Vuelvo a Sidi Bou Saïd, en Túnez. Es la tercera vez que visito este pueblo de casas blancas y azules, colgado sobre la bahía de Cartago, en el que a principios del s. XX se establecieron aristócratas y pintores europeos, fascinados por la belleza del lugar, y que ha conservado un cierto espíritu artístico y bohemio. En esta ocasión lo hago para participar en el Festival Internacional de Poesía que se organiza aquí desde hace años. No soy el único español: la asturiana Laura Casielles me acompaña en el evento, junto a un amplio elenco de poetas africanos, europeos y hasta taiwaneses. En el aeropuerto me está esperando Luis María Marina, escritor, traductor, diplomático (y no me refiero a su carácter, sino a su ocupación: es diplomático, ahora destinado en el país magrebí) y sobre todo amigo, por cuya mediación se me ha invitado al evento. También me espera un chófer, en cuyo vehículo vuelvo a experimentar las fuertes emociones que siempre procura el tráfico tunecino. Mientras conduce, sorteando vehículos a toda velocidad, me habla del inolvidable Ben Alí, presidente que fue de la República Tunecina, y al que nosotros, en nuestro primer viaje (turístico) a Túnez, llamábamos el frotón, porque en todas las fotografías y carteles con su imagen que inundaban el país aparecía siempre con ese gesto de frotarse las manos propio de los avaros o de aquellos con quienes la vida está siendo benévola. Bueno, en realidad, el chófer no habla de Ben Alí, sino de Alí Babá, un nombre que cuadra mucho mejor con su estilo (y con la imagen de aquellos memorables carteles, hoy arrumbados por una primavera árabe que nació aquí, aunque se haya quedado en un mero entretiempo árabe). Después de comer con Luis en el restaurante del hotel –un voluminoso parador de los 70 que ha acusado el paso del tiempo y que cuenta con los refinados servicios de la hostelería tunecina, pero también con excelentes vistas–, acudo al acto de inauguración del Festival, que se celebra en uno de los muchos bares que jalonan la calle principal de Sidi Bou Saïd. Allí desfilamos todos los poetas, al reclamo altisonante de Raouf, el director del encuentro, y leemos alguno de nuestros poemas. Como somos muchos y aquello no acabará hasta la madrugada si nos abandonamos al placer de la recitación, decido contribuir a la distensión de la concurrencia leyendo solo un puñado de haikus. Pero, en realidad, mi lectura es una contribución a la confusión general, porque la organización no ha previsto que los poemas se traduzcan. Así que me levanto, presto a defender el honor poético patrio (¡Eduardo Moga, de l'Espagne!), agarro el micrófono, balbuceo, en mi oxidado francés, unas frases de agradecimiento por la invitación, suelto los siete "haikús del ciego y el perro" en el castellano que mamé de mi madre (y que solo entienden Laura, Domingo, el director del Instituto Cervantes, que ha venido a acompañarnos en el acto, y una poeta tunecina que, como averiguaré luego, ha vivido 14 años en España y que habla español como si hubiera nacido en Lavapiés) y me apresuro a ocupar de nuevo mi asiento, donde me están esperando un mojito que me ha servido un solícito camarero y una periodista de una radio local que tiene interés en entrevistar a los poetas invitados. Accedo, complacido, a la entrevista, porque los poetas nunca nos negamos a estas cosas y porque la periodista, según compruebo entusiasmado, debe de ser miss Túnez. Sus preguntas se revelan luego a la altura de las respuestas que dan las misses en los concursos de belleza (por ejemplo: ¿escribirá Ud. algún poema sobre el encuentro?; ¿qué es para Ud. la poesía?; ¿qué hace para invocar a la inspiración?), pero no importa: escuchar cómo salen de sus labios es un placer por sí mismo. Al día siguiente he quedado a comer con Domingo y Luis en Túnez. Así pues, tras el desayuno, cojo otro taxi y me dirijo a la capital. El conductor, a diferencia del que me estibó hasta el hotel, no pretende emular ni a Lewis Hamilton ni a Mad Max, sino que circula con relativa tranquilidad y me da conversación y hasta consejos de seguridad ("nunca lleve los objetos de valor en los bolsillos traseros: póngaselos en los delanteros; y no los luzca nunca en la calle"). Su calma al volante, en cualquier caso, resulta vital para mis cervicales: el taxi es tan pequeño que cualquier bote en la carretera hace que me dé de cabeza contra el techo (y tampoco tiene aire acondicionado...). Cuando el taxista se entera de que soy un invitado del Festival, concluye, sin excesivo esfuerzo deductivo, que soy poeta y afirma: alors, j'ai