ha transferido su responsabilidad a los demás (a la Universidad Rey Juan Carlos y a sus funcionarios, a los partidos políticos de la oposición y al suyo propio, a los medios de comunicación); se ha revuelto, como buena mafiosa, contra los críticos de sus propias filas, divulgando el despilafarro y las corruptelas de la Ciudad de la Justicia de Madrid, promovida y licitada por Esperanza Aguirre, otra gran mujer; y, en fin, ha eludido la dimisión, el único acto decente que le cabía adoptar, con tenacidad aún mayor que aquella con la que se ha defendido de la verdad y esparcido la mierda por doquier. La grabación de móvil, hecha por ella misma en su despacho, en la que dice, con sonrisa de reptil, que no se va, que se queda, que sí, que se queda, para seguir trabajando para los madrileños, es un monumento a la bajeza. La actitud de pija matasiete que desafía, con chulería tabernaria, a quienes la desafían y los zahiere alardeando de no plegarse a sus deseos, resulta repelente hasta para quienes ya estamos acostumbrados a la zafiedad de nuestros políticos y la incivilidad de nuestros compatriotas. Cristina Cifuentes era una de las grandes esperanzas blancas de la derecha española (el otro parece ser Alberto Núñez Feijoo: que Dios nos coja confesados) y se la presentaba como ejemplo de modernidad: republicana, agnóstica, partidaria del matrimonio homosexual, entre no sé cuántas cosas guays más. Pues si alguien que ha demostrado semejante vileza tenía que rescatarnos de la inveterada carcundia del PP, podemos olvidarnos de cualquier cambio en la situación de enfangamiento y parálisis en la que nos encontramos. Pero, como he dicho al principio, el escándalo del máster también ha dejado al descubierto —una vez más, aunque, por la impericia de  sus actores, de forma especialmente descarnada en esta ocasión— muchas de las penurias de la universidad española, que parece no solo contumaz en el error, sino incorregible. La universidad es uno de los asuntos sobre los que debería firmarse un acuerdo de Estado, como los pactos de la Moncloa o los de Toledo, para sacarla de la postración bucrocrática y científica en la que se encuentra y hacerla útil a la sociedad (otro es la educación; otro es la energía). Ni se comprende ni es justificable que, siendo España el 22º país en desarrollo humano del mundo (ajustado por desigualdad), según el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo, solo una universidad española, la de Barcelona, figure entre las 150-200 primeras del mundo y solo ocho más aparezcan entre las 200-500 primeras, de acuerdo con el Ranking Académico de las Universidades del Mundo (Shangai Ranking) de 2015. La financiación insuficiente y una regulación constrictora la carcomen y no la dejan despegar. Pero hay otro factor aún más importante para explicar su mediocridad, de la que todos, insisto, todos sus responsables y miembros son conscientes: la endogamia, el localismo de su funcionamiento, la pequeñez de sus miras, que recoge el permanente afán de las gentes que la sostienen y nutren por garantizarse la comodidad material antes que por favorecer el desarrollo de la cultura y el pensamiento. Pese al mérito, al esfuerzo y a la competencia intelectual de muchos de sus profesores, la universidad española no es un foco de reflexión, no es el ágora donde circulen y se fecunden las ideas, no promueve ni excita la renovación ni la invención. En la universidad española se piensa poco, o no se piensa, y el espacio que deberían ocupar los juicios y avances que no se producen, lo ocupan la burocracia, la desidia y la vulgaridad. La endogamia, que siempre favorece a los que han tenido la suerte de haber entrado ya (y, en muchos casos, la paciencia de haber resistido becas y contratos indignos hasta alcanzar esa meta), en lugar de permitir que el talento circule libremente e impregne a todos aquellos con los que entre en contacto, tiene otra secuela nefasta: el clientelismo, que genera verdaderos albañales de servidumbre. Eso se ha visto con claridad insuperable en el caso Cifuentes: el verdadero amañador de todo ha sido un tal Enrique Álvarez Conde, catedrático de la Universidad Rey Juan Carlos y director del Instituto de Derecho Público y del máster no cursado por la ya expresidenta, que indujo a esta, pepera como él, a beneficiarse de las favorables condiciones en las que podría hacerse con un nuevo renglón en su brillante currículum y que, con el estallido del pufo, obligó a varias personas que le debían su carrera profesional y su plato de judías en la mesa a falsificar firmas, reconstruir documentos, mentir bellacamente y, en suma, sacrificar su integridad personal para preservar su trabajo y su estatus en la universidad. La escuela, por encumbrada que sea, no otorga la excelencia. Se puede tener docenas de títulos y másteres y ser un bandido, una nulidad intelectual o ambas cosas a la vez. La lucidez y la dignidad, que tanto se necesitan en la política y en la universidad españolas, provienen de algo interior, de un proceso de crecimiento individual que se decanta con la lectura y la reflexión, con el cultivo de las artes y las ciencias, con el estudio y la comprensión de la naturaleza humana —de su vulnerabilidad y su incertidumbre, de su fugacidad y su miseria, pero también de su potencial grandeza— y la interiorización del respeto al otro, con el ejercicio de la humildad y el humor. Se trata de ser caballeros y señoras antes que políticos; o de ser políticos porque se es un caballero o una señora. Eso que no comprenden, ni han practicado nunca, Cristina Cifuentes y Enrique Álvarez Conde, por poner solo dos casos entre tantos que podrían citarse.

2 comentarios:

  1. Es muy nuestro el afán de figurar. Tan nuestro es que lo conseguimos a menudo solo por la destreza que alcanzamos en proponérnoslo. Como quien se propone competir en salto de altura o triunfar como triplista y practica incansablemente, sin tener en cuenta su metro cincuenta para jugar al baloncesto o para superar el listón.
    Los títulos son credenciales para cualquier inconsistencia. Cualquier papel firmado nos autoriza para ejercer de algo (incluso de Algo) y, simultáneamente, nos exime de ser honestos y tratar de estar a la altura de la tarea. Sin ir más lejos, la partida de nacimiento nos identifica como pertenecientes al género humano, luego ya hacemos lo posible por escupir sobre esa credencial, individualmente o en manada.

    Un beso.

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  2. Aquí se practica ante todo la ley del pesebre, cuya máxima principal es : PIENSO LUEGO EXISTO.
    (pienso = Porción de alimento seco que se da al ganado de establo)

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