Hoy, un domingo en el que explota la luz, visito con mis hijos la exposición Objetos de deseo. Surrealismo y diseño, 1924-2020 en el CaixaForum, junto a la fuente de Montjuïc. A mí me interesa el surrealismo y a ellos, el diseño: Pablo es diseñador gráfico y Álvaro está acabando los estudios de Animación, que es lo que uno tiene que aprender si quiere producir efectos especiales para el cine o crear un videojuego, entre otras maravillas digitales. El surrealismo de la exposición empieza en la misma entrada, donde un tipo con una máscara antigás de la Primera Guerra Mundial ha colocado dos carteles en los que se lee: "Los de la Obra de La Obra Social de La Caixa son unos mafiosos" —una crítica muchas veces formulada a los capitostes del Opus Dei de la entidad, aunque hay que reconocer que esta vez está hecha con cierto ingenio retórico— y "La Obra Social de La Caixa practica la eugenesia nazi", una acusación mucho más radical y novedosa. El hombre no da detalles, pero sería interesante conocerlos. Al entrar en el edificio, hemos de cumplir el estricto protocolo anticoronavírico establecido por la institución: gel, mascarilla, lectura digital de las entradas (sin contacto manual) y un constante recordatorio de la necesidad de mantener la distancia de seguridad. Las medidas preventivas hacen también que no haya folletos de la exposición, para que no puedan manosearse y contribuyan a la expansión del virus (¡con lo que a mí me gustan los folletos!), y que no podamos entrar en la primera sala, de las cuatro que componen la muestra, porque ya hay demasiada gente y no debemos apelotonarnos: una cancerbera uniformada se asegura de ello. Se me ocurre que acaso las medidas exigidas por la pandemia tengan una consecuencia positiva: evitar la acumulación de visitantes en los museos (y en cualquier parte) y disfrutar mejor de lo expuesto. Pocas cosas me incomodan más que pasear por una pinacoteca tropezando con todo el mundo, como si estuviéramos en unos grandes almacenes en época de rebajas, y viendo las piezas en lontananza, allende un oleaje de cabezas. Objetos de deseo. Surrealismo y diseño, 1924-2020 se divide en cuatro espacios, no demasiado grandes, en los que se expone el surrealismo aplicado, esto es, no el movimiento literario y artístico teóricamente considerado, sino su proyección práctica: su plasmación en objetos y realidades cotidianas. Y resulta fascinante la transformación que opera en esas cosas tan comunes, tan anodinas —de tan acostumbrados como estamos a ellas—, que muchas veces ni siquiera nos damos cuenta de que están ahí. Las salas están llenas de mesas, sillas, escritorios, lámparas y toda suerte de objetos domésticos, retorcidos por la imaginación de aquellos artistas que creían en el poder transformador del inconsciente, de la psique liberada de sus ataduras racionales. Todo se altera, pues; todo se subvierte: se asocia ilógicamente o, mejor dicho, con una lógica distinta, subterránea. Vemos una escoba doblada de Alicja Kwade (y no es una que se haya dejado la señora de la limpieza); un carrito de bebidas con forma de pipa, de Aldo Tura (y, desde Ceci n'est pas une pipe, todas las pipas remiten a Magritte, al igual que, desde Psicosis, todos los asesinatos de una mujer en la ducha remiten a Hitchcock); una mesa cuyas patas son ruedas de bicicleta, de Gae Aulenti (titulada, pertinentemente, Tour); un sofá que se desparrama, con charcos del mismo material que el mueble a los pies de este, de Robert Stadler; una tetera hecha con un cráneo de cerdo, de Wieki Somers (aunque hay que tener mucho temple para servirse de ella); una cajonera sinuosa; una estantería con un árbol en medio; y hasta un silla de Antoni Gaudí, Cadira per a la casa Calvet, diseñada entre 1900-1901, el enredamiento de cuyas maderas ha hecho que los comisarios de la exposición juzgaran adecuado incluirla en la colección, aunque quede lejos, en el tiempo y en el propósito perseguido, del desafuero surreal, a mi parecer. Todos estos objetos, por revolucionados que estén por las fantasías de Breton y sus discípulos, siguen cumpliendo su función: se pueden utilizar para alcanzar el objetivo para el que fueron creados, aunque suponga algún esfuerzo (y hasta algún sufrimiento). Otros, en cambio, lo han perdido. No veo cómo un anillo cuya gema es un azucarillo, de la suiza Meret Oppenheim (una de las muchas mujeres surrealistas que se reivindican aquí: Lee Miller [de la que hablé en otra entrada de este blog: