domingo, 29 de julio de 2018

En Santander, con Donoso

Viajo a Santander para participar en el encuentro «Donoso después de Donoso», que se imparte en el programa de verano de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo. Debo reconocer que, cuando mi buen amigo Juan Antonio González Fuentes me invitó a hablar de la poesía del autor chileno, mi conocimiento de ella era nulo. De hecho, ni siquiera sabía que Donoso hubiera escrito poesía. Más aún: mi conocimiento sobre la literatura de Donoso, en general, era escaso. Recordaba haber leído, hacía una eternidad, El lugar sin límites, y que la impresión que me había causado era ambivalente: un buen libro, lastrado por cierta abarrocada vaguedad. Pero poco más. El obsceno pájaro de la noche, que pasa por ser la mejor obra de Donoso, sigue estando en mis estanterías, intacto. Donoso era uno de esos escritores hispanoamericanos engrandecidos por el boom al que perteneció, titubeante, marginalmente que permanecían en una incómoda bruma, protagonistas (o figurantes) ya de la historia de la literatura, pero no muy presentes en su realidad viva, en su meollo supurante. Acepté, no obstante, el encargo (o desafío) de abordar la poesía de Donoso, porque siempre me ha gustado descubrir autores y porque la perspectiva de pasar unos días en Santander era tan atractiva como la de la propia lectura del chileno. Me facilitó las cosas que su obra poética fuera escuetísima: un solo libro, y no muy extenso, titulado Poemas de un novelista, que se publicó por primera vez en Santiago de Chile, en 1981, y que la editorial española Bartleby recuperó en 2009, con prólogo de otro chileno insigne, Jorge Edwards. El volumen –y el prólogo de Donoso plantean cuestiones interesantes. Por ejemplo, Donoso reconoce que nunca ha sido «un gran consumidor del poesía» y, más aún, que «no quiere ser poeta»: «La poesía me parece un quehacer tan aterradoramente serio, solitario, definitivo, esencial, y las esencias, así, escuetas e implacables, no son mi vocación», escribe. Donoso niega que quisiera hacer un libro de poemas –jamás tuvo intención de ello, confiesa– e incluso que Poemas de un novelista contenga una «visión poética» –que encarna en el ritmo y la cadencia, o en su ausencia; que es la persona y el estilo y la creación de un universo lírico–, esto es, que sea poesía: «Las tramas de sonoridad a distintos niveles, que constituyen la esencia de la poesía, están sustituidas aquí con frecuencia por crónica y anécdota, itinerarios y recuerdos, elementos todos muy novelísticos». Sin embargo, habiendo leído todas estas manifestaciones, y otras del mismo tenor que salpican las reflexiones de Donoso sobre el género, uno se sorprende de averiguar que una de las dos condiciones que le impuso a su futura mujer para casarse con ella fue que supiera conducir (él no sabía y no pensaba aprender nunca; el rechazo de los poetas a la conducción de vehículos, o su incapacidad para practicarla, es un asunto –de resabios freudianos, conjeturo–, que merecería estudiarse con detenimiento) y que leyese a Proust –Proust, ese gran poeta emboscado de novelista–, porque de otro modo no tendrían de qué hablar; y de que, en su lecho de muerte, pidiera que le leyesen versos de Altazor, de Vicente Huidobro. ¿A qué responde, pues, este libro, compuesto por alguien que no lee demasiada poesía, que no se considera poeta y que ni siquiera está seguro de que sea poesía? Según explica Donoso, a la necesidad de «hacer autobiografía, de dar intimidad propia como propia, y [de] darle curso a mi soledad y a mi ternura». Sus novelas, nunca inmediatas y siempre metafóricas y abarrocadas, según Jorge Edwards, se lo impiden. La poesía, en cambio, le abre las puertas de una comunicación limpia y directa, de una crónica realista, sin imaginación –desbordante en su prosa– y «sin recurrir a la metáfora», asimismo abundante, constitutiva de sus ficciones, y le permite dar