l'honneur de vous y amener [así que tengo el honor de llevarlo]. Sin solución de continuidad, me pregunta por el Mundial de Fútbol y canta la palinodia de Xavi e Iniesta. Pese a la deriva futbolística de la conversación, el homenaje que ha hecho este hombre a la poesía, con el pretexto de llevarme en su taxi, es sincero. Y así tengo comprobado que suele ser en los países del Tercer Mundo (y que ahora, ya sin el comunismo, debería llamarse el Segundo Mundo): la poesía conserva una importancia simbólica que ha menguado, o casi desaparecido, en Occidente, donde es apenas una actividad artística más, sin trascendencia social ni mucho menos mercantil. En cambio, los poetas siguen siendo en África, Asia y muchos países de Hispanoamérica representantes del espíritu de la comunidad, comunicadores del pueblo, voces privilegiadas que dialogan con lo más elevado de la inteligencia y la sensibilidad (ah, si estas gentes conocieran a algunos poetas que yo me sé...). Esta alta consideración popular no hace que la poesía se publique más o mejor, ni que los poetas se ganen con ella la vida (por el contrario, en los países árabes la autoedición es lo normal; un poeta iraquí ha despotricado en el desayuno contra los editores del mundo musulmán: "son todos unos ladrones", ha puntualizado), sino solo que gocen de una mirada respetuosa y hasta de veneración, que trasluce el papel que se les asigna como portavoces de las inquietudes más profundas de la sociedad. El taxista, en fin, se revela contrario a la revolución. Cuando ya estamos llegando al centro de Túnez, hace las afirmaciones que siempre se han hecho al pasar de un régimen dictatorial a otro democrático (o no tan dictatorial como el primero): Túnez no está preparado para la democracia; los tunecinos no han entendido qué quiere decir libertad de expresión; no hay que confundir libertad con libertinaje. Y añade, para rematar, que muchos de los libios que han entrado en el país huyendo de la guerra que asuela su país, no son ni cultivés ni modernisés. El taxista, ay, es fachilla, pero qué le vamos a hacer. Conmigo ha sido amable y no me ha robado en la carrera: se lo agradezco y le deseo que pase un buen día, como él a mí. Me apeo delante de la catedral católica de San Vicente de Paúl, la mayor del país, en la plaza de la Independencia, delante de la embajada de Francia, rodeada de alambradas y sacos terreros, con una tanqueta apostada junto a la entrada y soldados en uniforme de combate con el dedo en el gatillo de los fusiles de asalto. El templo, un pastiche de estilos, se inauguró en 1897 y su estado de conservación y uso demuestra la tolerancia religiosa de los tunecinos: soyez le bienvenu, me dice con una sonrisa el conserje de la entrada, que es gratuita. Un policía que patrulla el recinto le señala a una mujer que también quiere entrar el papel que ha tirado al suelo y, con ese gesto mudo y el pistolón que le cuelga del cinto, la obliga a recogerlo. La mujer lo hace en silencio. La catedral, enorme, está llena de retratos de monjes y monjas franceses, además de las imágenes de dolor –crucifixiones, latigazos, cadáveres– propias de las seos católicas. Nada de eso, ni de la arquitectura apastelada de la iglesia, me gusta, pero aquí se está muy fresco, y el frescor me disuade de lanzarme al bochorno africano de la avenida Habib Bourguiba. Pero acabo haciéndolo, claro: no he venido aquí solo a contemplar hábitos paulinos ni columnas neobizantinas. Ya en la calle, sigue sorprendiéndome el espectáculo habitual en Túnez: la presencia de mujeres tapadas hasta la coronilla, incluso con guantes (¡con este calor!), y mujeres vestidas a la occidental, con pantalones ceñidos, minifaldas y escotes generosos. La indumentaria de los hombres, en cambio, es mucho más homogénea: europea, en general, con la excepción de algunas chilabas. Muchos, hombres y mujeres, van tocados con el clásico sombrero de paja de ala ancha, un gran invento mediterráneo: la mejor protección que conozco para el sol abrasador de cualquier latitud. Admiro asimismo la estatua de Ibn Jaldún, el filósofo e historiador de origen andalusí, que se encuentra frente a la catedral, y visito la librería Al Kitab, aunque pequeña, una de las mejores de Túnez. Para hacerlo, he de cruzar la avenida, lo que constituye una aventura singular: los pasos de cebra son en este país puramente orientativos; de hecho, te orientan sobre el lugar en el que puedes perecer aplastado por cualquiera de las docenas de coches que pasan por ellos sin disminuir la velocidad, es más, acelerando. En Al Kitab