En realidad, el fascismo nunca se ha ido: siempre ha estado latente en nuestra sociedad, en las sociedades del mundo. Ya no es, salvo desgraciadas excepciones, el movimiento político ideado por Benito Mussolini y materializado en un partido homónimo –su derrota en la Segunda Guerra Mundial y sus posteriores derrotas a manos de la democracia parlamentaria lo han mantenido en las catacumbas de la vida política-, pero sigue existiendo, disfrazado de racismo, de xenofobia, de algunas de las peores formas del nacionalismo: del conservadurismo más sórdido, en suma, del cesarismo más tenebroso. Yo alcancé a verlo todavía, y a sentirlo en carne propia, en los primeros años tras la muerte de Franco, cuando aún campaban por calles y comisarías los nietos de los vencedores de la Guerra Civil y todos cuantos se habían beneficiado de aquel régimen de terror gracias al cual, en palabras de Jaime Mayor Oreja, aquel egregio capitoste del PP que pudo haber sido líder del partido y, quizá, presidente del gobierno si el dedazo de Aznar se hubiera posado en su frente, en lugar de hacerlo en la del, quién lo iba a decir, añorado Mariano Rajoy, gracias al cual, decía, se vivieron en España 40 años de una envidiable placidez. Aquellos cachorros negros, falangistas, guerrilleros de Cristo Rey o miembros de la Alianza Apostólica Anticomunista, entre otros, imponían la dictadura de la porra, el botellazo y, en algunos casos, el tiro, y aterrorizaban a cuanto rojo, rosa o simplemente gris encontraban a su paso. Recuerdo una asamblea en el aula magna de la facultad de Derecho de la Universidad de Barcelona, en 1980, en la que el fascista más conspicuo de la facultad, hoy reputado abogado mercantilista y exejecutivo de Intereconomía, acompañado por un gorila con una espalda como un ropero abierto, amenazó a todos los presentes al grito de: "¡Como siga habiendo asambleas como esta, habrá palos!". Y los hubo, ciertamente: yo escapé a unos cuantos corriendo delante de los grises –que, a pesar de la Constitución del 78, llevaban el fascismo pegado a los uniformes– o de los fachas, que les hacían el trabajo fuera de las horas de oficina. Por suerte, aquella violencia, constitutiva del fascismo, fue atenuándose hasta hacerse casi invisible. Pero no desapareció. Nada desaparece nunca, y la inmundicia, menos que nada. Quedó larvada, bajo el oleaje montuoso de la Transición y la transformación social, hasta que las circunstancias permitieran su resurgimiento. Y eso ha hecho, con otros ropajes, es decir, con otros discursos, cuando la situación se ha vuelto favorable, y no solo en España, claro, sino en el mundo, que es casi lo mismo que decir en la sociedad capitalista. El fascismo es un producto de las leyes del mercado, una exudación, patológica pero útil, del capitalismo: permite combatir las fuerzas que disgregan o amenazan el mantenimiento de las condiciones de producción y, por lo tanto, de la acumulación de capital. Dicho más claro: el fascismo es una de las formas –quizá la más salvaje– que adopta, que sigue adoptando el capitalismo para subsistir. Pero, como he dicho antes, ese fascismo ya no se enfunda hoy en camisas negras, azules o pardas, ni desfila a la luz de las antorchas, ni hace el saludo romano ante el líder salvador. Eso es arqueológico y contraproducente. Hoy se ha empapado (y empapelado) de business school y redes sociales, de glamour y dizque respeto institucional. Y con todo ello, y una crisis económica –de esas, recurrentes, que genera el propio capitalismo, igual que la serpiente muda de piel cada cierto tiempo para seguir siendo serpiente– que ha sacudido la confianza de millones de personas en los sistemas de gobierno, se ha lanzado, de nuevo, a la conquista del poder. Y, en buena medida, lo está consiguiendo. Donald Trump es el paradigma del nuevo fascista: trajeado, empresarial, televisivo, tuitero, pero rezumante de basura, sudoroso de grosería, iracundo, machista, elemental, constructor de muros, defensor de la tortura y valedor