Ayer, mi amigo Jeff y yo visitamos la casa natal de uno de los grandes escritores norteamericanos del siglo XX, Thomas Wolfe, en Ashville, Carolina del Norte. Faulkner lo consideraba mejor que él. Y para que Faulkner, que no se caracterizaba por su modestia, lo considerara mejor que él, tenía que ser muy bueno. Dicha casa natal fue, durante muchos años, una casa de huéspedes. La madre de Wolfe era una mujer pragmática e imbuida de espíritu comercial, de forma que transformó el hogar familiar en un alojamiento popular, que rindió pingües beneficios. Nuestra guía —la casa no puede visitarse libremente— fue una joven encantadora, Sara: rubia, delicada, vestida con un vestido verde manzana que le llegaba hasta las rodillas, y, sobre todo, una profunda amante de la literatura de Wolfe y, por extensión, de la literatura. Nos hizo una visita llena de sensibilidad y devoción, y rica en detalles: la pasión por Wolfe le rezumaba por los poros de la piel. En una de las habitaciones, donde murió un hermano del escritor, había una repisa con un libro de pie. Nos dijo que en aquel libro se podía leer la descripción que Wolfe había hecho de la escena de la muerte, y que podíamos leerla si gustábamos. Ella no iba a hacerlo, porque se pondría a llorar. No me pareció una mera frase prevista en el guion de la visita, y repetida en cada tour, sino la expresión sincera de una debilidad, de una entrega íntima, total, a la palabra. Los cuarenta y cinco minutos que Sara nos dedicó para presentar —con notable profundidad, no obstante— la figura de Wolfe se nos pasaron volando, y tanto Jeff como yo salimos encantados. La experiencia había sido tan positiva que al día siguiente decidimos visitar otra finca literaria, Connemara, a cuarenta y cinco minutos en coche de Ashville, donde había pasado los últimos veinticinco años de vida otro gran autor estadounidense, el poeta Carl Sandburg, cuyo mejor título, Poemas de Chicago, había yo traducido para DVD ediciones hacía un montón de tiempo. En una visita anterior a Carolina del Norte, quien entonces era mi mujer y yo ya habíamos intentado visitar el lugar, pero nos fue imposible, porque habíamos llegado muy cerca de la hora de cierre y apenas nos dio tiempo a ver una película informativa en uno de los establos que forman parte de la propiedad (donde la Sra. Sandburg criaba a sus opulentas cabras, cuyas descendientes siguen en la finca; en 1952, llegó a tener más de 200). Yo llevaba años acumulando ganas de rendir esa visita a la casa de Sandburg en Connemara y satisfacer mis ansias fetichistas. En Connemara nos presentamos, pues, Jeff y yo a media mañana de un domingo nublado. No podemos entrar en la finca por la entrada natural, porque el puente que da acceso al camino principal está cerrado a causa de las fuertes lluvias de ayer, que han vuelto inestable el lecho del lago donde se asienta. Hemos de dar un rodeo por una de las colinas que rodean la propiedad, y que nos permite —no hay mal que por bien no venga— disfrutar de la frondosidad del lugar, tupido de árboles y vegetación baja, que arraiga en una superficie siempre verde, ahora elevada a esmeralda por el lustre del agua. Cuando llegamos a la casa, nos llevamos una desagradable sorpresa: no hemos reservado, y todos los grupos concertados para las visitas de hoy —tampoco aquí se admiten por libre—, que solo pueden ser de seis personas como máximo, están completos. Las normas han cambiado con el dichoso COVID: antes se pagaba y se entraba; ahora es gratis, pero hay que reservar y se hace en grupos reducidos. Jeff apela a todo lo que se le ocurre para que yo pueda ver la casa (ha traducido al español Poemas de Chicago y ha venido desde España para visitarla [esto no es exactamente así, pero cabe considerarlo una licencia poética, una hipérbole]; ¿tan grave sería que un grupo tuviera seis miembros y no siete?; ¿no podría organizarse un tour especial en su caso?), pero se encuentra con la rocosa inflexibilidad de la recepcionista y de Ginger Cox, la uniformada guarda del National Park Service (el organismo que gestiona la finca) que es también la guía de los visitantes, y que zanja nuestros esfuerzos con un concluyente "todo el mundo tiene una buena razón para saltarse las normas, pero hay que respetarlas". Lo dice, eso sí, sin dejar de sonreír. Las normas, en efecto, están para respetarlas, sobre todo en los países anglosajones, en los que son el principio fundamental, y a veces uno sospecha que único, de las relaciones social. La única posibilidad que nos queda es que alguien que ha reservado para la siguiente visita no comparezca. Nos ofrecen esperar unos veinte minutos, hasta la hora prevista, para comprobarlo. Si alguien faltase, podríamos ocupar su lugar. Vamos al mismo establo al que fuimos Ángeles y yo en la anterior visita frustrada para hacer tiempo, y vemos la misma película, que yo recuerdo vagamente, en la que descendientes de Sandburg y estudiosos de su obra nos hablan del hombre y del poeta, y también de Connemara, que Sandburd acertadamente definió como "a baronial state for an old socialist" ['una finca señorial para un viejo socialista']. En las paredes se leen frases o versos de Sandburg que el National Park Service ha considerado inspiradores: "Poetry is a sliver of the moon lost in the belly of a golden frog" ['la poesía es una tajada de luna perdida en el vientre de una rana dorada'] o "Poetry is the achievement of the synthesis of hyacinths and biscuits" ['la poesía es