Desenterrar muertos es muy desagradable. Así nos lo recuerda el Dr. Viktor Frankenstein, en el El jovencito Frankenstein, cuando está desenterrando, con pico y pala, el cuerpo que le servirá para su experimento, que ha de revolucionar la ciencia: "¡Qué trabajo más desagradable!", le dice a Igor, su fiel y contrahecho ayudante. "No se queje, doctor, podría ser peor", le responde este. "¿Ah, sí? ¿Cómo?", pregunta a su vez el galeno. "Podría llover", contesta Igor. Y en ese momento suena un trueno descomunal. La sonrisa que esta escena me pone inevitablemente en la cara cada vez que veo la película –y la he visto muchas veces– se me borró cuando hube de desenterrar a mi padre. Su cadáver había pasado 25 años en un nicho del cementerio de Castelldefels, pero con el cuarto de siglo se agotaba el plazo en el que podía ocuparlo. Mi padre era un cadáver de alquiler, y lo iban a desahuciar; y lo hicieron sin más demora. Yo observé la tarea, que llevaron a cabo dos diligentes operarios municipales, y la recuerdo con horror, aunque no lloviese. Toda exhumación remueve no solo huesos, sino también, y principalmente, recuerdos y emociones, casi siempre arraigados en lo más profundo de la conciencia. Hay que tener, pues, mucho cuidado con ellas. Alguna, no obstante, por su significación colectiva, puede tener sentido y hasta ser necesaria. La de Franco, por ejemplo, recientemente acordada por el gobierno socialista, era imprescindible. Los partidos de derechas, el PP, heredero sociológico y, en buena parte, ideológico del franquismo, y Ciudadanos, ejemplo de autoritarismo dorado, por no hablar de los fascistas sin tapujos de VOX, se han opuesto a ella con argumentos tan peregrinos como capciosos. "No es un asunto urgente", han afirmado a coro. Sí lo era: llevaba 43 siendo urgente. Que nadie hubiese tenido el valor de acometerlo hasta 2018 no le restaba perentoriedad. Resultaba apremiante reparar el colosal insulto que representaba para la nación, y para cualquier persona decente, que un dictador sanguinario, responsable de una sublevación militar, una guerra civil y una autocracia de casi 40 sórdidos años, estuviese enterrado con boato en un monumento de Estado, construido con el sudor y las vidas de miles de prisioneros republicanos y disidentes políticos. La decisión de sacar los restos del déspota del Valle de los Caídos –y entregárselos a su familia, para que dispongan de ellos como crean conveniente– es justa, legítima y necesaria, dignifica la vida política y honra –ahora sí– a los muertos que Franco causó. Otras que se reclaman quizá no lo sean tanto. Acaba de iniciarse, o está a punto de hacerlo, la enésima busca de los restos de Federico García Lorca, promovida por el infatigable Ian Gibson, que ya lleva unas cuantas en su haber, todas infructuosas, y que ha confesado que dicha busca se ha convertido en una cuestión personal, en un fuego interior suyo, que solo se aplacará cuando los encuentre. Yo confieso, a mi vez, no saber muy bien qué puede aportar ese hallazgo, si es que se produce. Se conoce perfectamente el paraje en el que Lorca fue asesinado: el camino entre Víznar y Alfacar; también quiénes lo asesinaron y quién dio la orden de hacerlo: el general Gonzalo Queipo de Llano (al que, dicho sea de paso, muchas localidades cacereñas tienen, ignominiosamente, calles dedicadas). Un memorial en ese lugar, que dé cuenta de ese hecho infausto y de su significación histórica y literaria, basta para honrar su memoria. Si su cuerpo está ahí, es suficiente. Y si no está ahí, sino en paradero desconocido –una de las teorías que mejor explican que no se encuentre su cadáver es que se lo llevase su familia inmediatamente después del fusilamiento; quizá por eso se haya opuesto siempre a que se excave el lugar–, resulta asimismo coherente que se recuerde su figura y su muerte cruel en el sitio en el que, sin ninguna duda, le dieron café, con el vomitivo eufemismo cuartelero con el que Queipo de Llano decidió su suerte. Otro caso de reivindicación exhumatoria es el de Antonio Machado, enterrado, como es sabido, en el cementerio del pueblecito francés de Colliure, a donde llegó huyendo de las tropas franquistas desde Barcelona con su anciana madre. Pero no sobrevivió al Miércoles de Ceniza de aquel año terrible de 1939. Y en Colliure descansa desde entonces, en una tumba modesta, a la vera del mar, en la que siempre hay, sin embargo, flores, poemas y cartas. Recurrentemente se alzan voces que