El otro día, de visita en Madrid, quedé para tomar algo con una antigua amiga, peruana, pero radicada en España desde hace mucho. En un punto de nuestra conversación, por un asunto que me concierne, se me ocurrió citar una frase de Woody Allen: "Algunos matrimonios duran toda la vida; otros acaban bien". Woody Allen es como un diccionario de citas ambulante: se puede recurrir a él para casi cualquier cosa y con la seguridad de que resultará gracioso. Pero esta vez no. A mi amiga no le pareció gracioso. Se limitó a señalar, lúgubremente: "Supongo que sabes que no son buenos tiempos para citar a Woody Allen". Yo creo que siempre son buenos tiempos para citarlo: es un creador ingeniosísimo y un cineasta fundamental. Pero mi amiga no lo veía así, y enseguida me di cuenta de la razón por la que torcía el gesto: juzgaba a Allen un abusador de mujeres, como otros hombres del mundo del espectáculo que habían sido denunciados por actrices (o actores) por acoso o violación. Las aristas más lacerantes del movimiento Me Too gravitaban sobre ella y comprometían su juicio hasta el punto de convertirlo en un prejuicio. Yo intenté exponerle algunos hechos: el caso que se le reprocha a Allen —haber violado a su propia hija, Dylan, nada menos— ha sido objeto de sendas investigaciones por parte de dos instituciones especializadas (la Clínica de Abuso Sexual Infantil del Hospital Yale-New Haven y la Agencia de Bienestar Infantil de Nueva York del Departamento de Servicios Sociales del Estado), que han resuelto que no hay ningún indicio de que se haya producido un abuso sexual; y ese caso es el único que se le ha planteado en la ya dilatada vida del director neoyorkino, que tiene 85 años, y que, a lo largo de su más de medio siglo como cineasta, ha trabajado con centenares de actrices, ha proporcionado a esas actrices 106 papeles protagonistas y ha nombrado a 230 mujeres jefas de cuanto ocurre detrás de las cámaras, además de un número igualmente abultado de montadoras y productoras. A diferencia de Harvey Weinstein, el tristemente célebre depredador de Hollywood, incapaz de relacionarse con una sola mujer con la que tuviera contacto profesional sin que intentara beneficiársela (y al que le han llovido las denuncias, de hasta tres décadas atrás), ni una sola de las mujeres que han trabajado con Allen ha sugerido jamás que hubiese tenido un comportamiento inadecuado. Es llamativo, por el contrario, que el único caso en el que se ha visto envuelto tenga que ver con una niña de siete años, hija de una mujer de carácter irascible y personalidad manipuladora, Mia Farrow, con la que Allen mantenía una relación que se estaba deshaciendo y que estalló definitivamente al enterarse de que su todavía pareja se había enamorado y empezado un idilio con otra hija suya, adoptada, Soon-Yi, que ya era mayor de edad. A mi amiga el hecho de que el actor y director haya sido declarado inocente por dos investigaciones oficiales y de que, por las circunstancias del caso, es muy probable que la vengativa madre de Dylan haya manipulado a su hija para que sostenga que hubo algo que no existió jamás, le traía sin cuidado. Ella, como las jaurías de las redes sociales, ya había dictado sentencia, una sentencia independiente de la que hubiese emitido la justicia de verdad. Y lo mismo había hecho sobre la unión de Allen con Soon-Yi, otro ejemplo de este machismo oprobioso que solo merece abominación y cárcel. Para ella, el asunto se reducía a esto: como la diferencia de edad era muy grande entre ambos (cuarenta años), y como toda diferencia de edad supone una posición de poder por parte del miembro mayor de la pareja, sobre todo si es un personaje influyente de la industria cinematográfica, la unión de Allen y Soon-Yi estaba viciada de origen, y el varón solo merecía reproche. Yo le recordé entonces que la lucha contra el machismo implica, en primer lugar, dar voz a las mujeres, y que en este caso había que dársela a Soon-Yi, la mujer del asunto, por cuya opinión, extrañamente, muy pocos (y pocas) se habían interesado nunca. Cuando se hace eso, nos enteramos de que Soon-Yi ha manifestado su amor por Woody Allen, con el que ya lleva casada casi un cuarto de siglo; que no hubo ningún forzamiento ni abuso en el surgimiento de su relación, sino solo acercamiento, complicidad y, por último, pasión; y que su marido le parece una persona excelente, con el que es muy feliz y con el que ha tenido dos hijos de los que ambos se sienten muy orgullosos. Soon-Yi, por cierto, también ha hablado de su madre adoptiva, Mia