miércoles, 4 de julio de 2018

Salvar lo inconfesable

Caligrafía de la necesidad (Madrid, Bartleby, 2017), el sexto poemario de Cecilia Quílez (Algeciras, 1965), da vida a una voz que transita por los tortuosos caminos de la realidad cotidiana, unos caminos que nunca sabemos si nos van a conducir al páramo de lo insignificante o al abismo de nosotros mismos. Aferrados a la yuxtaposición, pero sin signos de puntuación que los acoten, los versos libérrimos de Caligrafía de la necesidad recogen escenas –o fragmentos de escenas– en las que el yo cumple un papel elusivo, como el de una sombra que pasara, o, mejor, como el de una luz que pasara: la de un faro costero que iluminase, a trechos, la espesura incomprensible de cuanto nos rodea. Esa levedad, sin embargo, es solo aparente, porque, en la sucesión de los poemas, se revela grávida de sentimiento, que a veces se reviste de incertidumbre, otras de tristeza y las más de pugnacidad. Estas reflexiones en tránsito, sujetas a las fluctuaciones de una interioridad líquida y un mundo inaprensible, conocen algunas recurrencias, como apoyaturas de un devenir azaroso. El recuerdo de la niñez, y la melancolía que se desprende de esa evocación, tiñen no pocas composiciones, y encauza una percepción dolorida del paso del tiempo. No obstante, «morir debe esperar», como escribe Quílez en el último poema de la primera parte, «Caligrafías». La rememoración de la infancia permite una reivindicación moral: la de la inocencia, una virtud que disipa la tristeza y combate el desencanto, tantas veces impugnado en el poemario. De hecho, inocencia y tristeza, inocencia y desencanto, se acometen y traban a lo largo del libro. Frente al pesar que suscita la realidad, frente al llanto que se vierte por las heridas de la vida y lo irrecuperable de la vida, tenazmente volcados en las páginas de Caligrafía de la necesidad, se afirma, con igual tenacidad, la pureza del deseo, el ansia de justicia, la voluntad del bien. Se trata, con las herramientas de la esperanza, de «despertar de la pesadilla»: de imponer el altruismo a la soledad; de afirmarse, aun aturdida o quebrantada, ante el ultraje de la negación. Así sucede en otras ocasiones en el libro: el diálogo con lo cotidiano o con la propia conciencia –o con ambos, entreverados– se transforma en juicio abstracto o incluso metafísico: la impresión o el recuerdo devienen, así, una suerte de universal: un concepto despojado de sus adherencias terrenales, que proyecta una vibración ética, un sentido absoluto. 

También el amor es invocado. Con delicada oblicuidad, Quílez se presenta como «la ceremoniosa maestra / Del té tibio en tu sexo» y, en el mismo poema –de la segunda parte, «Cartilla de símbolos»–, frente al «despertar / Del delirio / En la comandancia de la realidad», asegura que «aun así Amor», y que nada ha sobrado. La sintaxis interrumpida a veces, entrecortada y hasta cortocircuitada, comunica el calambre emocional o la lúcida confusión a la que este conduce. 

La condición femenina –«el infortunio de ser mujer»– hilvana asimismo el fluir de la meditación, y ello se advierte, sobre todo, en los poemas de «Performance del ángel», la tercera sección de Caligrafía de la necesidad. Quílez se dirige a la «mujer tranquila», a la mujer inocente, y proclama la necesidad de no callar; también, la de sacudirse el yugo de la propiedad que la sujeta a la gleba de los hombres. No es este el único espacio en el que la poeta manifiesta su preocupación social, que asoma, como una proyección de aquella demanda individual de inocencia, en muchas piezas del poemario. En una de las últimas de «Performance del ángel», escribe: «Soñé (…) / Borrar de las enciclopedias la palabra dominio / (…) Dar voz y voto a los niños en las Naciones Unidas / Firmar sin vanidad el Convenio de la Razón / Clausurar las fábricas de pólvora antes de que anochezca / Destruir las armas al amanecer / (…) Siete días a la semana que suene la novena de Beethoven». En el poema siguiente, Quílez menciona a Jorge Riechmann, uno de los representantes señeros de la poesía crítica en España: «Riechmann dice cuando no dice / Respiran los poetas / En la verdad hasta cuando callan».

La alusión a los poetas y, por extensión, la inquietud metapoética es constante en Caligrafía de la necesidad, como ya anuncia su título. La palabra revela, más aún, construye, pero esa revelación y esa construcción no se dan sin lucha. La poeta batalla con una forma que se resiste a acomodarse a los perfiles del pensamiento. La poeta quiere que la palabra diga el ser, pero choca con una maleabilidad incierta y una lejanía insalvable. Ciertos rasgos de su propia escritura, de raigambre vanguardista, reflejan esa resistencia consustancial al hecho de decir: los neologismos («desamanecida», «despiertadormida»), los juegos de palabras («Nos está acabando / Cavando», «Por el error / El horror»), la manipulación de los signos de puntuación, que no es sino rebelión ante su yacente jerarquía, la anómala partición de los términos («Re / des / componerse») y los caligramas que salpican el primer poema de los dos que componen la última sección del libro, «Siglo XXI (Epílogo)». Hasta un rasgo ya insólito, como empezar los versos en mayúscula, puede considerarse tributario de esta busca permanente de una forma significativa, de un altorrelieve verbal que sea fruto inmediato del cincel de la subjetividad. Provista de este haz de aproximaciones y oposiciones, Cecilia Quílez reivindica la figura de la figura sanadora, restauradora –inocente, en suma, como todo lo importante–, de los poetas, esos que saben amansar –o acaso excitar– la palabra, «en celo eternamente / Como una despiadada primavera». Y en esta contienda por decir aquello que nos crea, por nombrarnos a la vez que nombramos, la yuxtaposición que ha encauzado la insurgencia de los versos, golpeada, atirantada, se deshilacha sintáctica y semánticamente, y se transmuta en enumeraciones irracionales, en las que los actos de la conciencia y los actos del habla relajan su ilación y se superponen como los cantos de un río, vuelto ahora avenida: «Es el momento después dentro de un año / Un sudario está dentro de una caja / El ojo tuerto de un jilguero / Ha amanecido / En la sintaxis de las estrellas / (…) Oh misericordia indecisa / Ayer es ya mañana / De aquel silencio hasta ahora / Solo pude salvar / Lo inconfesable».

Transcribo uno de los poemas del libro:

Y si la bestia fuera yo
Y todos los inviernos
Fueran inocentes
Días
Decidme
Haced un bello panteón
Con este insoportable
Rigor mortis
Mirad las calaveras
Muertas de risa Muertas
No hay óleo
Que alivie el ser no siendo
La tortura
Está marchita en otra hoja
Noto a la bestia aquí
Me hace sangre
No es suficiente
Aún no he podido escribir
Cómo asesinarla

[La reseña se ha publicado en Turia, núm. 125-126, 2018]

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