descubro un libro sorprendente: Islam et émancipation de la femme, de Sahraoui Gamaoun, que se me antoja un oxímoron (el libro, no Gamaoun). A lo largo de toda la avenida Habib Bourguiba se suceden las terrazas, ocupadas exclusivamente por hombres: leen el periódico, fuman cigarrillos o el narguilé, conversan, toman café, juegan al dominó o al backgammon. Pero no hay ni una mujer con ellos. En ningún bar. Ni en ningún punto del país (ni del continente, probablemente). En este país, los hombres ocian y las mujeres trabajan. De hecho, tengo para mí que son ellas las que lo sostienen, las que aportan la poca o mucha riqueza de que pueda disfrutar. Luis me contará después que las organizaciones internacionales, tanto gubernamentales como no gubernamentales, procuran que los proyectos de cooperación y desarrollo lleguen a las manos de las mujeres, porque son más laboriosas, más colaborativas, más avispadas para la inversión y más responsables, y hay más probabilidades de que los proyectos alcancen un buen resultado. Pero de las elusivas habilidades de los hombres tengo una buena prueba cuando ya estoy entrando en la medina, a la espera de que sea la hora de encontrarme con Domingo para almorzar. Un tipo algo bizco que pasa a mi lado (y que me recuerda a uno de los pérfidos turcos de la terrorífica El expreso de medianoche) me ve mirar una tienda que exhibe pósteres de las selecciones nacionales de fútbol de Túnez desde los años 60, y me explica que son pósteres de las selecciones nacionales de fútbol de Túnez desde los años 60. A continuación, con la sutileza de una víbora cornuda del desierto, tira de ese cabo para darme conversación, aclararme que no es guía sino florista y decirme que, si quiero, puede acompañarme a un lugar estupendo de la medina, donde hay varias exposiciones interesantísimas de artesanía tunecina. Yo no quiero y, aunque me he jurado no atender a las maquiavélicas solicitaciones callejeras de los países norteafricanos, por amables que puedan ser, la educación que he recibido –que exige no ser descortés ni cortar abruptamente una conversación civilizada con nadie– se me impone y me ata a este pícaro que no deja de sonreír, que ya debe de estar pensando que ha pescado a otro guiri alelado y que pronto va a hacer caja. Me veo, pues, casi corriendo tras sus pasos por el dédalo del zoco, eludiendo, a su estela de rompehielos, el agobiante tráfico humano, y preguntándome qué hago yo corriendo tras los pasos de un florista bizco camino de un lugar desconocido, pero que seguramente será algún tugurio donde me sacarán los cuartos (ah, Eduardo, ¿por qué no decir "no", un "no" tajante e irrefutable, un "no" que no dé ninguna opción ni ofrezca ningún resquicio, un "no" como la catedral de Túnez, un "no" berroqueño y salvador?), hasta que, por fin, y en efecto, llego a un tugurio que resulta ser del hermano del bizco, según me dice, y que no es una floristería, sino una tienda de perfumes. En las manos anhelantes de este, que es cojo, me deja el captador –que parte enseguida a trincar a otros borricos–, y yo me veo enfrascado (y nunca mejor dicho) en un regateo que no deseo por un producto –unos aromas buenísimos, naturales y que duran años– que tampoco deseo, pero que acabo comprando (a mitad del precio que el vendedor ofrecía al principio, pero que sin duda sigue siendo una estafa) para librarme de una cacería agotadora en la que yo soy la presa. Ah, cuánto me gustaría saber decir no. Qué benéfico y redentor un buen no a tiempo.
A mí me gusta ese toque babélico del encuentro, parece que acomoda bien al ambiente caótico, imprevisible y espontáneo del lugar, y ayuda así al descanso de nuestro entorno pulcro y ordenado. Me divierten las salpicaduras galas que vas dejando (qué guay si hubieras vertido también algún chipirritón de las otras lenguas en que se recitó: aunque no entendamos un carajo, podemos deleitarnos con los significantes de secretos significados).
ResponderEliminarEl asunto de las mujeres ausentes o invisibles (estarán, seguro, en las cocinas de bares y restaurantes; fregando los retretes; comprando en el mercado; haciendo camas en los hoteles...) mejor no comentarlo. Túnez sería mucho más hermoso con sus mujeres fumando, leyendo, bebiendo, cruzando sus piernas o repantingadas en las terrazas de sus cafés -con o sin hombres, con o sin hijos- y seguirían levantando el país o evitando que se hunda, como hacen en casi todas partes.
Lo que me asombra es verte sucumbiendo a un charlatán, para colmo varón y bizco. Ah, qué sería del asombro sin la ficción.
Bisous.