lunes, 2 de abril de 2018

Una visita al Romanticismo

Visitamos hoy el Museo del Romanticismo, en Madrid. Antes se llamaba Museo Romántico, pero eso era poco clarificador: románticos pueden ser muchos museos, hasta el del Jamón. En el centro de la plaza de Santa Bárbara, muy cerca ya del lugar, hay un puesto de libros de segunda mano en forma de quiosco. Me sorprende la presencia de un librovejero en un sitio tan insólito y concurrido: está rodeado de terrazas llenas de jóvenes ávidos de disfrutar del sol primaveral que se ha enseñoreado del cielo. Echo un vistazo a los anaqueles y me llevo, entre otros títulos, una biografía del Dr. Johnson, de Giorgio Manganelli (cuya lectura constituirá un alivio en comparación con la infinita de Boswell), y un libro que me hace mucha gracia, Poemas. Cáceres, 1978, que reúne poemas de autores extremeños entonces jóvenes, como Pureza Canelo, Felipe Núñez y el intrigante (porque me intriga, no porque él fuera un conspirador) Jesús Alviz, entre algunos menos o nada conocidos hoy. Ya en la casona neoclásica que alberga el Museo, celebro que nos den la bienvenida versos de "El Pirata", de Espronceda, de Don Juan Tenorio, de Zorrilla, y del soneto "¡Oh, cuál te adoro...!", de Carolina Coronado, impresos en las escaleras de acceso. El romanticismo español será cantarín y endeble comparado con otros del continente, pero contribuyó al movimiento renovador con algunas obras estimables. El Museo de Romanticismo se estructura por temas, y de una sala dedicada, por ejemplo, a la vida política de su tiempo se pasa a otra cuyos protagonistas son los actores, o los pintores, o los escritores. No es solo una pinacoteca, aunque esta sea su condición primordial, sino también un museo de artes decorativas y una reconstrucción de los ambientes de la burguesía española en los que se desarrolló la fiebre (o el sarpullido) romántico. El recorrido está jalonado, a veces inundado, de pianos, arpas (hay un piano con forma de arpa), otomanas, escritorios, relojes de pie, relojes de pared, braseros, secreteres, abanicos, mesas (incluso una de billar), mesitas, cajas de música, libros, juguetes, vajillas, esculturas (como un escalofriante "Infante muerto" en mármol, de José Piqué y Duart) y grabados. En una de las salas se conserva el mueble de aseo esto es, el retrete de Fernando VII, que, acorde con la esplendidez de su usuario, parece un trono. Y aunque está hecho de materiales nobles caoba, terciopelo, bronce, su mecanismo era el de todos los retretes de la época: un asiento con una agujero y un cubo en el que se recogía lo evacuado, que luego debía ser vaciado por un lacayo. Pese a la majestuosidad de la letrina, no dejaba de ser una letrina, y el hedor debía de ser insoportable. También hay muchas alfombras, algunas de las cuales, originales, no se pueden pisar. El problema es que, como no se pueden pisar, no podemos acercarnos a las piezas expuestas en las paredes que las circundan, ni saber, por tanto, quiénes son los personajes representados en los cuadros ni quiénes los pintaron. Aunque tampoco estoy seguro de que aproximarnos a los óleos y esculturas nos permitiera averiguarlo: las fichas informativas, metálicas, están mal diseñadas e iluminadas, y para leerlas hay que retorcer a menudo el cuello, sin que ni siquiera así sea fácil enterarse de lo que dicen. La iluminación no es solo deficiente con las cartelas, sino también con las propias piezas expuestas, que reciben haces directos perjudiciales para los pigmentos y cegadores para el público. Muchos óleos requieren, como sus fichas, que se aparte uno, o que doble la espalda, o que incline la testuz, o todo a la vez, para reconocer lo pintado, aunque a veces adoptar la perspectiva necesaria se hace imposible, porque retrocedemos o nos ladeamos hasta rozar alguna de las alfombras protegidas, en cuyo momento un vigilante brinca hacia nosotros y nos amonesta por nuestro descuido. Los vigilantes del Museo del Romanticismo ciertamente vigilan. Se levantan de la silla en la que están consultando el móvil cuando entramos en la sala a su cargo y nos siguen sin ningún empacho por que se note que nos están siguiendo, asegurándose de que no toquemos nada, ni que nos apartemos del recorrido indicado, ni, sobre todo, que pisemos las alfombras. Alguno me da la sensación de estar preocupado por que nos acerquemos demasiado a las piezas, o porque les respiremos encima. Es lógico, si se piensa bien: ser vigilante de museo ha de ser uno de los trabajos más aburridos del mundo, y quienes lo ejercen necesitan cualquier cosa, por nimia que sea, para entretenerse y justificar su presencia en la Tierra. En las salas también se despliega una exposición de pares estereoscópicos, aquellas máquinas mágicas del s. XIX a las que se asomaba uno y veía imágenes asombrosas: mujeres cosiendo, o cocinando, o desnudas. De estas últimas, por desgracia, no hay ninguna. Entre los óleos expuestos, disfrutamos especialmente de "La plaza perdida", una obra enorme de Eugenio Lucas Velázquez, en la que se representa a multitud de caballos destripados, desangrándose, en un coso taurino. Durante siglos, el tercio de varas se ejecutaba sin que los jamelgos llevaran protecciones, lo que resultaba en una carnicería sin fin, con animales arrastrando los intestinos por la arena o enredados, en el suelo, en ellos. Y al denostado general Primo de Rivera, que fue, como muchos dictadores, un modernizador de la vida pública, le cabe el mérito de haber acabado con aquella