curso formal a su conciencia de cada día, a su estar de cada día, a la insignificancia –pero insignificancia extraordinariamente importante para cada uno de nosotros– de cada día. Como dice de John Donne, en comparación con John Milton, «sus metáforas son parte de lo inmediato, del texto mismo, no de algo que el texto señala afuera de sí». Milton, por el contrario, es un gran escenógrafo, un movilizador de tramoyas y aparato. Y Donoso quiere «eliminar toda escenografía –visual y emocional– para dejar el poema íntimo y desnudo, tiritando pegado a mí». Jorge Edwards suscribe lo dicho por Donoso, y subraya el carácter elemental, sencillo, de los poemas de Poemas de un novelista, reivindicadores de una mirada inocente y primaria: «Es una paradoja interesante: en su poesía, Donoso procuraba ser escueto, incisivo, controlado, en contraste con su prosa narrativa. Para el narrador esencialmente visual, siempre atento a la pintura, constructor de grandes cuadros verbales, que era José Donoso, las novelas tendían a ser lujuriosos frescos al óleo. Los poemas, en cambio, eran dibujos nerviosos a lápiz o a tinta china»Pero, leído y releído Poemas de un novelista, no acabo de estar de acuerdo con estos planteamientos. En primer lugar, porque el poemario despliega un andamiaje retórico, de perceptible influencia nerudiana, de grandes dimensiones y vigor. Y porque el concepto de realismo que demuestra manejar dista mucho de ese otro, desembarazado, casi autobiográfico, que dice pretender. De hecho, no tiene nada que ver con el realismo desnarigado de la España finisecular (que perdura, epigónicamente, aún hoy), para el que su despliegue elocutivo constituye un derroche de orfebrería y una bambolla superflua. Pero es que también el concepto de realismo evoluciona: el que tuviera Donoso en los 70 estaba a años luz de ese otro, aburguesado e imperito, que convenció a legiones de escribientes de que la mejor –de que la única– forma de describir un cielo azul era llamarlo «azul». Y aún sería más interesante analizar el propio concepto de realismo: ¿por qué es más realista la descripción de la matanza del cerdo que contiene el poema 9º de «Diario de invierno en Calaceite (1971-1972)», la sección más importante de Poemas de un novelista, que la que hace Donoso de ese mismo acontecimiento, según informa en el prólogo, en su novela Casa de campo (primera parte, segundo capítulo, tercera sección: págs. 80 a 84, en la edición de Seix Barral)? ¿Por qué el hecho de que haya más palabras en esta, y más boscosamente abrazadas, la aleja de la realidad, mientras que la menos espesa lingüísticamente la acerca a ella? (Y aún podríamos ir más allá: ¿de qué realidad?; ¿cuál es la «realidad» de la obra literaria? Pero ese es un debate para otro curso de verano o para otra entrada del blog). Leo mi intervención en el comedor real del Palacio de la Magdalena ante un público escaso pero muy interesado. Los demás ponentes del curso son los españoles Selena Millares y Vicente Cervera, y los chilenos Cecilia García-Huidobro (que es descendiente lejana del poeta Vicente Huidobro), Alberto Fuguet y Álvaro Bisama. Tras la lectura, y como he dicho que Donoso padeció, como tantos otros, la dictadura sangrienta del general Pinochet, un caballero del respetable se me acerca para felicitarme por la exposición, pero también para recordarme que, en 1973, la mitad de los chilenos clamaba por una intervención del Ejército. No le respondo: me abstengo de preguntarle cómo puede saber que en 1973 la mitad de la población deseaba la intervención del Ejército, o qué le parece el resultado de esa intervención, y dejo que sus evocaciones fascistas se deshagan en el aire, como pompas de jabón (de un jabón malo). Con ocasión del encuentro, se ofrece un cóctel en la casa de Elena García Botín, presidenta de una de las asociaciones que lo patrocina. El caserón –al lado de otro ocupado en tiempos por Álvaro Pombo