Antes de ir a comer, vuelvo a la medina con Domingo. Tras recorrer una antigua calle francesa, bajo cuyos arcos se suceden tiendas de ropa y electrodomésticos y ancianos que, en la acera, se ofrecen a pesar a la gente en básculas de baño (uno de los pesadores está dormido o en estado cataléptico, y un hilo de baba le cae hasta la pechera), llegamos a su principal punto de acceso: la puerta de Francia, que separa el Túnez nuevo del Túnez "de los indígenas", o ciudad antigua, y por la que he pasado hace poco con el tunante bizco, pero que no he podido admirar, dado que íbamos al trote. Lo primero que me invade al entrar en el laberinto, como siempre que llego a cualquier sitio, es el olor. No tengo un olfato especialmente sensible –para eso está mi mujer–, pero estas primeras sensaciones, a través del único sentido que entronca directamente con el cerebro, me resultan tan imperiosas y reveladoras como la primera imagen que recibo de algo o de alguien, o las primeras frases que intercambio con los recién conocidos. Además, este olor de la medina es tan fuerte como un puñetazo. Los aromas mezclan aquí exquisiteces y suciedades: cuero y basura, especias y plástico, perfumes y mierda. Reparamos pronto en la casa, tan descascarillada como todas las que conforman la medina, donde se refugió Garibaldi en 1835, huyendo de una condena a muerte en Italia y antes de marcharse a América, a malmeter en todas las guerras del continente (Bettino Craxi, otro líder italiano, también se refugiaría en Túnez muchos años después, pero este no movido por un afán liberador, sino para escapar de la justicia de su país, que lo perseguía por corrupto). Vemos gatos por todas partes. Perros no hay ni uno –es un animal impuro para el islam–, pero los gatos, escuálidos, perezosos, sucios, menudean. Algunos turistas, impulsados por el fervor animalista occidental, se acercan a acariciarlos, y los bichos se dejan hacer. Estoy tentado de enumerar a los acariciadores las enfermedades que pueden transmitir, pero pienso que, si no han tenido reparo en tocar semejantes bolas de mugre, no les disuadirá de hacerlo la posibilidad de contraer la campilobacteriosis, la rabia, la fiebre maculosa, la toxocariasis, la toxoplasmosis y la tiña. El zoco congrega tiendas de una belleza espectacular –polícromos puestos de frutas y verduras, joyerías refulgentes, que acreditan el gusto de los árabes por el oro– con chiringos inmundos, en los que ni siquiera se atreven a entrar los gatos leprosos, aunque sí algunos guiris desprevenidos. Cruzamos callejas con capiteles bajos pintados de franjas verdes y rojas. También vemos policías vestidos de negro con el subfusil terciado. Los policías tienen la virtud, a falta de otra, de abrir camino por entre la marea humana, que se arremolina en cada pasadizo, en cada recodo. Igual que los mozos con carretillas cargadas hasta los topes que separan la permanente aglomeración con paso enérgico e indiferente: o te apartas, como puedas, o te arrollan. Otra suerte de asalto se verifica también a cada instante: el de los vendedores que ofrecen su mercancía a los turistas. A menos que uno quiera dejarse envolver por el espíritu oriental y experimentar sus agotadores placeres –regatear, discutir, ser embaucado–, no hay que atender a sus solicitaciones, no hay que entrar en conversación, no hay que pararse. Domingo me enseña las calles de la medina en las que se concentran las tiendas de chechias, esos feces rojos que son el sombrero nacional de Túnez. La distribución dentro del zoco es gremial, como en la Edad Media: hay zonas de orífices, zonas de peleteros, zonas de ceramistas, zonas de vendedores de alfombras, zonas de chucherías de plástico. Entramos en una que visitaba a menudo –me cuenta Domingo– Alfonso de la Serna, el embajador español en los años cincuenta y sesenta, que recogió sus experiencias en el país en un