La Institució de les Lletres Catalanes (la entidad que ejerce en Cataluña las competencias que en Extremadura corresponden a la Editora Regional de Extremadura y el Plan de Fomento de la Lectura) me ha invitado a ser uno de los dos poetas protagonistas del Seminario de Traducción que organiza desde hace 25 años en una aldea del pirineo leridano, Farrera de Pallars. La otra poeta será, en esta edición, la cordobesa Ángeles Mora. En realidad, el protagonista no somos nosotros, sino la lengua castellana, como antes lo han sido el polaco, el francés, el serbo-croata, el bretón, el italiano, el gaélico, el portugués, el ruso, el árabe y el sueco, entre muchas otras. Me alegra ser traducido al catalán por primera vez. Yo suelo definirme, cuando por desgracia es necesario recluirse en definiciones, como un poeta catalán en lengua castellana; y, como tal, nunca había sido vertido a mi segunda lengua. Los poetas y traductores que se ocuparán de hacerlo en estos cuatro días de placentero encierro son Francesc Parcerisas, Àlex Susanna, Marta Pessarrodona –tres autores fundamentales de la literatura contemporánea en catalán–, el castellonense Josep Porcar, el madrileño afincado en Tarragona Ramón Sanz, la barcelonesa Anay Sala, la formenterana Maria Teresa Ferrer y un viejo amigo, el hispano-argentino Carlos Vitale, todos coordinados por Xavier Montoliu, el competente técnico de la ILC encargado de la organización del seminario. Llegamos a Farrera en un minibús conducido por Mario, en cuyos flancos se lee, sabiamente, "Mario". Confieso que, después de bastantes años de vida urbana y residencia en otros lugares de España y Europa, se me había olvidado lo bonita que es la Cataluña interior. Según nos acercamos al norte, el paisaje se vuelve más verde, montañoso y agreste, pero sin perder una suavidad mediterránea, una como civilización que dulcifica los torrentes y escarpaduras. También, la carretera se estrecha. De Burg, el último pueblo antes de llegar a nuestro destino, a Farrera, parece una de esas calzadas que serpentean inverosímilmente por picachos andinos (y de la que se despeñan cada año varios autobuses). Pese a la firmeza al volante, y en general, que demuestra Mario, no estamos del todo tranquilos; y la que menos lo está es Maria, que tiene vértigo y roza el desmayo en estas revueltas abismales. El tramo final de la ruta, entre picos altísimos, cubiertos de una vegetación inagotable, que solo clarea en herbazales luminosos, es poco más que un camino vecinal, estrecho y castigado, en el que trabajan máquinas asfaltadoras y peones camineros. En todo el trayecto no hemos dejado de ver lazos amarillos (o bufandas amarillas, que envolvían el cuello de las efigies públicas), carteles que reclamaban la liberación de los presos políticos y pintadas independentistas: en estas comarcas septentrionales, y supongo que en muchas otras de Cataluña, el amarillo se anuda con el verde. En Farrera nos alojamos en el Centre d'Art i Natura, una pequeña pero cómoda residencia para artistas de toda Europa, gestionada por el hospitalario Lluís Llobet. No es de extrañar que el Centre sea reducido: todo en Farrera lo es. Aquí no hay más que un puñado de casas, una iglesia y unas vistas sobrecogedoras. En 2017, el pueblo tenía 50 habitantes. El Diccionario Geográfico de Pascual Madoz, de 1845, le otorgaba 17 vecinos y 101 almas, y añadía que a Farrera la combatían especialmente los vientos del norte, y que era de clima frío, propenso a los reumas agudos y crónicos, y a las inflamaciones. Espero que esto no sea así en septiembre, o que lo sea poco. Tras una comida vegetariana (que contrasta con los desayunos serranos, abundantes en embutidos y quesos), empezamos las sesiones de trabajo: los traductores se dividen en dos grupos, y cada uno se reúne con un poeta para acometer los poemas que haya seleccionado. Al cabo de dos días, los poetas cambian de grupo, y así se consigue que todos trabajen con todos. Las sesiones se desarrollan con sorprendente fluidez. Y digo "sorprendente" porque yo, que nunca había participado en un encuentro como este, me imaginaba que con tantos escritores, seres imperfectos, obstinados y vanidosos donde los haya, los acuerdos iban a ser difíciles, o por lo menos laboriosos. Pero me equivocaba. El compromiso de todos con su papel de traductores, de colaboradores diestros y generosos, ha sido ejemplar. Lo que no ha obstado para que las discusiones por una u otra opción hayan sido ardorosas. Al final, sin embargo, siempre se ha encontrado una solución satisfactoria para todos o para una amplia mayoría de participantes, y un resultado, en general, muy persuasivo. El minucioso esfuerzo desplegado nos ha permitido, a unos y a otros, hacer algunos