del resentimiento de docenas de millones de paletos norteamericanos, incomprensiblemente narcisista y pertinazmente mentiroso, lo cual no le ha impedido construir la mayor campaña nunca realizada contra la prensa, tachándola de manipuladora y mentirosa. Pero a su alrededor orbita una serie de líderes que ejercen el fascismo contemporáneo con igual o mayor ahínco que él. Uno es especialmente abominable, Rodrigo Duterte, el presidente de Filipinas, que lleva años combatiendo el narcotráfico y la guerrilla de su país con escuadrones de la muerte, ejecuciones extrajudiciales y toda violación imaginable de los derechos humanos, que han causado miles de víctimas: una de sus últimas perlas ha sido anunciar que ha dado la orden de que a las mujeres guerrilleras no se las mate, como se ha hecho formulariamente hasta ahora, sino que se les dispare en la vagina. Y en Brasil está a punto de ganar, si la providencia no lo remedia, Jair Bolsonaro, un militar en la reserva que añora la dictadura de sus conmilitones, que, como Trump, considera legítima la tortura, que preferiría que su hijo estuviera muerto a que fuese homosexual, que considera que los negros no sirven ni para reproducirse y que ha afirmado que nunca violaría a una diputada del Partido de los Trabajadores que lo criticaba, porque era demasiado fea. Comparado con estos mendas, los líderes de la ultraderecha europea parecen aprendices: Matteo Salvini, ministro del Interior italiano, que rechaza acoger a inmigrantes embarcados en peligro de muerte y que planea expulsar a todos los gitanos de Italia, menos a los que tengan la nacionalidad italiana: a esos "tendrán que quedárselos" (Salvini es digno sucedor de Silvio Berlusconi, el fascista con el mejor bótox, la sonrisa con más dientes y los trajes más caros); Nigel Farage, el triunfante inductor del Bréxit; el húngaro Víktor Orbán y sus políticas antiinmigratorias, antieuropeas y antiliberales; o la clásica Marine Le Pen, hija de un torturador de argelinos con un solo ojo (el torturador, no los argelinos), que sigue diciendo las barbaridades que lleva soltando veinticinco años, ahora con el apoyo de Steve Bannon, el principal asesor de Trump, hoy caído en desgracia, que recorre Europa, como antaño hiciera el fantasma del comunismo, predicando la lúgubre nueva de la lucha contra el forastero, contra los gobiernos supranacionales, contra la justicia social, contra la racionalidad democrática. En España también hemos tenido ejemplos de estos, menos cosmopolitas, pero no por ello menos peligrosos: Jesús Gil y Gil, que dejó hechos unos zorros todos los lugares por los que pasó, fue el fascista patrio por antonomasia durante unos cuantos años, hasta que el Señor quiso llamarlo a Su lado. Lo caracterizaba ese rasgo tan español: la cutrez, la zafiedad entre aldeana y suburbial, la caspa radioactiva, la cochambre del que se toma un carajillo o varios con los amigachos en un bar, el pie de cuya barra está plagado de servilletas de papel arrugadas y cabezas chupadas de gambas, y luego los eructa. Pero hoy tenemos a Santiago Abascal, que ha ocupado varios cargos en el País Vasco con el PP y a quien Esperanza Aguirre, la inolvidable Espe, nombró director de la Agencia de Protección de Datos de la Comunidad de Madrid, y que ha creado varias entidades y partidos, como la Fundación para la Defensa de la Nación Española y VOX (o, mejor, BOX), cuyo único propósito es defender a una patria amenazada por los indescriptibles peligros de la inmigración, el multiculturalismo, el separatismo, el autonomismo, el socialismo, el comunismo, el podemismo, el feminismo, el ateísmo, Venezuela, los moros, los sudacas y Julen Lopetegui, un manifiesto inepto en el banquillo de la selección nacional. (Y no solo a Abascal: Pablito Casado, esa hormiga atómica de los másteres e hijo predilecto de Ánsar, se apresura a correr a su estela, deseoso de recuperar los votos que se le ha llevado el bilbaíno y vengarse de los sociatas usurpadores y malignos; y debo confesar