Antes de la pandemia (si esto sigue así, pronto habrá que olvidar el nacimiento de Cristo y dividir el tiempo entre a. P. y d. P.), las presentaciones de libros, en una plaza como Barcelona, eran continuas y agobiantes. Había muchas, y casi todas eran previsibles y aburridas: eucarísticas. También lo eran las lecturas de poesía y las conferencias sobre la materia. Para asistir a cualquiera de ellas, había que vencer el cansancio de un duro día de trabajo, desplazarse a lugares a menudo lejanos y sombríos, y sobreponerse a la presencia entre el público e incluso en la mesa de honor, acompañando al celebrante, de gente del mundillo —o más bien menudillo— a la que un contacto prolongado en el tiempo y las diferencias que la poesía suscita con asombrosa facilidad había vuelto aborrecible. Pero uno lo hacía porque quien había organizado el acto era la mayoría de las veces un amigo cercano, para el que dar a conocer un nuevo hijo era importante, o, en alguna rara ocasión, porque el libro, o el tema del que trataba, le interesaban de verdad. En general, la noticia de otra presentación era acogida con indiferencia, si no con hartazgo, y se hacía todo lo posible por no acudir. Pero cuando hace unos días recibí la invitación digital de Jorge León Gustà a la presentación de su novela Gotas de lluvia (Libros Indie, 2021) en el Mercantic de Sant Cugat, un mercado de antigüedades que cuenta con una de las librerías de viejo más grandes de España, a diez minutos de mi casa, di saltos de alegría. Nada de zooms ni videoconferencias, esos instrumentos del demonio, que nos convierten en imágenes planas y sin sangre. Podría por fin, tras un año de ayuno, salir de casa y asistir a un acto cultural. Y sin agobios: sin metros ni autobuses; dando, al caer la tarde, un agradable paseo. Hacerlo me pareció un viaje al pasado, la reviviscencia de un tiempo muerto, una maravilla de la vida intelectual, una aventura literaria, un reencuentro con aspectos de uno mismo que habían quedado enterrados por la funesta pandemia. Al ponerme en marcha, sentía una tranquila excitación, como cuando uno vuelve a un lugar donde ha sido feliz: un bar en el que se han pasado muchas tardes amenas y que llevaba largo tiempo en obras, o una plaza en la que uno le dio una vez la mano a alguien a quien quería, o un paisaje de la infancia que se vuelve a oler y a sentir. Quién me lo habría dicho, a mí, que había rehuido tantas presentaciones, que tantas excusas (y silencios) había fabricado para justificar mi ausencia. En apenas un cuarto de hora me planté, en efecto, en la librería El Siglo del Mercantic. Empezaba, suavemente, a anochecer y, cuando llegué, ya estaban encendidas las luces de algunos locales. Ristras de bombillas acenefaban los tejados y escaparates, como en las verbenas o los chiringuitos de playa, y el cielo se aterciopelaba con aquel resplandor cándido. Me sobrecogió un poco la soledad del lugar. El Mercantic se atiborra los fines de semana, o se atiborraba, cuando no había confinamiento. Estoy acostumbrado a verlo lleno, a casi chocar con la gente en los puestos y pasillos, a que sea difícil encontrar un asiento en el café-concierto (porque también hay un café-concierto, cuyas paredes están tapizadas de libros antiguos: debe de ser el único café-concierto-librería del país). Y los lugares hechos para estar llenos parecen más vacíos que los demás cuando están vacíos, como las playas de la Costa Brava en invierno o el Camp Nou cuando no hay partido. Pero la soledad desconocida del Mercantic no me fue dolorosa, como es la soledad que siento todos los días: había una extraña hospitalidad en ella. Reparé en una instalación a la entrada del recinto coronada por un montón de maniquíes desnudos (¿por qué los maniquíes no tienen sexo?), entre los que se habían metido ruedas de bicicleta y artilugios mecánicos. En algunos locales había gente —poca— trabajando: recolocando el género o arreglando un enchufe. Sin prisas, tardíamente. Más aún: alguna tienda estaba abierta. Una frutería delicatessen, por ejemplo, que exponía —casi exhibía— unas manzanas luminosas como las bombillas del lugar en un cajón de auténtica madera. A su lado se abría el pasillo que conducía al