Cinco horas con Mario, de Miguel Delibes, publicado en 1966, es un clásico tan clásico que hasta se hizo lectura obligatoria —no sé si todavía lo es— en los colegios españoles. Aunque no estoy seguro de que el tortuoso monólogo de la antipática Carmen, dirigido a su difunto marido, de cuerpo presente, constituya una lectura placentera para los adolescentes. El discurso de la viuda, muy poco desconsolada, parece un monólogo interior, pero no lo es: está, todavía, demasiado articulado como para discurrir libremente, con la fuerza ecoica y la iluminadora imprevisibilidad de los verdaderos flujos de conciencia. Ese discurso pinta dos cuadros: el de la España del medio siglo, tras una Guerra Civil sañuda, recorrida por la grisura y la sordidez —Vázquez Montalbán acostumbraba a decir que en aquella España a todo el mundo parecían olerle los pies—, donde la autoridad no se discute, y cada uno pasa la vida en la clase que le ha tocado en la lotería del nacimiento, y no hay que excederse con la caridad debida, no sea que se convierta en exigencia, y los guardias aporrean a quien les parece, y los trabajos se consiguen por cuñadismo o adulando a los de arriba; y el de Carmen Sotillo, ejemplo de mujer de su casa, católica, tradicional, pequeñoburguesa que aspira a ser burguesa, irreparablemente ofendida porque su marido, Mario, no quisiera o no supiera hacerle el amor la noche de bodas («fue por timidez», se justificó el varón) y agobiantemente anhelosa de un Seiscientos. No tener un Seiscientos es la recriminación estelar que Carmen le hace a Mario, escritor meditabundo y falto de ambición, de las muchas que jalonan su perorata, y el mejor símbolo del fracaso de su matrimonio. Esa misma Carmen que no deja de hacerle reproches a su cónyuge, le confiesa, al final, que se ha liado —aunque sin pasar a mayores: solo algún achuchón y un beso con lengua— con Paco, que lleva veinticinco años soñando con sus pechos —esa poitrine algo más abultada de lo aconsejable, como reconoce la propia Carmen, y por la que todo el mundo parece babear en la novela, menos Mario— y que la seduce, en una sola tarde, recogiéndola de la parada del autobús, donde espera proletariamente, y llevándola de paseo —al huerto, stricto sensu— a bordo de un Tiburón, un cochazo al que el Seiscientos no le llega ni a la altura del guardabarros, con diestra conducción y verbo cautivador, y envuelto en un aroma irresistible de tabaco rubio y colonia de fricción.
Cinco horas con Mario es un prodigio oral. El alegato de la viuda arraiga en un castellano enterizo, que se desenvuelve con naturalidad asombrosa. Delibes consigue que Carmen, siendo un arquetipo, sea también una mujer de carne y hueso, que habla como lo hacían las de su clase y su tiempo en aquella Castilla antañona, infectada de nacionalcatolicismo. En el idiolecto, persuasivo, verosímil, del personaje se mezclan —porque así era el habla cotidiana— los giros populares, las frases hechas, las repeticiones y muletillas, que confieren un sombrío espesor al parlamento, y los excursos y caracoleos propios de un lenguaje informal, en el que se ventilan asuntos domésticos y menudencias sociales. Y todo pespunteado por un desorden característicamente delibesiano de los pronombres personales de tercera persona, donde el laísmo, el leísmo y hasta el loísmo bailan una jota que a veces, para quienes no los practicamos, puede resultar irritante.
[Este artículo se publicó en el dossier de homenaje a Miguel Delibes de El Norte de Castilla, el 12 de diciembre de 2020]
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