reclaman el traslado de sus restos a España. También discrepo: Machado está bien cuidado donde está: con humildad y cariño, como a él le habría gustado. Y que se encuentre en suelo francés forma parte de nuestra historia. De un modo doloroso pero cierto, su tumba también es España. Porque eso hemos sido (y seguimos siendo, me temo, en buena medida): un pueblo cainita, de hermanos implacables; un pueblo que ha asesinado a los mejores de entre los suyos, como a Lorca, o que los ha empujado más allá de sus fronteras, como a Machado y a tantos otros. Allí llegó el poeta, y allí murió, porque sus compatriotas así lo quisieron. Y su esfuerzo por marcharse al exilio, por abandonar un país sumido en la irracionalidad y la sangre, y ejercer con su sacrificio los valores que había predicado en su vida y su literatura –la comprensión, la compasión, la justicia, la libertad, también el amor–, merece reconocerse en ese destino final suyo, en esa tumba sencilla, en ese pedazo de tierra al otro lado de la frontera.
Como muestra de mi alegría por el destierro funeral, por fin, de Francisco Franco y como homenaje a todos los enterrados buenos del mundo, reproduzco el poema de Insumisión sobre la visita que mi familia y yo hicimos, hace algunos años, a la tumba de Antonio Machado:
Todos los huesos se pudren igual, pero los que descansan bajo esta lápida empezaron a descomponerse mucho antes de reposar a su sombra: venían deshaciéndose por los caminos —unos caminos que eran sumideros, galerías alanceadas por tinieblas— desde que conocieron un cielo de cal y un patio con limoneros. En cada recodo dejaron una astilla, como un filamento de niebla; en cada talud o barricada u hondura, una pizca de tuétano; en cada cadáver en la cuneta, un jirón de sueño. Pero la oscuridad favorece a los huesos: los acoge en su vientre, como si otra vez fueran a nacer. Las tumbas parecen vientres, cosas preñadas, abultamientos al revés: encarnaduras que nunca concluyen, porque nunca suceden. Los huesos fermentan como algo retirado a un silo no nutricio, como un silencio que permaneciera en la garganta, confinado entre salivas, a la espera de una expectoración luminosa. Me irritan estos exvotos, que emborronan la menesterosa superficie de la piedra: las rosas, corruptibles; las banderas republicanas, que enmarañan de color lo que debería ser luctuosamente blanco; las coronas de flores, bélicas o sindicales. El ayuntamiento ha instalado incluso un buzón junto a la tumba para que la gente envíe mensajes al poeta, como a los Reyes Magos. Todo vincula la sórdida belleza de su muerte, y el inmaculado presente de su descomposición, a las circunstancias de una causa o al deber de la melancolía: a un significado que constriñe su ejemplo y perturba su puro y radical no ser. Pero su nunca es hoy todavía. Un azul sin recovecos, en el que caben la desolación y las gaviotas, se detiene en el sepulcro, como algunas luciérnagas, como las hojas caedizas. Hay una sombra entera, una emulsión de herrumbre y buganvillas, que se derrama en el rectángulo: la realidad que proclama carece de enseñas. Un gris desembarazado aúna el exilio y la quietud. Es la página en blanco de la muerte, donde se consigna la determinación irrazonable de vivir. Perdura el renquear de las ambulancias, el siseo oclusivo del enfisema, la madre que lo ha parido y a la que ha visto morir, entre los miasmas de la locura, la madre muerta. En una fatídica coincidencia, iba ligero de equipaje: lo había perdido en el caos de la huida de Barcelona, entre columnas de refugiados que atestaban las carreteras y ametrallamientos aéreos que no distinguían entre combatientes y civiles; solo conservaba un maletín, con un puñado de tierra española, y papeles arrugados en los bolsillos, que se aferraban a aquellos días azules –a pesar de las salpicaduras de la sangre– y a aquel sol de la infancia. No hay nada que comprender, salvo su muerte abrumadora; no hay nada que corregir, salvo las guirnaldas de las fotografías y los poemas, emocionados pero obtusos: los espantajos de la ideología. Su descanso ha de ser perfecto, sin aplausos, sin arquitectura, como arrojado a una dehesa interminable, a unos campos, lamidos por la reja del amor, cuyo polvo es fértil, junto a los sillares negros del torreón y a las almenas rojizas de la fortaleza, en este otro cementerio donde el mar siempre vuelve a comenzar. Aunque no puedan verse, los huesos brillan debajo. Fuera, bastan las luciérnagas.