la consecución de la síntesis entre los jacintos y las galletas']. Nuestra sorpresa es reconocer entre el público a Sara, nuestra guía en la casa de Thomas Wolfe. Sigue siendo rubia y delicada, pero ya no lleva el delicioso vestido verde manzana de ayer, sino el típico uniforme veraniego y dominical de una joven norteamericana: blusa, shorts tejanos y botas. También ella ha venido, sola, a visitar la casa de Sandburg. Nos saludamos y nos sonreímos brevemente: su discreción no le permite ir más allá. A mí me gustaría ir más allá, pero apenas tengo tiempo. La película pasa deprisa y volvemos a la taquilla. Lamentablemente, todos los que habían reservado se han presentado. Jeff vuelve a intentar, con gallardía, que se abra una fisura en la impenetrabilidad de los funcionarios, pero choca de nuevo con una escrupulosidad marcial. Así que le digo que lo deje y que es mejor que nos marchemos. Pero, cuando ya estamos cerca de la puerta, Sara, que esperaba sentada en un sillón de la sala —ella es uno de los integrantes del siguiente grupo— y que, obviamente, ha oído nuestros ruegos y sabe que no han sido atendidos, se levanta y me ofrece su entrada. "Si quiere, yo se la cedo y así puede entrar. No me importa". La veo ahora no solo como a la atractiva e inteligente joven que había visto hasta ese momento, sino como a un ángel rubio que, si no ha desplegado todavía las alas, ha sido porque está bajo techo y, al hacerlo, como son tan grandes, podrían desmontar los estantes con libros y suvenires de Sandburg que ha dispuesto el National Park Service. Estoy seguro de que su motivación para renunciar a su visita dominical no es otra que la que ya percibimos ayer: su profundo amor por la literatura, que le hace considerar intolerable que alguien que comparta ese amor lo vea frustrado por la rigidez burocrática. Sara representa, además, frente a la severidad luterana de los empleados, lo mejor del carácter estadounidense: su alegría, su largueza, su amabilidad. Sé que debería rechazar su ofrecimiento: la chica ha organizado su domingo para venir a Connemara y hecho cuarenta y cinco minutos de coche de ida, más otros tantos ahora de regreso, para volverse ahora de balde a casa. Pero la tentación es demasiado fuerte: acepto, sin dejar de darle las gracias, y me apresuro a invitarla a la botella de agua que coge de una nevera para refrescar el camino. Menuda compensación, pienso, pero no sé qué más puedo hacer. La casa de Sandburg, que piso por fin, es un noble y luminoso caserón, el centro neurálgico de la granja, construido en 1838 por un tal Christopher Memminger, que después sería un alto cargo de la Confederación, lo que explica que aquí hubiera esclavos y constituye una triste ironía para quien fue, como Sandburg, un férreo antirracista y el mejor biógrafo de Abraham Lincoln, el liberador de los negros. La propiedad pasaría luego a un industrial textil, cuyos herederos se la vendieron a Sandburg y su familia en 1945. Y aquí murió el poeta en 1967. Sus 14.000 libros siguen en la casa: las paredes de madera de casi todas las habitaciones están cubiertas de estanterías con volúmenes, y en el suelo de los pasillos se apilan revistas posteriores a la Segunda Guerra Mundial. Desde la portada de un número de Time que corona una de esas pilas me mira Elizabeth Taylor —probablemente, la actriz más guapa de la historia—, cuya cara siempre me ha recordado a la de Ángeles. En varios cuartos —uno de ellos, el dormitorio de la Sra. Sandburg, Lilian— veo libros de Andrés Segovia. Siento una punzada de orgullo nacional. Sandburg era un juglar y tocaba varios instrumentos, entre ellos la guitarra. No es de extrañar que le interesaran las partituras y técnicas de Segovia. Cuando abandonamos la casa, ha empezado a llover. Yo sigo aturdido por la generosidad de Sara, y urdo un plan para expresarle una gratitud más tangible. Le escribo una carta, le dedico dos de los libros que he metido en la maleta para regalar a mis amigos durante el viaje, y le ruego a Jeff que pida por Amazon un tercero, la antología bilingüe de mi poesía, publicada en Londres en 2017. Y le pido a mi amigo que, cuando reciba el libro, lo meta todo en un sobre y se lo mande a la atención de Sara, en la casa natal de Wolfe, en Ashville. Algunos días después, estando yo en West Palm Beach, le pregunté, y él me confirmó, que lo había hecho. Aún no he sabido nada de Sara. Pero espero tener pronto noticias de ese ángel bueno.
Epéntesis (Del lat. epenthĕsis, y este del gr. ἐπένθεσις, intercalación): 1. f. Fon. Figura de dicción que consiste en añadir algún sonido dentro de un vocablo; p. ej., en corónica por crónica y en tendré por tenré.
sábado, 17 de septiembre de 2022
En los Estados Unidos (2): Carl Sandburg y un ángel llamado Sara
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
También tradujiste la poesía de Faulkner, pero de los tres autores a cuál de ellos prefieres? Como siempre muy instructivo Un saludo. Diego
ResponderEliminarPrefiero a Faulkner, aunque Wolfe es también excepcional y Sandburg, muy bueno. Leer -y, en mi caso, traducir- a cualquiera de ellos es un placer. Un abrazo, Diego.
EliminarIgualmente. Faulkner no es fácil . Me leí El Ruido y la Furia. Tengo en casa bastante de su obra y sus cartas. A ver si me animo. Un abrazo.
ResponderEliminarMe he metido tanto en la lectura que ahora también estoy pensando en Sara.
ResponderEliminarGracias por seguir escribiendo estás maravillosas crónicas, Eduardo.
Un beso.