libro excelente, Imágenes de Túnez. Es pequeña, verde y barroca. Al lado de la entrada, se alinean chechias aún en proceso de fabricación: se tejen y luego se hierven para que encojan y adopten la forma que se les da. El dueño del garito, un señor gordo, está hablándole a un público compuesto por media docena de personas, sentadas en respetuoso silencio en sillas de enea: parece conferenciar, supongo que sobre la elaboración de los bonetes. En la medina hay también mezquitas y madrasas, o escuelas coránicas: las primeras pueden visitarse, aunque ahora están cerradas, pero las segundas no: manoseados carteles en francés avisan de la prohibición de entrar a los no musulmanes. La medina acaba en el palacio de la presidencia del gobierno: la cochambre cesa abruptamente y se transforma en un edificio mazacótico y colonial, despejado por razones de seguridad. Paso por delante de una de las oficinas que forman parte la constelación administrativa del palacio, la Dirección General de la Calidad del Servicio Público: en la esquina de la calle que ocupa esta importante unidad se acumula la basura, en la que investigan los gatos. Vamos por fin a comer al restaurante Dar el Jeld. Situado en un rincón de la medina, nada lo identifica fuera: ni un nombre, ni un rótulo, nada. Domingo llama a la puerta y nos abre un maestresala muy trajeado que, a la vista de mis shorts de explorador, me invita a cubrirme con una chilaba. Como en los restaurantes occidentales se facilitan corbatas a quienes no se han presentado con el atavío adecuado, aquí se proporcionan chilabas. Me gusta cómo me queda la mía. Me descalzo y me dejo fotografiar, en el patio del restaurante, claro y fresco, con Domingo a un lado y Luis María Marina, que se ha unido a nosotros para comer, al otro. Ah, Lawrence de Arabia, cuánto te comprendo. Luego nos propinamos un ágape memorable: ellos, sendos cuscús –que yo declino: la sémola es uno de los escasos alimentos de este mundo que no me gusta–; yo, espetones de gambas y una crema zgougou, como, me dicen, las que preparan las abuelas tunecinas, con piñones machacados y un agridulce sabor a madera. Cuando al salir me quito la chilaba, me siento desnudo. Por la noche, me toca leer. En esta ocasión ya disponemos todos de los poemas traducidos y de una intérprete que los lee en francés. Del equipo de tres jóvenes que lo componen, a mí me toca una joven rellenita, cetrina y simpática, cuyo acento galo se me antoja inmejorable. Pero antes de ponerme en sus manos, debo preocuparme por que sean mis poemas los que lea y no los de Laura Casielles. Raouf, el director del festival, se ha equivocado y me ha dado los papeles de Laura en lugar de los míos. Con urgencia le hago ver el error y con la misma urgencia insta a una azafata a que le facilite un ordenador y una impresora para deshacer el entuerto. Y lo deshace. Acompaña después la lectura un maestro que toca una especie de laúd con un jazmín –la flor nacional– en la oreja. Y cuando digo acompaña, no quiero decir que rellene huecos, sino que toca al mismo tiempo que los poetas leen. Con los versos se entremezclan, pues, los monótonos gañidos de la bandurria norteafricana. Así sucede y así sucederá en todas las lecturas: aquí no parece comprenderse que el poema tiene su propia música y que esa música no debe perturbarse con otras melodías. Davide Rondoni, el poeta italiano, que también lee ahora, le pregunta al maestro del laúd si puede tocarle un blues o si piensa seguir con ñigui ñigui. El maestro sonríe y sigue con el ñigui ñigui. Y, por si fuera poco, se le suman un flautista y un violinista, que conforman un trío inmisericorde y letal. Cuando sale Laura a leer, el del laúd rasguea a Falla. Cuando salgo yo, vuelven los tres a su acreditado ñigui ñigui: quizá me consideran menos español o quizá solo conocen a Falla. Yo leo dos poemas largos, cuya extensión se