lunes, 22 de octubre de 2018

Jardín de grava

Hoy se presenta el último libro –que siempre es el último por poco tiempo, porque su autor siempre tiene otro próximo a aparecer– de Ernesto Hernández Busto, Jardín de grava, publicado por Godall Ediciones, una joven y activa editorial barcelonesa. Ernesto nació en Cuba en 1968 y, como tantos otros cubanos espabilados, se fue –o lo mandaron– a estudiar a la Unión Soviética. Iba para matemático, pero en 1991 decidió que prefería las letras a los números y el mundo libre al castrismo. Emigró, pues, a México y empezó a desplegar una intensa actividad cultural y literaria –colaboró con Vuelta, entre otras revistas e instituciones–, y en 1999 se estableció en Barcelona, donde ha seguido cultivando el ensayo –La ruta natural–, el diario –Diario de Kyoto–, la poesía –antes de Jardín de grava publicó Miel y hiel. 44 versiones latinas–, la traducción –Pound y Brodsky han sido los últimos autores que ha abordado– y el periodismo. A Ernesto lo conocí en la presentación de El corazón, la nada. Antología poética 1994-2014 en Madrid, cuando yo vivía en Londres. Me llamó la atención su sobriedad –infrecuente, quizá, en un cubano– y su porte cuidado, distinguido. Hoy renueva la favorable impresión que entonces me causó con una elegante americana y un suéter delicadamente amarillo, que no tiene –que no puede tener, en su caso– ninguna connotación política. Nunca había estado en la librería Haiku, en el barrio de Gracia, especializada, como su nombre sugiere, en literatura oriental y, en especial, japonesa. Es muy pequeña: varios espacios, tan exiguos que apenas pueden llamarse espacios, atiborrados de libros, se suceden desde la entrada hasta el patio trasero. Este, en cambio, supone un desahogo: ocupa casi todo el interior de la manzana en la que se encuentra la librería. Observo, sin embargo, que no hay ningún jardín de grava, y ni siquiera un triste cerezo (aunque sí algunos árboles que no sé identificar: yo soy de ciudad; para mí, todo lo que tiene ramas y hojas, y no se mueve de donde está, son árboles). La amplitud es suficiente, pero presentar Jardín de grava en un jardín sin grava y sin cerezos me decepciona un poco. (Tampoco hay geishas ni sake: la ambientación es decididamente escasa). Pese a todo, el ambiente es sugerente. La noche no tarda en caer, y las sombras envuelven a los ponentes –Ernesto está acompañado por Jordi Mas, profesor de traducción y experto en literatura asiática– hasta casi difuminarlos. Lo impiden tres velas que el dueño de la librería ha dispuesto en la mesa a la que se sientan, y que la brisa, no obstante, se empeña en apagar. También enciende un foco lateral cuyo haz golpea antes que ilumina (yo evito el golpe pegándome a Matilde, la editora de Godall, que se ha sentado a mi lado; espero que me perdone, pero para eso están los editores: para dar amparo a los autores). El juego de las sombras de la noche y las luces de las candelas dibuja turbulentos arabescos en las caras de los ponentes. Con esta escenografía, no sé si sería más adecuado presentar un libro de Poe o de Lovecraft. Nos sobrevuela, cantando, algún pájaro (con los pájaros me pasa como con los árboles, aunque alcanzo a distinguir gorriones, palomas y, de un tiempo a esta parte, cotorras argentinas; todos los demás nutren la categoría inespecífica de pájaros), pero también, por desgracia, el insufrible estruendo de los helicópteros, que apaga la voz de Ernesto. Al parecer, la policía está desalojando una casa okupada, Ca La Trava –Gracia es el epicentro de todas las okupaciones del país: el paraíso de los perroflautas–, y los helicópteros garantizan el control del aire, al que los okupas solo pueden acceder mediante tirachinas y bengalas. Ernesto se sobrepone gallardamente a las circunstancias y nos da una charla espléndida sobre las tradiciones poéticas del Japón y su presencia en la literatura de Occidente, y, por supuesto, en su propia literatura. Habla sin leer papeles ni notas, y su discurso, sin perder un flujo unitario, se ramifica en una multitud de referencias, de excursos, que revelan una formación cosmopolita y una capacidad dialéctica afilada por la reflexión y la escritura incansables. Este es el aspecto, a mi juicio, más importante de la charla: el relato de cómo ha hecho suyas esas tradiciones orientales, de cómo se ha apropiado –y adaptado a su propio impulso creador– un corpus retórico muy alejado de su educación literaria, pero, quizá por eso, muy fructífero, que ensancha hasta el asombro las posibilidades expresivas. Me interesa mucho ese paso. Yo también he cultivado el haiku y sé de sus dificultades, casi de sus peligros: convencidos de su facilidad, muchos lo practican como si fueran los pistachos de la poesía: composiciones que se pergeñan al desgaire, casi sin querer, sobre cualquier cosa, casi de cualquier manera. Y, por supuesto, muy pocos son conocedores del inmenso bagaje retórico y cultural que sostiene al haiku (y al renga, y al tanka, otras formas poéticas con las que está emparentado). Ese bagaje se pierde con el trasvase y la práctica inadvertida y universal. Lo peor que le puede pasar al haiku es que se convierta en una suerte de aforismo enjoyado, en un engarce de tropos espectaculares. El haiku no es solo, ciertamente, esa aprehensión del instante que han predicado los manuales y el propio Octavio Paz: no tiene carácter iluminativo ni sacro. Pero sí ha de mantener, a mi juicio, cierta levedad constitutiva, cierta prieta fugacidad. Ha de ser un trazo momentáneo, que incorpore la agilidad del aire y la espesura de la luz. Lo que pesa, lo deshace. Puede hablar de cosas triviales u hondas –los jiseis, poemas de despedida de la vida, constituyen una tradición singular en el mundo del haiku–, pero debe hacerlo con el equilibrio de un chispazo o la etereidad de una revelación. Jardín de grava incorpora, explica Ernesto, tres conjuntos de poemas: las versiones –traducciones– de otros poemas; las piezas que "son alusiones (...), guiños y resonancias, poemas que no hubieran existido sin los autores que menciono"; y los haikus propios de la última sección. De nuevo, todo aparece entretejido, todo es eco o jirón o vástago de otra cosa que integra un único tronco conceptual y un solo impulso existencial. Ernesto lee unos cuantos poemas, iluminando las páginas del libro con la linterna del móvil (a estas alturas, el viento, encabritado acaso por los helicópteros, ha apagado dos de las tres velas de la mesa). Y yo transcribo a continuación sendos ejemplos de estos tres ejercicios poéticos de Jardín de grava:

(Ishikawa Takuboku)

Cielo de otoño:
tan vasto, tan vacío,
tan desolado.
¡Que al menos algún cuervo
o cualquier cosa vuele!

*

[Valerio Magrelli]

Aire de abril,
casi tan tibio como
una mejilla.

*

Hace una pausa
la luna en la persiana:
pez en su jaula.

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