[En otro lugar he escrito: El cementerio de Montparnasse está atiborrado de lápidas; apenas se puede caminar entre tantos muertos. Llueve, y la lluvia embarra los senderos, desorganiza las flores, destiñe el silencio. Buscamos el lugar en el que está enterrado César Vallejo, pero tampoco lo encontramos. Cuando sugiero que abandonemos la búsqueda, me conmueve la insistencia de mis hijos —que nada saben de Vallejo, pero que advierten mi ilusión por dar con su tumba— en no rendirnos todavía. Tras fracasar en la lectura de los mapas que supuestamente indican la ubicación de cada sepulcro, la distingo por fin, gracias a un retrato del poeta depositado a los pies del túmulo. Es un enterramiento sencillo, de losa perlina y nulo ornato, excepto una fugaz inscripción en francés. Les cuento a mis hijos que Vallejo escribió en un poema que moriría en París un jueves de aguacero, y que, en efecto, murió en París con aguacero, aunque no fuese jueves, sino viernes. Junto a su foto de indio hambreado —perdonen la tristeza— y a una cinta verde dejada en homenaje por la embajada del Perú, encuentro un folio doblado con el poema, "Piedra negra sobre una piedra blanca". No es jueves, ni siquiera viernes, pero cae un aguacero respetable y estamos en París. Leo: "Me moriré en París con aguacero,/ un día del cual tengo ya el recuerdo./ Me moriré en París —y no me corro—/ talvez un jueves, como es hoy de otoño.// Jueves será, porque hoy, jueves, que proso/ estos versos, los húmeros me he puesto/ a la mala y, jamás como hoy, me he vuelto,/ con todo mi camino, a verme solo.// César Vallejo ha muerto, le pegaban/ todos sin que él les haga nada;/ le daban duro con un palo y duro// también con una soga; son testigos/ los días jueves y los huesos húmeros,/ la soledad, la lluvia, los caminos...". Ángeles, Pablo y Álvaro me miran, apretados bajo el paraguas y velados por el cendal de la lluvia, en silencio, mientras el agua me corre por la cara y se borran las palabras del poema].
No se buscan razones cuando se ama, pero a veces nos tropezamos con ellas, como me ha pasado a mí al leer tus poemas y esta entrada: sé por qué amo la poesía y por qué el mundo la necesita. Con tu permiso, más.
ResponderEliminarGracias y besos.
"Diosa de adorable cintura, germinal tierra: quiero mi muerte
plantar en tu ladera, navegar por tu arteria de amor sostenido,
crear mi territorio de nostalgia y llanto planetario a solas,
renacer a otro mundo en tu noche de eterno manantial fundido:
quiero tener mis manos mojadas en la tristeza de tu cuerpo
y cantar en ese suelo de vida paralela con tu boca bajo la mía."
"Quiero escarbar la tierra con los dientes,
quiero apartar la tierra parte a parte
a dentelladas secas y calientes.
Quiero minar la tierra hasta encontrarte
y besarte la noble calavera
y desamordazarte y regresarte."
Maravilloso. Has conseguido que me entren unas ganas locas de ir a un cementerio un día de perros para homenajear a un genio de la literatura.
ResponderEliminarNo sé si el mundo necesita la poesía.Yo no puedo vivir sin leer cada día aunque solo sea un verso, un buen verso que me arranque las entrañas. Excelente entrada, Eduardo,como siempre.
ResponderEliminarUn abrazo grande.