dobla con la traducción. Este es uno de los principales problemas de escribir largo, una forma de hacer que se aviene mejor con la soledad y el sosiego de la lectura individual: la demasiada duración de las recitaciones públicas. Cuando llevo algún rato desgranando versos, siempre pienso que, por más que me esfuerce por hacer una lectura diáfana y rítmica, por más pausas y aceleraciones que imprima, es inevitable que la atención decaiga y que el público se aburra, si es que en algún momento ha estado atento y se ha divertido. Pero uno no escribe lo que quiere, sino lo que puede. Y lo que me sale a mí es poesía grave y larga, qué le vamos a hacer. Conseguimos acabar, mi esforzada intérprete y yo, sin que se advierta ninguna cabeza declinante ni se oiga ningún ronquido, y volvemos a nuestros puestos, no sé si satisfechos o aliviados. (Será mucho peor la lectura del día siguiente, en la terraza del café Amor. Allí, en plena calle, leo, leemos, en un pandemonio de gente que habla, de platos y vasos que entrechocan, de camareros que cobran, del violinista que toca, del micrófono que disuena, de la intérprete que tose, de los paseantes que se preguntan quién es el tonto ese que está leyendo en un idioma incomprensible, del vendedor de helados que anuncia la mercancía, de los niños que piden helados, de las niñas que chillan, de los jóvenes que cantan dentro del bar, de una moto que pasa, de los gatos que maúllan. Leo aferrándome al poema como si fuera una traviesa y yo, un náufrago en un océano de ruido. Leo abrazando esos sonidos huérfanos, que solo entendemos Luis María Marina, que está de nuevo escuchándome, y yo; y, envueltos por un estruendo de incomunicación, ni siquiera estoy seguro de que los entendamos). A la salida de la lectura, un vendedor de jazmines intenta endilgarme uno: me lo coloca en la mano y me pide que se lo pague. Cuando le miento y le digo que solo llevo monedas, me dice que las monedas no valen nada; ergo, le he de dar billetes. Le devuelvo el jazmín, a lo que responde con una mirada que no parece estrechar los tradicionales lazos de amistad hispano-tunecinos. Luego Davide, Yvon le Men –un poeta francés con el que también me he amistado– y yo nos vamos a cenar a uno de los restaurantes en los que la organización da de comer a los participantes en el festival. Se nos unen dos jóvenes tunecinas que han venido de la capital, atraídas por la publicitada reunión de poetas internacionales. Ambas escriben poesía: una ha publicado un libro y la otra ha escrito un poema. Y ambas nos leen poemas: la primera, uno de su libro, y la otra, el único que ha escrito en su vida. Yo he de ir al lavabo (no por los poemas que nos han leído; ha coincidido así) y tengo que pedir la llave en la barra. Cuando, tras no poco forcejeo, consigo abrir la puerta, no encuentro la luz y me golpeo contra una vigueta del techo. Me duele, pero no me sorprende: debajo del pelo tengo un callo por los muchos golpes que me he dado, a lo largo de los años, contra techos, marcos de puertas y superficies bajas varias. Este es otro problema de ser largo (de altura). A pesar de las estrellas que acabo de ver, sigo sin dar con interruptor ninguno, pero, por el olor que percibo y lo resbaladizo del suelo, prefiero no encontrarlo. Salgo, echo la llave otra vez y vuelvo a la mesa de las poetas tunecinas. Que sea lo que Dios quiera. Alá es grande y Mahoma es su profeta.
Creo que ya he comentado alguna vez cuánto me gusta que logres describir las percepciones de todos los sentidos. Aquí lo haces de nuevo con los olores, el color de los puestos, lo que coméis, las caricias a los gatos y, sobre todo, los sonidos, auténticos protagonistas de esta entrada (la onomatopeya es tronchante). El colmo -y la guinda- es la descripción en la que, privados de la vista, oímos a tientas y con la nariz tapada el testarazo.
ResponderEliminarBesos.