espacio de El Siglo donde iba a presentarse el libro. Es un rincón magnífico: un antiguo teatrillo, que todavía conserva una plataforma a modo de escenario, los telones y varias filas de butacas de la antigua platea. Pero ahora, como en el resto de esta enorme instalación, todo está invadido por libros. Vi pronto a Jorge, que se aprestaba a ocupar el lugar presidencial. Y todos hubimos de ocupar el nuestro enseguida, porque la presentación se retransmitía por streaming y había que ser puntual. La tecnología nos impedía, pues, disfrutar de esos diez o quince minutos de retraso que siempre se han concedido en las presentaciones (propiciados en muchos casos por los propios autores, que esperan angustiosamente a que llegue más gente) y que permitían la charla, el compadreo y, en su caso, la dispensación del correspondiente veneno a unos u otros, presentes o ausentes (a estos, con más saña). Pero, a la vez, daba una difusión al acto que la pandemia y lo apartado del lugar dificultaban. No éramos muchos entre el público, pero sí los suficientes para dar calor a los actores y justificar el encuentro. Introdujo al autor y al libro el director de la librería, el chileno Ricardo House, el mismo hombre al que le he comprado muchos libros de este fondo proceloso, entre ellos alguna inverosímil primera edición, como Estudios sobre poesía española contemporánea, de Luis Cernuda, por precios más que asequibles. Luego habló Jorge: contó el origen de la novela y dio algunas pinceladas sobre su composición y sentido. También leyó el poema de Bertolt Brecht que había incluido a modo de prólogo de libro, "Maneras de matar": "Hay muchas maneras de matar. / Pueden clavarte un cuchillo en el vientre, / quitarte el pan, / no curarte una enfermedad, / meterte en una mala vivienda, / torturarte hasta la muerte / por medio del trabajo, / llevarte a la guerra, etc. / Solo pocas de estas cosas están / prohibidas en nuestra ciudad", con la indicación de que lo había copiado de un mural en la calle Ferlandina de Barcelona. Me gustó que el germen de la novela fuera un paseo por una zona de la ciudad que conozco bien: la del MACBA y sus calles estrechas y asiáticas, donde conviven los feroces skaters de la plaça dels Àngels, los sinuosos filipinos que regentan los supermercados de las calles Ferlandina, Joaquín Costa y Valldonzella, los estudiantes de las facultades universitarias que se han instalado allí (para regenerar el barrio, claro), los turistas, despistados como siempre, y los abundantes mendigos, como en los que se inspiró Jorge para escribir la obra. Son seis, que conforman una novela dialogada, inspirada en La Celestina y el teatro de Lope de Vega, que Jorge, profesor y estudioso de los clásicos, conoce bien, y de los que ha llegado a hacer alguna edición crítica. Gotas de lluvia refiere sus vidas, presentes y pasadas, en el marco de una Barcelona sacudida por el movimiento de los indignados. De hecho, la novela empieza con la ocupación de la plaza de Cataluña por aquellos jóvenes, y no tan jóvenes, que querían cambiar el mundo, y acaba con su desalojo por la policía, porra en mano. La presentación no duró más de media hora. Aplaudimos, nos levantamos y formamos los en su momento fatigosos pero hoy añorados corrillos. Yo compré un ejemplar —en las presentaciones siempre hay que comprar el libro presentado: no hacerlo es un insulto y un absurdo, como ir a un concierto y ponerse tapones en los oídos o a una exposición de pintura con gafas de sol— y charlé un rato con Jorge y su hermano, que también estaba allí, como buen hermano. Salí por fin de la librería, sintiendo una honda melancolía al contemplar las ringleras de libros que parecían gritarme "¡cómprame!" (o "¡róbame!", pero este grito lo reprimí), y entre los cuales estaba seguro de que me esperaban nuevas y adquiribles primeras ediciones, y volví despacio a casa. Quería disfrutar del fresco de la noche, del olor a hierba del parque, del aletear de las palabras pronunciadas, de la cercanía y la calidez de la gente, del cielo ya negro pero extrañamente brillante.
Profundo y hermoso. Enhorabuena Eduardo. Mis felicitaciones (aunque sé que no las necesita).
ResponderEliminarNos vemos, en su blog.