miércoles, 25 de julio de 2018

César González-Ruano revisitado

Nunca he sabido por qué meto libros en la maleta cuando voy a Hoyos, si allí tengo varios millares. Y no hay estancia en que no me aproveche de ello: siempre recupero algún título o releo a algún autor. En mi última visita andaba yo estragado de lecturas insatisfactorias y alguna muy decepcionante, como la novela Necrosfera, de César Martín Ortiz, mi admirado poeta y cuentista, que, aunque con la prosa ejemplar de siempre y brillantes reflexiones ocasionales, no sabe constituirse en novela, sino que se queda en mero batiburrillo de ciencia ficción y crítica psicosocial y he hecho una apuesta segura: he buscado entre los libros de Pla, de Cunqueiro, de Camba, de González-Ruano, algunos de los mejores prosistas del XX español. De este último he reparado en un título que aún no había leído: Nuevo descubrimiento del Mediterráneo, publicado por Afrodisio Aguado en 1959, uno de esos volúmenes con desvaídas fotografías en blanco y negro que tanto me recuerdan a las imágenes de la infancia que todavía conservo en la memoria. En él, Ruano desgrana su recorrido circular por el Mare Nostrum, desde Marsella a Port-Bou, pasando por Italia, Grecia, Constantinopla (no Estambul), el norte de África y la costa española: Andalucía, Valencia, Mallorca y Cataluña. Sé sin asomo de duda que el libro me va a gustar, y me siento culpable por ello. Me siento culpable de que me guste un libro escrito por alguien como Ruano, fullero, sinvergüenza, estafador, faccioso, adulador y colaborador de los nazis, y hasta cómplice de la persecución y muerte de los judíos franceses en la Segunda Guerra Mundial. Más aún: me siento culpable de que me guste Ruano, cosmopolita, bienhumorado, inteligente, liberal, amante del arte, escritor de raza, buen poeta. Pero, como el vizconde de Valmont, no puedo evitarlo. González-Ruano escribe con la naturalidad, la fluidez, la precisión y la viveza con que a mí me gustaría hacerlo siempre. Y es capaz de escribir sobre cualquier cosa, por insignificante que sea; más aún, cuando mejor escribe es cuando lo hace sobre nada: está en un café, por ejemplo en uno de los cafés en los que se pasaba las horas componiendo los varios artículos que debía redactar al día para los varios periódicos con los que colaboraba, y escribe sobre el aire que ve, sobre una mujer que pasa, sobre el tiempo que huye (o que se remansa en la mesa a la que le han llevado un café con leche en vaso y recado de escribir), sobre un recuerdo o una impresión indefinible, sobre una vaga esperanza, sobre un sueño. Cuanto más inaprensible es el objeto sobre el que escribe, más plástica y exacta es su escritura. Esta insólita aptitud revela que la literatura se ha adueñado, de una forma inadvertida y bienaventurada, de su prosa, es decir, de su mano, su gesto y su mirada. González-Ruano no sabe escribir mal. Escribir bien le sale con la misma facilidad con que respira, con que se atusa el bigotillo, con que le vende un visado falso a un judío desesperado. La naturaleza viva, iluminadora, de la prosa literaria, de la prosa que persigue la emoción estética, se ha fundido con su propia naturaleza humana (y animal). En el capítulo dedicado a Marsella, el primero de Nuevo descubrimiento del Mediterráneo, leo este pasaje prodigioso: "Marsella, hasta el siglo V, hablaba en griego. No nos extrañaría mucho oír hablar griego todavía por sus calles policromas y leprosas, que huelen a hombre dormido, a mujer que se peina, a gato que come las raspas de una luna ahogada en una jofaina". En el de Tolón, doy con esta metáfora increíble: "Frejus (...), cuyos verdes valles buscan el mar etiquetado por las velas blancas de los yates". Etiquetado, dice: las velas, cuadradas y blancas, etiquetan el mar. Hay que tener una sensibilidad singular y una mirada flexible como una mano, o como unas pinzas, para hacer la identificación que el tropo requiere, esa identificación rara pero perfecta, y sobriamente alumbradora, de vela y etiqueta. Más adelante, cuando habla de Tánger, esa ciudad a la que tantos han cantado, pero tan pocos con fortuna, describe así los cafés de la ciudad: "Se me han quedado en el oído del alma las canciones de las orquestas de los pequeños cafés, en los ojos del alma aquellos bares franceses envueltos en una luz roja, donde siempre había poca gente y una muchacha de aspecto triste bebía a sorbitos finechampagne junto a un hombrón atlético, con cara de aldeano chulo, que jugaba en uno de esos juegos absurdos en que una bolita metálica va rodando por puentes, chocando contra obstáculos y encendiendo números". La mirada narrativa, que encapsula el ambiente de las tabernas pobres y las parejas desparejadas, donde algunos –con cara de aldeano chulo– juegan a la máquina del millón, es redonda e incisiva a la vez. El párrafo nos despliega ante la vista una escena que reconocemos, aunque nunca la hayamos visto, y en la que no solo percibimos lo que el escritor dice, sino también lo que no menciona: el olor a ajenjo, el salitre en el aire, la penumbra erizada de puntas de cigarrillos y bombillas carcomidas, la barra mellada del figón, la mugre. Pero el mismo hombre capaz de escribir esto, y muchísimas otras cosas más tan buenas o mejores, afirma, en Nuevo descubrimiento del Mediterráneo, que sufrió "casi tres meses peligrosos e inolvidables por razones