Farrow, y en términos muy distintos a los utilizados para describir a su marido: le pegaba, la maltrataba, era autoritaria y mentirosa, se despreocupaba de ella y de casi todos sus hijos (una opinión en la que coincide con otro hermano suyo, Moses, que siempre ha defendido que el abuso sexual de Dylan por parte de Allen ha sido una invención de una madre desequilibrada). Todo esto tampoco le interesaba a mi amiga, que considera que la premisa general de que toda relación con una gran diferencia de edad era una forma de estupro y de que, por lo tanto, también la de Woody Allen con su esposa era rechazable, con independencia de lo que ambos dijeran. No le pregunté si opinaría lo mismo —es decir, que todo desequilibrio cronológico supone un ejercicio ilegítimo de poder y esclaviza a la parte más joven— en el caso, cada vez más frecuente, de que fuera la mujer el miembro de más edad de la pareja, pero me gustaría saberlo. De cualquier forma, el affaire Woody Allen ilustra con claridad, a mi juicio, el linchamiento del que todos podemos ser víctimas por parte de una opinión pública a la que el cauce tumultuoso, estupidizante y con frecuencia anónimo de las redes sociales priva de sensatez crítica y convierte en una masa sometida al furor colectivo, ajena a toda ecuanimidad y consideración racional, además de refractaria al respeto por las personas y a la preservación de algo tan anticuado como la presunción de inocencia (que, en el caso de Allen, se ha visto confirmada por dos investigaciones oficiales). He leído, por cierto, A propósito de nada, la autobiografía de Allen que Alianza acaba de cometer la temeridad de publicar, y me ha parecido magnífica, aunque no necesariamente por lo que explica sobre el desgraciado asunto de los presuntos abusos sexuales y su matrimonio con Soon-Yi. Esto es meramente informativo y más bien triste, aunque él se esfuerza por que sea como todo lo que él hace: airoso y llevadero. A propósito de nada me ha gustado porque lo que cuenta es divertido e interesante, y porque está muy bien escrita: sus 437 páginas, en las que menudean las dedicadas a aspectos más, digamos, gremiales de su carrera profesional, se leen con una fluidez envidiable y procuran un gran disfrute. Salvo la parte final, casi concentrada en el ominoso asunto Dylan-Farrow, todo el libro se lee con una sonrisa en los labios, que a menudo se convierte en carcajada. De hecho, en varios momentos Allen se define no como cineasta, sino como escritor, y eso es lo que probablemente en su raíz sea: un escritor humorístico, un parodiador de la vida, un crítico de la cultura contemporánea malgré lui. Y, como buen escritor que es —expone con orden, construye bien las frases, mantiene el ritmo narrativo, es conciso y preciso, maneja ejemplarmente la hipérbole, tiene, por supuesto, un enorme sentido del humor—, sabe que la ironía, de la que él es un practicante acérrimo, para ser creíble, esto es, para ser aceptada, ha de empezar por uno mismo, y cumple ese principio a rajatabla. Aunque, en este sentido, rinda pleitesía a S. J. Perelman, "el ser humano más gracioso que ha existido durante el tiempo que yo llevo en este planeta", y que a mí me pareció, cuando leí Perelmanía —una selección de los artículos de este famoso humorista en The New Yorker—, alguien que pica en el humor como el minero pica en la mina, alguien que se pelea con el mundo y consigo mismo para ser gracioso, alguien que hace reír malhumoradamente, a quien se le nota que le duele el estómago por conseguir un mal chiste que ofrecer a los lectores. Pero no es extraño que Allen elogie a Perelman: es cierto que este hombre fue muy importante en su formación, pero también lo es que el director de Match Point elogia a casi todo el mundo (hasta a Mia Farrow, a la que considera una gran actriz y cuyos primeros años de matrimonio recuerda con agrado). Y también habla con admiración de muchos lugares, algunos en España: de Oviedo, por ejemplo, una ciudad "de clima londinense" (a Allen le pirran los cielos encapotados y la lluvia), en la que le han erigido una estatua callejera (sin comunicárselo: simplemente la levantaron en su honor; a la estatua los vándalos, acaso partidarios de la versión de Mia Farrow en el litigio con el director, le roban periódicamente las gafas); y de Barcelona, "un sueño", a cuyo restaurante Ca l'Isidre, quizá el mejor de cocina catalana de la ciudad, solía acudir cuando rodaba Vicky Cristina Barcelona, una de sus peores películas.
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