descubrimientos interesantes. Por ejemplo, quienes pensaban que la traducción de un idioma tan próximo a otro simplificaba la tarea, o le restaba interés, se han dado cuenta de que es más bien lo contrario: la cercanía entre ambas, y el conocimiento perfecto de las dos por parte de todos los invitados, hacía que los problemas se multiplicasen, al multiplicarse los matices, los ecos, las posibilidades (y las imposibilidades: ¿cómo se traduce "asómate al balcón", como decía un poema de Ángeles Mora, al catalán?). El destripamiento de los poemas que supone la traducción –el análisis de la última desinencia, de la coma más arrinconada, de la palabra menos significante– despoja al poema de toda grandeza, de toda aureola de hermosura o sublimidad. Uno siente que su obra, su obra imperecedera, ha sido reducida a los tornillos, alcayatas y cojinetes que la componen: el análisis la desmonta como un castillo de lego, y las palabras quedan exangües, expuestas a todos los zarandeos imaginables, en la mesa del traductor. Es un baño de realidad, que nos recuerda –algo dolorosamente, debo reconocer– que, como decía Borges, la literatura no es más que un hecho sintáctico, una modestísima ars combinatoria, tan irrelevante y prescindible como esas construcciones que los muy pacientes levantan con cerillas o esos rompecabezas que los muy ancianos se pasan años resolviendo. Por suerte, su grandeza, si es que tiene alguna, se recupera con la traducción. Esas mismas palabras desnudadas, baqueteadas, irrisorias, vuelven a erguirse con las ropas de un nuevo idioma y a recuperar su sonoridad magnífica, su totalidad. En el proceso, los autores aprendemos también que la traducción puede revelar errores de la creación. Algunas de las observaciones de mis compañeros me han iluminado fallos, redundancias, deslices, aunque ellos no me estuvieran juzgando como autor, sino solo manipulando el texto para encontrar las correspondencias idóneas. Yo he escrito, por ejemplo, "grandes extensiones de terreno", y alguien observa que mejor decir "gran extensions", prescindiendo de "de terreny", porque "extensions", en ese contexto, ya incorpora la noción de territorio. Es obvio y elemental, pero yo no caí en ello al escribirlo. Y me duele particularmente haber cometido un pleonasmo, porque, si me disgusta omitir una información necesaria, más detesto dar una innecesaria. El ejercicio de la traducción también está próximo al de la crítica literaria. Verbigracia, yo he sabido, de labios de Àlex Susanna, que algunos de mis poemas eran ausiasmarquianos y otros, octaviopacianos. Ambos magisterios me complacen. Y también he constatado que la tendencia creadora de cada cual –y eran muy diversas– no condicionaba el trabajo ni la búsqueda del mejor resultado posible en la lengua de llegada. Todos estaban al servicio del poema, no del poeta, y eso se notaba en el esfuerzo bienintencionado, y respetuoso con los presupuestos estéticos del autor, que se volcaba en cada imagen, en cada verso. También nos hemos reído mucho: con una décima mía, por ejemplo, que describía una felación (ese acto maravilloso que, injustamente, tan poco se ha tratado en la literatura universal), y que Álex estaba empeñado en que difundiera en las lecturas que hemos hecho en Sort, la capital de la comarca donde se encuentra Farrera, y en Laie, en Barcelona, con la que hemos rematado el seminario. O con la vigorosa cópula que practicó Queta, la simpática perrita de Marta, con mis pies (y luego con los de Carlos), debajo de la mesa, en una de las cenas. El seminario nos ha permitido a todos conocer Farrera y sus alrededores. Al lado mismo del Centre d'Art i Natura se encuentra la iglesia de Sant Roc, el protector contra la peste, cuya puerta nos abre Lluís con un llavón que parece tan antiguo como el templo, del s. XVII. La gente de Farrera no es muy religiosa: la iglesia solo se utiliza una vez al año, en la fiesta mayor, como sede de conciertos. Esto sí ha cambiado desde los tiempos de Madoz: entonces había una ermita dentro del propio pueblo, donde se celebraba misa cada día. La irreligiosidad sobrevenida de Farrera se nota en el estado de la construcción, bastante dejada de la mano de Dios. Las cuatro columnas que flanquean el altar son tubos de uralita; en uno de ellos aún se puede leer el sello romboidal que acredita su condición: "Uralita". En la sacristía, tan exigua como el pueblo, cuelga una cuerda del techo. Si la estiras, suena la campana del campanario. Ramón lo hace, con cierta timidez. A mí me apetecería echarla al vuelo, pero me contengo: no hay que alborotar la paz del lugar. Al salir, doy una vuelta por el pueblo. Dura poco. Veo fechas grabadas en los dinteles de piedra de las puertas de algunas