es magnífico. Las viandas y bebidas se sirven en el jardín, que ocupa un delicioso declive, cubierto de césped, hacia la bahía de Santander, al final del cual esplende una piscina de agua de mar de un celeste luminoso. Tres camareros de chaquetilla blanca sirven el champán (que no es Veuve Clicqot, como esperaba, sino Freixenet; pero no está mal) y los gin-tónics, y media docena de mucamas, con uniforme negro ribeteado de encajes blancos, se encargan de las bandejas con canapés y chocolates. Charlamos (¿o debería decir, dadas las circunstancias, departimos?) mientras oscurece. Las orillas de la bahía se iluminan, y con ellas las aguas del Cantábrico: el aire se colorea de todos los matices del gris, y luego del negro, hasta alcanzar la rotundidad del azabache. Esta debe de ser una de las formas del paraíso (siempre he creído que no tiene una sola, sino muchas, cada una adecuada al desiderátum de quien lo recrea): un sillón cómodo, un breve vergel, un buen libro, una copa y la vista de una bahía que lame los ojos y la piel. En sus aguas me bañaré al día siguiente. El Sardinero está atiborrado, pero aún se puede pasear por la arena sin que parezca que viajas en metro. Observo la diferente presentación de los cuerpos: los de los hombres, incluso los más jóvenes, broncíneos y esculturales, ampliamente velados por calzones enormes, y los de las mujeres, casi enteramente descubiertos, bien porque practican el toples, bien porque, sin practicarlo, la tela que los tapa, arriba y abajo, apenas alcanza unos pocos centímetros cuadrados. No veo slips entre los varones ni bañadores entre las mujeres. Y me sorprende que la moral social imponga el burka genital a los primeros y prácticamente la desnudez a las segundas. No hay que ir a la playa, desde luego, para advertir esa diferencia; también está en las calles: los hombres, con ropa suelta; las mujeres, con ropa ansiosa de piel, en ropa aferrada a la piel como un náufrago a una tabla. En esta revolución por la igualdad en la que parece que por fin estamos embarcados, el mismo rasero estético no ha llegado a la presencia pública del cuerpo: el femenino, con la plena exhibición de sus atributos, sigue presentándose como patrón valorativo, y siendo admirado y reivindicado; el masculino, en cambio, retrae los suyos: oculta el sexo; la visión de sus formas incomoda o juzga inapropiada. Quizá sea una forma de significar el retroceso de la virilidad: su adecuación a una nueva convivencia o una nueva definición. La última mañana de estancia hago el segundo desayuno con Elda Lavín, poeta y amiga santanderina, que me regala su último poemario, Las variaciones insensibles, y el tercero con José Antonio, Toña y el hermano de esta, Román, los dos primeros amigos muy queridos de Hoyos que están pasando unos días de vacaciones en Cantabria con su familia. Luego tomamos un ferri turístico con el que circunnavegaremos la bahía. Román habría preferido coger uno de los barquitos que unen la ciudad con una de sus islas cercanas, capitaneado por Emeterio, la persona que más poesía ha leído que él conozca. Pero Emeterio no está localizable. La figura de un capitán de transbordador amante de los versos se uniría, felizmente, a otras que he conocido y que asimismo reunían aficiones improbables: el peluquero de Belgrado que tenía a Shakespeare en los estantes, junto a las tijeras y los ungüentos; el peluquero de Palma de Mallorca que vendía libros de poesía en su establecimiento (los peluqueros quizá sean más dados a la lírica que ninguna otra profesión); el editor de poesía que se gana la vida con una agencia de viajes. Tendré que esperar a otro viaje. O a otro capitán de barco.

1 comentario:

  1. Sobre los cuerpos másculinos. Tal vez te/os resulte interesante.

    mobile.lemonde.fr/m-perso/article/2018/08/05/pourquoi-les-corps-masculins-sont-ils-invisibles_5339508_4497916.html

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