Hoy visitamos Cadalso. En realidad, no visitamos el pueblo, sino que nos quedamos a comer en uno de los restaurantes de la localidad a orillas del Árrago, Casa Piris, cuyo nombre –variante de Pérez–, por algún azar histórico-lingüístico, es tan abundante en Extremadura como en Cataluña y Valencia. El establecimiento tiene buena cocina y una terraza agradabilísima al lado mismo del río. Cuando llegamos, solo hay comiendo otra pareja. Algo, no obstante, perturba la paz del lugar: una irritante musiquilla que sale de no sé dónde. Nuestro vecino me ve rebuscar con la mirada el origen del chunda-chunda y se adelanta a mis deseos: "¿Quiere que la apague? La hemos puesto porque estábamos solos. Pero no queremos molestar". La amabilidad extremeña, de nuevo. Una amabilidad alguna de cuyas manifestaciones no hemos encontrado en ningún otro lugar del país, ni acaso del mundo. "Sí, por favor. Se lo agradeceremos mucho", respondo. Recuperado el bienaventurado silencio, nos atiende la única camarera del local, hija de los dueños. Es una criatura encantadora, que hoy acrecienta su encanto con unos shorts tejanos que amenazan con seccionarle las ingles. Me quedo preocupado. Y un poco aturdido con su aleteo constante alrededor de la mesa. Pedimos gazpacho, judías verdes y entrecots de ternera; de postre, un flan (que más bien parece la maqueta de una pirámide) y una mousse de fresa. Todo está fresco y bien cocinado. Los entrecots horrorizarían a cualquier vegano: son tan grandes que casi nos horrorizan a nosotros. Pero, deseosos de proteínas, nos los zampamos con delectación neolítica. El trajín en la mesa contrasta con la paz del lugar. Las aguas del Árrago, remansadas por la cercana piscina natural, fluyen sin urgencia, con un rumor apacible y azul. En el cielo solo despuntan algunas nubes condescendientes, breves hongos blancos que no emborronan el sol. Hace el calor justo: para agradecer la sombra y el baño, pero sin sudores ni jadeos. La luz cae en el río como una sábana enteriza pero sutil. Las ranas croan; también los pájaros se dejan oír; la brisa hace hablar a los olivos y los robles, cuya cremosa vibración se enreda con el murmullo espinoso de las jaras y los brezos. El vecino reconoce la superioridad de la música natural sobre los soniquetes prefabricados: "Esto sí vale la pena oírlo, ¿verdad?", nos pregunta. Asentimos. Pero nos equivocaríamos si creyéramos que esto es solo un locus amoenus, una escena de paz. Los inacabables conflictos de la naturaleza (que nosotros embellecemos y moralizamos, pero que son verdaderas guerras de supervivencia) se entrecruzan en ella. Nuestro vecino, sin ser consciente de las consecuencias de sus actos, les echa unas migas de pan a unos gorriones que revolotean en la ribera. Los pardales se enzarzan en una lucha frenética por las migas: en picados o rasantes velocísimos se hacen con ellas y, cuando son demasiado grandes para tragárselas in situ, se las llevan a algún lugar apartado a ingerirlas con paciencia. Lo mismo sucede con una familia de pollos que aparece por allí, precedidos por su orgullosa madre, una gallina color avellana, y atraídos, suponemos, por el frenesí pajaril. Los adorables pollitos, cuya fragilidad suscita sin remedio la ternura del contemplador, demuestran tener espíritu de asesino en serie: se abalanzan sobre las migas, que el vecino no deja de volear, rápidos como áspides y defienden el botín frente a los hermanos que no han atrapado nada, y que quieren robárselo, con la ferocidad de un apache. Esas delicadas criaturas se libran a combates inmisericordes, con empujones, picotazos y golpes de ala, bajo la mirada indiferente de la madre, que debe de considerarlos una etapa más de su formación. Pero el depredador de ahora es la presa de después. Un gato se acerca con la misma intención de hacerse con los polluelos que los polluelos han demostrado con las migas (y contra sus hermanos). Todos, crías y madre, ponen, entre piídos, patas en polvorosa. Esta defiende la retirada estirando el cuello y ahuecando las alas para parecer mayor y dispuesta al combate. Pero el gato no ha querido perseverar en la caza y deja que las aves se retiren. Luego se pasea por la hierba, con la cola levantada y la mirada oblicua. Acabada la comida y el espectáculo de la ley de la selva, recorremos los cien metros que nos separan del acceso a la piscina natural. Vemos desde el camino la fantástica imagen de la iglesia de la Purísima Concepción alzada contra la sierra, en uno de cuyos picos, como el pezón de un pecho gigantesco, sobrevive la ruina cuadrada del castillo de Almenara, construido, como tantos otros de la zona, por los árabes. Al lado de la iglesia ondea una bandera española. No sabemos hasta qué punto el nombre del pueblo responde al hecho histórico de que fuera aquí donde se ejecutase a malhechores y moros. Preferimos evocar lo transmitido por la tradición oral: que Cadalso era uno de los lugares en los que el rey Alfonso XI, bisnieto de El Sabio, se encontraba con su amante, la bellísima Leonor de Guzmán, con la que tuvo diez hijos. En el pueblo se conserva todavía la Casa del Rey. Y en el Libro de la montería que se le atribuye, Alfonso, gran amante de la caza –como ya demostrara con Leonor y los muchos sarracenos a los que liquidó–, ha dejado muestras de conocer bien la región: elogia, por ejemplo, el cercano monte de la Aliseda, que abundaba en jabalíes y osos. Cuando llegamos a la piscina, descubrimos con placer que no hay nadie. El silencio y la quietud son adánicos. Yo los rompo ambos metiéndome enseguida en el agua. Nado casi hasta Casa Piris: a pozas en las que no se hace pie siguen tramos en los que puede uno andar por el lecho del río sin que el agua supere las rodillas. Me siento en una roca en el curso del agua y contemplo el puente recientemente construido, de chirriante hierro verde. Me pregunto por qué no se habrá hecho de madera o de piedra. Dejo también que se me acerquen los peces del río. Primero son unos pocos, y muy pequeños. Pero poco a poco son más, y más grandes. Alguno alcanza un tamaño preocupante. Y a todos parece gustarle mi piel, que mordisquean (no sé si los peces muerden, pero no se me ocurre cómo llamar a su forma de alimentarse) con ansia, llevándose las escamas muertas, las pequeñas excrecencias invisibles a nuestros ojos, pero muy apetitosos a los suyos. Me hacen cosquillas. Pero ya son muchos, y no me gustaría que las cosquillas evolucionaran a pellizcos. Así que me levanto como un cíclope de las profundidades de las aguas y desbarato su banco. Ángeles no se baña: el agua fría (aunque no está fría) le gusta tanto como un cólico miserere. Ángeles nunca se baña en ningún sitio que no desprenda vaho. Me mira desde la orilla como miraría a un cebú revolcarse en el barro. Pero el rato de paz que pretendíamos en la ribera se acaba sin haber empezado: aparecen unos niños, seis o siete, que saltan al agua con estrépito adolescente. Uno de ellos lo hace desde el puente, justo desde allí donde un cartel prohíbe saltar desde el puente. El chapoteo y las carcajadas sin motivo (o sin otro motivo que la felicidad de estar vivo y no tener responsabilidades), aliadas con tacos, aumenta gradualmente: como los peces de antes, esta media docena de seres se convierte en una cincuentena al cabo de poco: debe de ser un campamento de verano. Melancólicamente, recogemos las toallas y nos vamos. A pesar del baño interrumpido, ha sido un día feliz.
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