casas: en una, 1904; en otra, 1624. También advierto una losa de pizarra en una entrada con una de las famosas frases de Einstein: "Solo hay dos cosas infinitas: el universo y la estupidez humana. Y no estoy muy seguro de la primera". Aplaudo la máxima, pero no estoy seguro de que sea la forma más amable de dar la bienvenida a los visitantes. Tras las sesiones de las mañanas, y antes de comer, paseamos hasta los puntos de interés del valle. Al grupo se ha unido Fernando Jiménez, un funcionario del Centro Andaluz de las Letras que viene a conocer in situ el seminario, para realizarlo también, quizá, en Andalucía. El primer día, vamos hasta la ermita de Santa Eulàlia d'Alendo, una sencilla nave prerrománica con un humilde cementerio adyacente, al que Francesc ha dedicado un hermoso poema: "(...) Ara que passegem pel cementiri / penso si algú haurà trobat mai / la navalla rovellada que dorm / en aquest equador on les arrels / fan girar el món / entre les mans lligades d'un cadàver. / Mentrestant apleguem els llumenets rojos / de la moixera de guilla, / i al palmell són boles de fang / que ressusciten en silenci". [Ahora que paseamos por el cementerio / pienso si alguien habrá encontrado alguna vez / la navaja oxidada que duerme / en este ecuador cuyas raíces / hacen girar el mundo / entre las manos atadas de un cadáver. / Mientras tanto, juntamos / las lucecitas rojas / del serbal de los cazadores, / y en la palma de la mano son bolas de barro / que resucitan en silencio]. El segundo, bajamos hasta Burg, donde hay tiendas y restaurantes: nos parece Nueva York. Y el tercero, llegamos hasta otra ermita, la de Santa Maria de la Serra. El camino es de cabras; lo cruzan, de vez en cuando, grandes mariposas grises y rojas. (Anay, urbanita como yo, lo califica de "rupestre"; tiene razón, pero qué agradable rupestridad). La iglesuela es, como todas las de estos lugares, muy sencilla. Y también la están restaurando, como la carretera. Las puertas y el techo son nuevos: huelen a madera recién puesta. La ermita no está recta, sino que se empina. Y desde la ventana posterior se divisa todo el valle de Farrera, como una herida gigantesca y verdemar, sobrevolada por nubes montañosas pero educadas, que solo descargan agua de noche, cuando dormimos, y que alguna tarde se deshilachan en nieblas que colman las quebradas como nata y nos regalan una blancura intangible. El sábado volvemos a Barcelona, de nuevo de la mano de Mario, el hombre del minibús, y por la tarde damos una lectura de los poemas traducidos en Laie, a la que asiste el director de la Institució de les Lletres Catalanes, el poeta Joan-Elies Adell, y mucho público. El trabajo ha valido la pena. Y esta es la tan reclamada décima sobre la felación, de Décimas de fiebre, traducida en Farrera:
[TE ARRODILLAS, LO CAPTURAS...]
Te arrodillas, lo capturas,
bajas, subes, miras, bajas,
no cedes, no te relajas,
lo acometes, te saturas,
lames alto y bajo, apuras
el tallo y mascas la flor,
chupas, muerdes sin dolor,
y logras que estalle, y tragas,
y es gloria que todo lo hagas
con ese aire de candor.
[T’AGENOLLES, EL CAPTURES…]
T’agenolles, el captures,
baixes, puges, mires, baixes,
no cedeixes, no et relaxes,
l’envesteixes, te’n satures,
llepes dalt i baix, escures
la tija i menges la flor,
xucles, mossegues sense dolor,
perquè esclati i t’ho empassis,
i és glòria que tot ho facis
amb un aire de candor.
[TE ARRODILLAS, LO CAPTURAS...]
Te arrodillas, lo capturas,
bajas, subes, miras, bajas,
no cedes, no te relajas,
lo acometes, te saturas,
lames alto y bajo, apuras
el tallo y mascas la flor,
chupas, muerdes sin dolor,
y logras que estalle, y tragas,
y es gloria que todo lo hagas
con ese aire de candor.
[T’AGENOLLES, EL CAPTURES…]
T’agenolles, el captures,
baixes, puges, mires, baixes,
no cedeixes, no et relaxes,
l’envesteixes, te’n satures,
llepes dalt i baix, escures
la tija i menges la flor,
xucles, mossegues sense dolor,
perquè esclati i t’ho empassis,
i és glòria que tot ho facis
amb un aire de candor.
Me ha gustado mucho el proceso que describes de despiezar el poema, de desnudarlo y verlo como el poeta lo trajo al mundo, para después engalanarlo de nuevo y, de algún modo, re-crearlo. Siempre he pensado que lo de escribir es algo así como dar a luz: separarse de algo propio para darlo al mundo con toda su vulnerabilidad, pero también con toda la fuerza de su futuro.
ResponderEliminarEn cuanto a la décima, a falta de escuchar cómo suena traducida (no estoy segura del sonido de algunas grafías), me quedo con la versión en castellano, si bien hay dos momentos especialmente ajustados y sugerentes en la versión catalana gracias al sonido nasal, que erotiza esos dos versos con delicada exactitud.
Un abrazo.