domingo, 7 de octubre de 2018

Víctor Ramírez y la Galerie K (y dos caídas)

Asisto hoy a una doble y simultánea inauguración en Barcelona: la de la Galerie K, del arquitecto alemán Manfred Kluckert, y la de la exposición Entre huellas y rastros, del pintor chileno, pero afincado en Barcelona desde 1975, Víctor Ramírez. Me cuesta dar con el local, porque nada, ningún rótulo ni indicación, lo identifica en la calle. Por fin distingo algunos cuadros de Víctor dentro de un establecimiento en el que aún se están haciendo obras: varios operarios, con mono azul o blanco una policromía muy mironiana, entran y salen cargados de cables, cubos, barras y mamparas. El lugar huele intensamente a pintura, y no solo a la del pincel del artista, sino, sobre todo, a la de las brochas gordas que lo han pintado todo de blanco, y que aún deben de estar húmedas. Saludo al llegar a Vicenç Altaió y Juan Bufill, dos de los cuatro poetas que vamos a participar en el acto. A Vicenç, que luce una gallarda coleta, aunque no tan frondosa como la que adorna el revolucionario cráneo de Pablo Iglesias, lo traduje e incluí, hace algunos años, en una antología de poesía contemporánea en catalán que publiqué en el Fondo de Cultura Económica. La cordialidad de aquel contacto ha perdurado hasta hoy, en que charlamos con naturalidad sobre arte, literatura y nuestras respectivas situaciones profesionales. No es fácil que entre antologados y antólogos surja una relación de amistad. De hecho, ejercer de antólogo es una de las tareas más ingratas del mundo literario: los antologados dan por supuesto que deben serlo, por lo que no conceden ningún mérito al antólogo, que se limita a reconocer lo evidente; y los que no lo son, que están seguros de que deberían serlo, tampoco se lo conceden, porque no ha sabido reconocer lo evidente. Por su parte, con Juan Bufill coincidí hace dos días, en la presentación de Un gran ser, el poemario con el que la norteamericana C. D. Wright ha dejado, felizmente, de ser inédita en España. Tanto Juan como yo hemos publicado libros de versos en Vaso Roto: él, Antinaufragios, en 2014; yo, Insumisión, en 2013, y Muerte y amapolas en Alexandra Avenue, en 2017. Y esa es una de las razones por las que ambos estamos aquí: Víctor Ramírez es el ilustrador de la editorial, y las cubiertas de nuestros libros son obra suya. Su trabajo, como se advierte con esplendidez en los grandes cuadros que cuelgan hoy de las paredes, maneja una abstracción más que dinámica: arrolladora, plagada de contraluces, fugas y ecos, vital como un estallido. Él, en cambio, es una persona discreta, afable, de una discreción y una afabilidad iluminadoras. Me alegra encontrarme con Blanca Ruiz, muy querida amiga, y su amiga Daniela, rumana pero con una larga residencia ya en España, que han atendido mi invitación y han venido desde Viladecans, donde residen. También veo por ahí al ensayista y poeta Jaime D. Parra, con su inconfundible gorra. La sala se ha llenado. Acostumbrado a las magras asistencias de los actos poéticos, he sugerido al llegar que se invitara también a asistir a los albañiles que aún trasiegan por el local. Pero mi sugerencia solo ha revelado mi ignorancia del funcionamiento de las inauguraciones pictóricas y del mucho público al que convoca, con razón, Víctor Ramírez. La primera intervención corresponde al galerista, Manfred Kluckert, que lee en catalán, con fuerte acerto germánico, un texto de bienvenida. Luego, el editor Jordi Nadal, amigo tanto del pintor como del galerista, hace una vigorosa evocación de los orígenes de esa amistad y concluye anunciando que no podrá quedarse en la inauguración, porque ha de atender una obligación editorial en el cercano Liber. A continuación, Vicenç, que funge de maestro de ceremonias poético, indica que sea yo el que rompa el fuego de la lectura. Así lo hago, no sin antes vencer el vértigo que produce la enorme ventana, abierta de par en par a nuestra espalda (para que el olor a pintura no acabe mareándonos, supongo), que da a la calle México. Esa gran abertura plantea otra dificultad: el ruido del tráfico, espeso veo pasar una furgoneta de reparto de comida china y un coche fúnebre, al que los versos que leamos habrán necesariamente de sobreponerse. Antaño, cuando era más joven y feroz, valga la redundancia, yo reivindicaba la sacralidad de la poesía, como si leer poemas, o cualquiera otra de sus manifestaciones, fuera un acto litúrgico, y, por lo tanto, exigía en mi fuero interno y, a veces, en el externo que me rodease el silencio. Ya no: la poesía ha de ser tan humana, tan dúctil y porosa, como para enfrentarse al bullicio que impongan las circunstancias, y, para superarlo, para sobrevivir a él, tiene que fundirse con él. Leo, pues, con voz enérgica, intentando que los octosílabos de las décimas (de Décimas de fiebre) que he elegido para la ocasión hay que ser breve y, sobre todo, no cansar: la gente está apretujada y de pie resbalen por los acelerones de los coches y los chirridos de los frenazos, y lleguen a los oídos del público contaminados de vida, sí, pero aún íntegros, no despojados de su música. Después de mí, Àngels Moreno, una joven poeta en catalán a la que no conozco, lee un fragmento de un poema-libro inédito de 800 versos, según nos informa. Por suerte, y también por desgracia, es un fragmento. Conozco bien yo, que tengo una tendencia malsana y casi incurable al poema largo las dificultades que plantea primero escribir y luego leer piezas tan extensas como esta (de hecho, su poema de 800 versos me recuerda a varios míos, que tienen esa extensión o incluso superior). La imposibilidad de recitarlos enteros supone siempre una amputación, que priva a lo leído de una parte de su ritmo y su sentido, y a los auditores, de una comprensión global del texto. En actos como el de hoy se impone la brevedad, y eso requiere una selección estricta de los poemas. No estoy seguro de que Àngels la haya hecho. El tercero en leer es Juan Bufill. Sus poemas son buenos, pero él no parece dar demasiada importancia a la recitación, y eso los desluce un poco. Por último, en la mejor tradición de la vanguardia, Vicenç Altaió lee un solo poema, aliterativo, monosilábico, onomatopéyico, cuyo núcleo es el fonema /o/: corc, corb, roc, solc, que me recuerda a composiciones de Joan Brossa y la "Tirallonga de monosíl·labs", de Pere Quart (que el ayuntamiento ha impreso en la fachada de una casa de mi pueblo, Sant Cugat), y que, bien ejecutado, con la dosis justa de teatralidad, aterriza dichosamente en el público. Cada vez se me aparece con mayor evidencia la necesidad de leer bien los poemas: con nitidez, sin prisa, con las pausas, inflexiones y cambios de ritmo que reclame su orografía, pero sin monumentalidad ni engolamiento. El poema ha de brotar, en la voz, como una cosa viva, acometida por las fracturas y temblores de todo organismo palpitante, hecha de las luces y sombras de la lengua y el aire. Quien lo declama ha de creer en él, pero tampoco demasiado, como nada ha de ser demasiado. Y no está mal que en su declamación se perciba esa chispa de ironía, esa distancia última, enterrada en la vocalización, que es la misma que nos separa de todo, incluso de nosotros mismos. Unas brevísimas palabras de agradecimiento de Víctor Martínez, al que acompaña su mujer, Lorena, que ha organizado el acto, le ponen fin. Nos invita a tomar una copa en la planta de abajo, y allá que vamos por una escalera metálica. (Esta es otra diferencia significativa, y lacerante, con las presentaciones de libros y eventos poéticos en general: cada vez es más difícil encontrar alguno en el que se dé algo más que las buenas tardes). Cuando llego a los escalones inferiores, varias personas están ayudando a levantarse a una señora que se ha caído y que muestra un gesto dolorido. La sientan en una silla, mientras nosotros seguimos impunemente nuestro camino al bar. Recordaré esa caída cuando yo mismo me caiga, al entrar en el vagón del metro, de regreso a casa. Las puertas están a punto de cerrarse y no quiero que me dejen fuera. Salto, con agilidad improbable, tropiezo en el escalón de entrada (ese que supuestamente es antitropiezos) y me estampo contra el suelo del vagón. Por lo menos estoy dentro, pienso. E, ipso facto, y a pesar de lo que me duele la rodilla, que supongo arrasada por el rasponazo, me pongo de pie todo lo deprisa de que soy capaz, que no es mucho. Me gustaría incorporarme como un gimnasta, pero lo hago como lo que soy: alguien más parecido al potro en el que se entrena o a la colchoneta en la que cae. Me ayuda, no obstante, el sentido del ridículo: no importa lo destrozado que estés; lo primordial es recuperar la dignidad y alejarse cuanto antes de la catástrofe. Y así lo hago. Vuelvo a calzarme la mochilla, que, al vencerme, se me ha venido sobre la cabeza, y me alejo de las jóvenes que se me han acercado, preocupadas; que Dios las bendiga. "¿Está bien?", me preguntan. "Sí, gracias, perdón...", les respondo, confundido. Tengo aún en la cabeza las imágenes de Víctor; en la cara, un leve enrojecimiento; y en la rodilla, un dolor creciente. Pero he sobrevivido a una nueva torpeza.