sin razón que no vienen al caso" en la prisión de Cherche-Midi y que "nunca, ni aun cuando ellos lo creyeron pensando en fusilarme en los fosos de Frennes, fui un enemigo de Alemania, ni de aquella Alemania [la de Hitler] siquiera, y ahora, que incluso podría convenirme el equívoco, lo proclamo siempre que tengo ocasión". Los tres meses de prisión que pasó en París no fueron "por razones sin razón", sino por la muy autorizada razón de haber sido descubierto por la Gestapo, cuando no tenía ocupación conocida en la ciudad, con un pasaporte de una república hispanoamericana en blanco, un diamante del tamaño de un testículo y 12.000 dólares. Todo aquello tenía que ver, según las más recientes investigaciones de Rosa Sala Rose y Plàcid García-Planas, con la única ocupación real que sí tenía y que le permitía disfrutar de un alto tren de vida en una ciudad derrotada, en plena guerra mundial: el tráfico de judíos fugitivos. Para más inri, y según las pesquisas de Sala y García-Planas, su liberación se debió tanto a las presiones del embajador de Franco como a la ayuda que prestó González-Ruano a sus captores al denunciar que otros prisioneros como él compañeros de celda se comunicaban con el exterior y conseguían comida, noticias, ánimos. González-Ruano era un ser abyecto, sin duda; un engendro moral. Su predilección por los regímenes fascistas se manifiesta en otros capítulos de Nuevo descubrimiento del Mediterráneo, como en "La noche de Villefranche", donde relata que la noticia de la sublevación de Franco lo sorprendió en la villa que tenía en esa localidad la bailaora Raquel Meller, aquella "patriótica y gentil española", como él la define (porque Ruano siempre definía muy bien a la gente a la que le interesaba definir bien). Allí se habían reunido ambas figuras para beber champán, bañarse en la piscina, disfrutar de las vistas y compartir confidencias. Y, cuando la Meller no lo acompañaba, Ruano bajaba hasta la bahía de Villefranche "entre terrazas logradas en piedra viva, entre baluartes de vida millonaria, entre jardines babilónicos por cuyas tapias y verjas asomaban los naranjos y las mimosas [y] se disparaban los verdes cohetes de las palmeras". En este entorno paradisíaco (y tan bellamente descrito) se enteran ambos, la noche del 18 de julio, de que "en Marruecos el Ejército había iniciado un golpe de Estado y que en España iba a comenzar la guerra civil". La Meller, transida de emoción, como él, subió de su bodega "venerables coñacs y champagnes ilustres", y ambos se emborracharon "de alcohol, de Patria [así, en mayúscula], de nostalgia e incertidumbre, de poesía y de literatura, tal y como recomendaba nuestro primo de aquella noche, Carlitos Baudelaire". En definitiva, concluye Ruano, en un rapto de exaltación patriótico-lírica: "Villefranche (...) sería siempre para mí aquella noche del 18 de julio. Aquella noche que olía a sangre remota y a próximos naranjos, como si en una trinchera poética, sobre la muerte, se hubiera tendido desnudo el sol". Sigue confundiéndome es un conflicto que aún no he resuelto esta convivencia, en un mismo ser, de lo más delicado, lo más gallardo, en la literatura, y lo más ignominioso, lo más miserable, en la vida (o al revés). González-Ruano, como tantos otros, empezó escribiendo poesía y, a pesar de que sus éxitos le llegaron por sus artículos, sus biografías y sus novelas, nunca dejó de practicarla: la consideraba el arte más nostálgico y misterioso, y, por eso mismo, el más alto. Fue poeta ultraísta, como Eugenio Montes, como Adriano del Valle, como Gerardo Diego, como tantos otros, y con ello estableció otra contradicción insondable (que también estos encarnan: todos se dieron al fascio): la del iconoclasta en arte, que pulveriza las convenciones artísticas, y la del partidario de la preservación a ultranza del orden establecido, hasta el empleo de las armas si es necesario, en política. Nunca he entendido cómo se engarzan ambos extremos, pero valdría la pena investigarlo, si es que no se ha hecho ya. Ruano escribió un magnífico poema, Balada de Cherche-Midi, en el que reflejaba su terrible experiencia en la cárcel homónima (aunque más terrible fue, sin duda, para aquellos a los que denunció), y que muchos (de los muy pocos que todavía se ocupan de su poesía y de su literatura, en general) consideran su mejor obra. En él escribió estos versos admirables: "Mis noches no tuvieron muchos días mañana / pero ahora sé cosas que no sabía antes: / (...) que la noche es un hueso con luz, ritmo y medida; / que hay millones de amantes que llaman como llamo / con los puños de sangre sobre las mismas puertas / a los tristes millones de millones de puertas; / que llaman a una sola mujer y que se llama / como te llamas tú y como yo te llamo, / con mis diez uñas negras de llanto y soledad, / con mis ojos que miran a donde te imagino / (...) piernas, brazos, entrañas que tuvieron el labio / de esta raza del mundo que formamos nosotros". Los escribió el mismo que había brindado con champán por el levantamiento militar y el estallido de la Guerra Civil en España, el mismo que viajó siempre por el Mediterráneo con el espíritu abierto y la mirada luminosa, el mismo que participó en el asesinato de judíos, el mismo que ha dejado una de las mejores prosas de la literatura española contemporánea. El mismo. Qué extraña es la gente. Qué extraño es todo.