que siento una malsana curiosidad por saber, en esa carrera descabellada, qué burrada, más gorda que la anterior, va a decir hoy). Pero, en realidad, los culpables de que estos personajes siniestros existan no son ellos mismos, que tienen derecho, en una sociedad libre, a pensar y manifestarse como les plazca, sino quienes los votan: los ciudadanos que depositan su confianza en unos canallas sin educación, inteligencia ni moral; en unos zotes sin civilizar, en suma. Y ese hecho deplorable y catastrófico se explica porque el fascismo se aviene con algunos rasgos fundamentales de la psique humana. Y por eso perdura; por eso siempre está ahí, aunque puede que ande encubierto. Quienes votan a los fascistas –a estos fascistas edulcorados, digo; a estos fascistas de nuevo cuño, con los trampantojos del paso por las academias militares o las universidades católicas; a estos fascistas con traje de Prada de camuflaje– votan contra el miedo que sienten, votan contra la incertidumbre que nos define, votan contra la debilidad frente a las adversidades, votan contra la aceptación de las miserias que sufrimos, de la miseria que somos. Pero todo eso –el miedo, la incertidumbre, la adversidad, la miseria– nos constituye: es lo que nos hace hombres y mujeres. Con ello hemos de luchar y de bregar, pero sin temor y quizá también sin esperanza. Hemos de relativizar o, mejor aún, prescindir de esas certezas rigurosas que nos amurallan –o eso creemos, con error manifiesto– frente al tiempo y sus azares, frente al sufrimiento y la muerte: dioses, ejércitos, códigos, credos, clanes, jefes, salvadores terrenos o ultraterrenos. Son consuelos indignos. La única dignidad posible consiste en aceptar nuestra esencial fragilidad, esta nada provisional que somos, hasta que se haga definitiva. Y para ello hace falta valentía, que no es sino una forma de entendimiento, una apesadumbrada lucidez. El fascista, el integrista, el fanático, son cobardes: tanto más cuanto con más ferocidad se aferren a la ideología que juzguen redentora. No confían en sí mismos ni en el prójimo lo suficiente como para dejar que las cosas sean sin arrebato ni ensañamiento. Sí, paradójicamente, quienes más predican la disciplina y la fuerza son los más pusilánimes: sus prédicas les sirven para ocultarlo, o para transformarlo en una energía que les impulse a sobrevivir. Trump, Duterte, Bolsonaro, Abascal y todos los demás fascistas contemporáneos son, antes que fantoches de la caverna (una caverna, insisto, bien iluminada por lámparas led y pantallas de plasma), ejemplos de nuestras quebraduras más íntimas, del pánico que nos amenaza, de lo peor que albergamos.
Suscribo. Me viene a la cabeza la frase de El Perich: "Ser pobre y de derechas es una tontería: se sigue siendo pobre. Es mejor ser rico y de izquierdas: se sigue siendo rico. Y encima te sientes progresista".
ResponderEliminar¡Qué bueno!jonassanchezpedrero@yahoo.es
ResponderEliminar😂😂😂😂😂👏👏👏👏👏👏👏👏
Eduardo,es lo que toca.Así nos va...
Un abrazo grande .
Hola Eduardo
ResponderEliminarMe incorporo tarde a este artículo. Como siempre, muy bien escrito por tu parte, aunque bastante inquietante por el tema que tocas: el fascismo encubierto.
Solo quisiera añadir que, en mi opinión, hemos involucionado tanto, que esas miserias humanas que inernan en el fondo de la gente, ya no son exclusivos de la vieja derecha rancia que vemos en las películas.
La voracidad de la sociedad de consumo en la que estamos inmersos, junto con la popularización de las nuevas tecnologías que han propiciado la mayor vulgaridad de opinión pública, hacen que la barbarie se situé hoy día en todas direcciones, a derecha y a izquierda, indistintamente. La misma estupidez humana observo yo en todos los frentes, la misma bazofia general. Creo que las antiguas lineas de separación están hoy desdibujadas, y lo que prolifera es la tozudez acrítica en todos los niveles.
¿Muy pesimista esta visión? Pues sí, seguramente.
Este es el punto de vista que quería aportar.
Gracias