Estas son dos de las décimas leídas en el acto de inauguración:

Hoy, jueves y lluvia, amando
atrozmente lo que no
tengo, dilapido el yo
que me asfixia y, sin mundo, ando
maquinal y maquinando
espinelas con espinas
que no hieren. Las sentinas
asoman a la cubierta.
Y con esta mano muerta
recojo esperanzas, ruinas.


                         A Claire Forlani 

Tus orejas divergentes
no divergen en finura:
con escueta desmesura,
los cartílagos ingentes
trazan las altas tangentes
de las criaturas aladas.
Si con ellas separadas
eres bella, qué belleza
luciría tu cabeza
si las tuvieras pegadas.

2 comentarios:

  1. Como dicen por aquí, me repito como la pringue, pero no me importa: me entusiasma que el texto huela y suene. Este, además, duele por tu batacazo.
    No puedo estar más de acuerdo contigo en que los poemas hay que leerlos bien, cosa que no siempre es fácil; declamarlos mal los ablanda y desmorona injustamente.
    No puedo estar de acuerdo contigo en lo conveniente de que nada sea demasiado. Hay "demasiados" que hacen mucho bien.

    Un abrazo

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  2. El problema de Àngels Moreno , creo, es que el tema de su extenso poema no venía a cuento con la temática que Víctor Ramírez supuraba en la obra que presentaba.¡Ah!Fue un placer compartir esa tarde contigo.Daniela quedó fascinada. Yo, ni te cuento, ya me conoces.

    Un abrazo grande .

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