bárbara costumbre, aunque no acabara con la más bárbara aún de lidiar a los toros (ni de escabechinar a compatriotas). En general, el Museo del Romanticismo alberga muchas imágenes de la España de Merimée: majos, bandoleros, flamencos, ruinas, sin que falten los paisajes de Ronda que tanto cautivaron a los viajeros del Grand Tour y, a principios del s. XX, a Rainer Maria Rilke. Los retratos son asimismo abundantes; de hecho, el Museo constituye un magnífico fresco de tipos burgueses y populares de la primera mitad del s. XIX. Superadas las obsequiosas y numerosísimas efigies de Fernando VII, la pequeñez de cuyo cerebro (y de cuya moral) era inversamente proporcional a la grandeza de su pene (a cuya base debía enrollarse una toalla para que pudiera introducirse en su augusta esposa, o en cualquiera de sus muchas amantes, sin daño para él ni para su beneficiaria), y de su hija Isabel II, no menos partidaria del amor extramatrimonial que su padre, un cuadro nos llama poderosamente la atención: Alfonsito Cabral con puro, de Manuel Cabral y Aguado Bejarano. No cabe título más fiel: retrata a un niño Alfonsito con un habano como los que se atizan los socios de tribuna en el Camp Nou. Ignoro si es el hijo del pintor, pero lo que sí sé es que, si lo pintara hoy, sería lapidado en la plaza pública, y con especial fiereza si fuera hijo suyo. Lo que hay mucho menos en el Museo del Romanticismo es arte erótico. Yo confiaba en recalar en algún gabinete prohibido, tan propio de la época, pero apenas damos con algunos grabados sobriamente picantes, como una Venus en el tocador, la misma Venus recreándose con el Amor y la Música o una representación de El libertinaje, en la que se ve a un hombre con la camisa entreabierta y una botella en la mano, abrazado a dos mujeres que no parecen ser un dechado de virtudes, pero nada más. Es muy decepcionante. Compenso la frustración que siento con el interés que me despierta la sala de los escritores. Allí se alinean retratos de Martínez de la Rosa, Bécquer, Manuel José Quintana, Eulogio Florentino Sanz, Zorrilla (del que se reproduce una fotografía en la capilla ardiente, flanqueado por dos guardias civiles: en aquella época, los poetas eran tan importantes que se les dispensaban funerales de Estado), Bretón de los Herreros (con un solo ojo; el otro lo perdió en un duelo), Ventura de la Vega (un gran satírico, hoy casi olvidado, al que Antonio María Esquivel retrata leyendo en el Teatro del Príncipe en 1846, rodeado de mucho público) y la pareja inmortal del romanticismo español: Mariano José de Larra y Dolores Armijo, la enamorada por la que dicen que se suicidó. José Gutiérrez de la Vega los pintó a ambos hacia 1840, y uno debe reconocer que ni él era apuesto ni ella, un bellezón: Dolores tiraba a gorda (hasta tenía papada) y Mariano aparece esmirriado y sombrío. Pero el mito los ha engrandecido, o por lo menos iluminado, y ahí están, uno al lado del otro, sin mirarse, pero recordándonos que los asuntos del corazón pueden conducir a grandes encumbramientos, pero también a grandes catástrofes. De Larra conserva el Museo del Romanticismo unas páginas manuscritas, que escruto con avidez, aunque apenas alcanzo a descifrar la caligrafía del escritor. Y junto a ellas admiro un cuadro de Ángel de Saavedra, duque de Rivas, el autor del inevitable Don Álvaro o la fuerza del sino (inevitable cuando mi bachillerato; hoy sospecho que muy evitado), titulado La cita. No sabía que el duque hubiese sido pintor, además de ministro, senador, embajador, director de reales academias, presidente del Consejo de Estado, dramaturgo, poeta, historiador y todo el montón de cosas insignes que fue. Pero se conoce que manejó los pinceles desde la adolescencia, y que fruto de esa afición fue este óleo, en el que se ve a una joven apoyada en una balaustrada, sobre un manto, y desnuda hasta el nacimiento de los pechos. El cuadro transmite serenidad, pero también lascivia, y confirma la fuerza del deseo humano aún en los personajes más estatales y solemnes. En cambio, la breve serie de Leonardo Alenza, Sátiras del suicidio romántico, compuesta por Sátira del suicidio romántico y Sátira del suicidio romántico por amor, de 1839, constituyen una burla la mejor, quizá, que se haya hecho nunca en España de la estética romántica, cuya exaltación del yo y de las pasiones naturales conducen a la destrucción y la ridiculez. La visita acaba con una gran casa de muñecas por cuyas ventanas y balcones pueden observarse, en holograma, escenas de la vida cotidiana de la época, y con sabroso té en el bar del Museo, bajo otra inscripción en la pared, esta vez de un fragmento de Mesoneros Romanos en el que se burla, él también, de los poetas románticos. Aunque ¿cómo no iba a hacerlo un costumbrista como Mesonero? Los tradicionalistas no pueden no despotricar de los renovadores. Así era a mediados del s. XIX y así será siempre. Nos habría gustado visitar el jardín de la casa, pero está cerrado, no sabemos si por obras o por las gélidas temperaturas de estos días de primavera.

1 comentario:

  1. El Duque de Rivas sigue teniendo su huequito en nuestras clases...todavía, aunque la partida la gana Don Juan, claro, que es un calavera con mucho tirón.

    Y qué grande Larra, esmirriado, sombrío y a quien tal vez volvía loco esa papada. El amor romántico tiene el poder quijotesco de transformar la realidad para que luego ella te parta la cara.

    Un abrazo.

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