Nunca se me han dado bien las causas. No me gustan, aunque sean nobles, aunque estén justificadas. Me disuade de abrazarlas el espíritu gregario que promueven —y que las sustenta—, la fatal disolución de la individualidad en la masa, y la pérdida de matices y de ecuanimidad que suelen comportar. Además, una causa —sobre todo si se escribe en mayúsculas— es algo que me resulta muy grande. Bastante tengo yo con articular un pensamiento propio, si es que llego a articularlo, y con defenderlo frente a los embates y las injusticias del mundo como para abrazar algo tan magno, tan trascendente, algo que reúne a tantísima gente, sea lo que sea, como una causa. Una causa desborda por completo mi capacidad de comprensión y se acerca, las más de las veces, a una posición casi religiosa; y eso me pone los pelos de punta. Soy, pues, poco dado a sumarme a manifestaciones callejeras, a agitar pancartas en ningún sitio, a suscribir manifiestos colectivos, a afiliarme a partidos políticos, a militar en iglesias; hasta me di de baja de la Asociación de Ateos de España, de la que había caído en la tentación de hacerme miembro: me resultaba incómodo sujetarme a la disciplina de un pensamiento doctrinal, aunque fuese una doctrina muy laxa y saludable frente a las sectas nauseabundas de las religiones. Pero esta incapacidad mía para someterme a la petrificación de las reivindicaciones no significa que no luche por aquello en lo que crea (y que me parezca que merece ser defendido). Lo hago en petit comité, a veces tan petit que solo lo integro yo: procuro adecuar mi comportamiento, en la medida en que me lo permite la carne, que es débil, y el espíritu, que aún lo es más, al modelo ético que me he dado; voto a los partidos y apoyo a las organizaciones cuya labor estimo conducente a mi ideales colectivos; hago las donaciones que juzgo oportunas; y, sobre todo, expreso siempre y sin recato mis opiniones. Suscribir utopías, no; pero callarme, tampoco: decir lo que pienso es la mejor, si no la única, forma que conozco de estar en el mundo y de secundar o repudiar sus solicitaciones. No obstante, todo tiene excepciones. O casi todo: la muerte, de momento, no. Por eso, en alguna rara ocasión, me he adherido a iniciativas colectivas que me han parecido, en unas circunstancias determinadas, especialmente necesarias. Y una de estas ocasiones se ha dado hace poco. En los Estados Unidos se publicó el pasado 7 de julio una carta, firmada por 150 intelectuales, que alertaba del daño que estaban causando a una sociedad abierta ciertos movimientos sociales, cuyas justas reivindicaciones dejaban de serlo cuando conducían a la imposición ideológica y alimentaban prácticas inquisitoriales inaceptables en una comunidad democrática. La carta, "A Letter on Justice and Open Debate", aparecida en la revista Harper's, puede leerse aquí: https://harpers.org/a-letter-on-justice-and-open-debate/ (El País dio su traducción: https://elpais.com/cultura/2020-07-08/una-carta-sobre-la-justicia-y-el-debate-abierto.html). Poco después surgió la iniciativa de apoyar el manifiesto con otro en España, me llegó la propuesta y la firmé. Entre los demás firmantes hay gente a la que admiro y gente a la que detesto (incluso alguno que me es particularmente repulsivo). Pero pensé que precisamente por eso era necesario que la firmara: porque, en este caso, no se trata de sumarse al rebaño de los que piensan como uno (o uno como ellos), sino de reivindicar con todos el derecho a decir lo que sea sin sufrir represalias materiales: sin que se te despida del trabajo, ni se destruya tu carrera, ni se te someta a un linchamiento digital, ni se te convierta en un paria para los restos. Esto es lo que ha sucedido siempre en los regímenes totalitarios, de cualquier época y cualquier ideología, pero lo que no puede suceder en un mundo que deseamos justo y amable, donde quepa la crítica, por acerba que sea, pero no la venganza, y donde las revoluciones se lleven a cabo en el seno de la civilización, acreciéndola, no animalizándola. Como dice la carta de Harper's, se trata —en los Estados Unidos, pero también en España; en todas partes— de derrotar las malas ideas con el debate abierto, la argumentación y la persuasión, no mediante el aplastamiento o el ostracismo de quienes las sostengan. Es difícil no estar de acuerdo con eso.
Esta es la carta que suscribí:
Los abajo firmantes somos de la opinión que la carta remitida a HARPER’S por escritores e intelectuales norteamericanos de diversas procedencias y tendencias políticas, dentro de una corriente liberal, progresista y democrática, contiene un mensaje importante.
Esta es la carta que suscribí:
Los abajo firmantes somos de la opinión que la carta remitida a HARPER’S por escritores e intelectuales norteamericanos de diversas procedencias y tendencias políticas, dentro de una corriente liberal, progresista y democrática, contiene un mensaje importante.
Queremos dejar claro que nos sumamos a los movimientos que luchan no solo en Estados Unidos sino globalmente contra lacras de la sociedad occidental como son el sexismo, el racismo o el menosprecio al inmigrante, pero manifestamos asimismo nuestra preocupación por el uso perverso de causas justas para estigmatizar a personas que no son sexistas o xenófobas o, más en general, para introducir la censura, el ostracismo y el rechazo del pensamiento libre, independiente, y ajeno a una corrección política intransigente. Desafortunadamente, en la última década hemos asistido a la irrupción de unas corrientes ideológicas, supuestamente progresistas, que se caracterizan por una radicalidad que apela a tales causas para justificar actitudes y comportamientos que consideramos inaceptables.
Así, lamentamos que, tal como escriben nuestros colegas estadounidenses, se hayan producido represalias en los medios de comunicación contra intelectuales y periodistas que han criticado los abusos oportunistas del #MeToo o del antiesclavismo new age; represalias que se han hecho también patentes en nuestro país mediante maniobras discretas o ruidosas de ostracismo y olvido contra pensadores libres tildados injustamente de machistas o racistas y maltratados en los medios cuando no linchados en las redes. De todo ello (despidos, cancelación de congresos, boicot a profesionales) tienen especial responsabilidad líderes empresariales, representantes institucionales, editores y responsables de redacción, temerosos de la repercusión negativa que para ellos pudieran tener las opiniones discrepantes con los planteamientos hegemónicos en ciertos sectores.
La conformidad ideológica que trata de imponer la nueva radicalidad —que tanto parecido tiene con la censura supersticiosa o de la extrema derecha— tiene un fundamento antidemocrático e implica una actitud de supremacismo moral que creemos inapropiada y contraria a los postulados de cualquier ideología que se reclame de la justicia y del progreso.
Por si fuera poco, la intransigencia y el dogmatismo que se han ido abriendo paso entre cierta izquierda, no harán más que reforzar las posiciones políticas conservadoras y nacional-populistas y, como un bumerán, se volverán en contra de los cambios que muchos juzgamos inaplazables para lograr una convivencia más justa y amable.
Desde estas líneas recabamos el apoyo de quienes comparten la preocupación por la censura que se ejerce sobre el debate acerca de determinadas cuestiones que quedan convertidas de esta forma en nuevos tabúes ideológicos que se suponen intocables e indiscutibles. La cultura libre no es perjudicial para los grupos sociales desfavorecidos: al contrario, creemos que la cultura es emancipadora y la censura, por bienintencionada que quiera presentarse, contraproducente. Tal como opinan nuestros colegas americanos, “la superación de las malas ideas se consigue mediante el debate abierto, la argumentación y la persuasión y no silenciándolas o repudiándolas”.
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