3 comentarios:

  1. Te preguntas por qué metes libros en tu maleta cuando vas a Hoyos. Yo creo que son ellos los que deciden viajar allí y quedarse a vivir en tu preciosa biblioteca en la que has conseguido controlar el viejo instinto boscoso, la tendencia a la dispersión que dificulta el orden y la sorprendente capacidad colonizadora que tienen. Donde reina el orden y el concierto, hay paz. Y los libros lo saben.

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  2. Tu sensibilidad es infinita,Eduardo. Saber leer así es prodigioso.

    Un abrazo grande.

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  3. Sí, ya has escrito antes sobre este conflicto que te causa perplejidad, incluso sentimiento de culpa (http://eduardomoga1.blogspot.com/2016/12/poetas-dictadores.html?m=1).
    Nuestra naturaleza extraña y compleja, contradictoria e incoherente nos hace gastar un pastón en la habitación de un hotel y mangar la toalla al marchar; pasar noches en vela vigilando la fiebre de los hijos y endilgárselos a los abuelos octogenarios para perdernos un fin de semana; denunciar airadamente el enchufismo y echar una mano (con convencimiento) al amigo opositor; ser Leonardo Da Vinci y anotar fría y detalladamente los gastos del entierro de su madre; querer sinceramente al cónyuge y serle infiel; proteger a los hermanos y criticarlos sin piedad; ejercer de buenos vecinos pero desear que se muden si no se arruinan antes que uno...
    La sensibilidad para la literatura no es una vacuna contra las contradicciones del ser humano. Los escritores, como sus personajes, pueden ser unos grandísimos hijos de puta al tiempo que magníficos creadores.Paralelamente, los lectores beberemos los vientos por personajes redondísimos aunque inmorales y repugnantes (Fred Cabeza de Vaca, por ejemplo, me ha subyugado); si me apuras, no es justo exigir más a los artistas por el hecho de serlo (¿por qué al artísta sí y no al filósofo, al físico cuántico o al premio Nobel de economía?). La sensibilidad artística solo es una de las muchas habilidades o peculiaridades valiosas -a menudo desconocidas y calladas, cuando no ocultas- que, junto a las miserias, nos define como "gente". Lo difícil, lo valiente es reconocerse ahí, en el oxímoron, y apechugar sin más daño que el que traemos incorporado al nacer. Por lo que nos cuentas, parece que González-Ruano lo consigue y eso sí confunde, por admirable.

    Muchos besos.

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