La peste que nos azota ha causado, según las últimas estadísticas, más de 2.200.000 muertos en todo el mundo y casi 60.000 en España, aunque es muy probable que la cifra real, en el mundo y en nuestro país, sea superior, porque el cómputo de los fallecidos no ha sido fiable ni homogéneo desde el principio. Todos los días aparecen en los medios de comunicación los números macabros de la enfermedad. Lo hacen con una regularidad escalofriante, que ha acabado por anestesiarnos: los locutores de los noticiarios refieren, con la misma asepsia con la que dan cuenta de que el Alcoyano ha eliminado al Real Madrid de la Copa (de hecho, probablemente le dediquen más atención y entusiasmo a la victoria del Alcoyano), que hoy han fallecido en España 400 o 500 personas (y en el peor momento de la primera ola de la pandemia, cuando estábamos confinados, 800 o 900), y en los periódicos se publican, casi cada jornada, gráficos que dibujan la curva terrible de los cadáveres. Lo mismo sucede en los demás países: en los Estados Unidos, sucumben tres o cuatro mil personas al día; en Brasil, más de mil; en México, otros tantos; también en el Reino Unido. Y me asombra que todos aceptemos esos centenares, o miles, de muertes con insensible naturalidad. ¿500 muertos en un solo día? Es como si cada día se estrellara un Boeing 747, cada seis volvieran a reventarse las Torres Gemelas, o cada dos se borrara del mapa un pueblo como Hoyos. Un muerto es un ser que desaparece, pero también una familia que llora, unos amigos que sufren y una comunidad que pierde a un depositario de valores y saberes. Con ese muerto mueren también esperanzas y alegrías, mueren las experiencias del pasado y las ilusiones del futuro, muere un compañero y, a menudo, un sostén. Tras una muerte en estas circunstancias, hay el esfuerzo brutal, y a la postre inútil, de mucha gente que ha hecho cuanto ha podido por evitarla y el angustioso deseo de mucha otra, asimismo frustrado, de que no se produjera. Cualquiera que haya visitado un hospital en plena actividad sabe del dolor y las miserias que se viven allí: el dolor y las miserias de los cuerpos derrotados, de los cuerpos sufrientes. En los hospitales se contiene el mundo que no queremos ver: el del abatimiento y la fragilidad, el de la vejez y la soledad, el de la impotencia y, sí, la muerte. En los hospitales (y en los manicomios, y en los orfanatos, y en las residencias de ancianos) encerramos cuanto disiente del modelo de felicidad que hemos fabricado: la imagen limpia, alegre, independiente, de personas dueñas de su ser y su destino, que obran con diligencia en el mundo, que ganan dinero y se divierten, que son espabiladas y viajan y procrean y respetan las normas. En los hospitales está cuanto se opone a esta burbuja, aunque luchemos cada día por olvidarlo (y la lucha es tan acérrima desde que nacemos que olvidamos que la sostenemos): la endeblez de nuestro organismo, vulnerable y perecedero; la inutilidad del dinero, que puede muy poco contra la fatalidad y el derrumbe; y las amenazas constantes a las que están sometidas las construcciones sociales con las que intentamos paliar los desastres que nos acosan y extender una red de seguridad que detenga la caída. Salvo para los fabricantes de ataúdes, 500 muertos al día es una tragedia por la que deberíamos estar gritando de rabia en las esquinas. 500 muertos al día es un fracaso descomunal que debería sacudir nuestras vidas hasta los cimientos. Nadie debería permanecer indiferente a la enormidad que son 500 muertos al día. O 400. O 100. O uno. Perder la vida es perder lo único que tenemos; perder la vida es perder todo lo que tenemos. Cesa el placer; cesa la gloria del cuerpo, que convive con su flaqueza; cesan el amor y la amistad; cesan los días y las noches, la literatura y la música, los paseos y el vino; cesan los recuerdos y el pensamiento; cesa la conciencia, eso ínfimo que somos, pero enorme para nosotros, el yo: se desvanece en la nada; todo cesa. Unamuno decía que no le daba la gana morirse. Y esa es la actitud que deberíamos tener todos. La muerte es un escándalo, una catástrofe, una perrería indecible, una indecencia. Y 500, un holocausto existencial. Esos 500 cadáveres al día que nos acosan, y en los que apenas reparamos ya, deberían golpearnos hasta la raíz y llevarnos a una protesta radical y a una acción absoluta. No deberíamos contemporizar con nada que conduzca, facilite o no combata con la suficiente fuerza esa realidad espantosa, que nos afecta a todos, aunque no seamos nosotros los muertos (todavía). No deberíamos transigir con los negacionistas, los antivacunas, los pícaros o los frívolamente incompetentes. No deberíamos, simplemente, aguantar o ir tirando, con la esperanza de que todo pase cuando Dios quiera: hay que pelear a cada minuto contra esta matanza diaria; hay que pelear por la vida, que es nuestro único, nuestro último consuelo.
Hay mucha razón en lo que dices.
ResponderEliminarGracias, Kepa. Me alegro de que coincidamos. Un abrazo grande.
ResponderEliminarTotalmente de acuerdo contigo, Eduardo. Un gran abrazo.
ResponderEliminarMe alegro de que coincidamos, querida Isabel. Un beso muy fuerte.
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