https://eduardomoga1.blogspot.com/2018/12/lee-miller-y-el-surrealismo-en-gran.html], Mimi Parent, Leonor Fini o la ya mencionada Somers), pueda sobrevivir a un chaparrón, o un cepillo de pelo cuyas cerdas son pelo humano, peinar a nadie, o una plancha con púas (titulada Regalo audaz: ciertamente, lo es), de Man Ray, alisar ninguna camisa. En otros casos, las invenciones son meros objetos decorativos, tan sorprendentes como sugestivos, como la lámpara adosada a una botella de Johnnie Walker ideada, en 1962, por Achille y Pier Giacomo Castiglioni; la pistola hecha con huesecillos, Le génie de l'espèce, de Wolfgang Paalen, fechada en 1938 (una fecha muy adecuada para representar pistolas, con la Guerra Civil desarrollándose en España y la Segunda Guerra Mundial a punto de ser desencadenada por los nazis, que ya las usaban con generosidad en Alemania); algunas enormes piezas que presiden el centro de las salas, como un pie y una mano gigantescos, un caballo negro con una lámpara en la cabeza o un bombín monstruoso con una manzana dentro (otra pieza que remite a una obra capital del surrealismo; en este caso, El hijo del hombre, de Magritte, que universaliza el bombín y la manzana); o el colorista tapiz de Jean Lurçat, bajo el ingenioso título de Juegos de artificio, que ilumina una pared entera. Los títulos suelen ser otro elemento utilizado por los artistas para subrayar la condición anómala de sus creaciones. En este caso, Lurçat practica un mero juego de palabras. En otros, como en Modelo rojo, del casi omnipresente Magritte, que da nombre a dos zapatos que son al mismo tiempo pies, o al revés, y en el que no hay ni un solo trazo rojo, el título no parece tener nada que ver con la obra. Esta aparente contradicción, que se repite a menudo, rompe las expectativas e intriga, si es que no incomoda, al contemplador, uno de los objetivos confesos de vanguardistas, en general, y surrealistas, en particular. En la sección correspondiente al "Erotismo", encontramos pocas piezas que lo susciten. Incluso hay alguna que lo anula por completo, como una fotografía de mi admirada Lee Miller de un pecho amputado en un plato, con un cuchillo y un tenedor a cada lado. Es de 1929 y parece evidente que la norteamericana quería exponer —no sé si denunciar— aquel deseo de ingestión del que habló Freud y que tan a menudo recae en los pechos de las mujeres, pero su forma de hacerlo no tiene nada de voluptuoso. Aunque quizá fuese esto lo que quisiera transmitir: la violencia y el primitivismo de ese deseo. Junto con las fotografías de Miller y de otros, en las paredes se proyectan películas del surrealismo, como La concha y el reverendo, de Germaine Dulac y Antonin Artaud, de 1928, que pasa por ser la primera película del movimiento, a la que seguirían, en 1929, el clásico Un perro andaluz, de Buñuel y Dalí, y en 1943, Redes de la tarde, de Maya Deren y Alexander Hammid. Salvador Dalí está muy presente en la exposición: además de su perro andaluz, en el que participó como guionista, admiramos El sueño de Venus, de 1939, con sus relojes blandos (que se han popularizado tanto que hasta se venden ya, de plástico, para adornar las estanterías de las casas; yo tengo uno en la librería del comedor), sus jirafas en llamas y sus pechos que son cajones, todos dispuestos en superficies diáfanas y claroscuras; el Busto de mujer retrospectivo, de 1976-77, una alegoría del pan, con las inevitables hormigas en la frente de la mujer y coronada por las figuras de los campesinos orantes de El ángelus, de Millet; Mujer con cabeza de rosas, de 1935, que es eso, una mujer con cabeza de rosas, pero acompañada por otra mujer que lee, un huevo en una mesa y un monstruo colmilludo al fondo, en cuya testa han crecido unas montañas que me recuerdan a la de Montserrat; y, en fin, Projecte per a mobiliari espacial, de 1937, que en la cartela informativa aparece como Projecte per a mobiliari espectral: una errata apropiadamente surrealista. La constelación de pintores que trabajaron en la órbita del surrealismo es muy nutrida: De Chirico, Tanguy, Picasso (que aporta sus dibujos de luz), Arp. También Jean Cocteau y los arquitectos Alvar Aalto y Le Corbusier aportan piezas a la exposición. Este último, un Toro VI, con una cabeza picassiana, cubista, que disgusta a mis hijos, pero no por el cubismo, sino por la taurofilia. En una vitrina, en un rincón, se exhiben primeras ediciones de Nadja y L'amour fou, de André Breton, el padre de todo esto. Las admiro con unción.
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