Un energúmeno pertinentemente apellidado Matar cosió a puñaladas al escritor Salman Rushdie el pasado 12 de agosto en Chautaqua (Nueva York), ejecutando así, treinta y tres años después, la fetua de aquel gran hombre y líder espiritual magnífico que fue el ayatolá Jomeini —que Alá tenga en su gloria—, en la que se ofrecían tres millones de dólares a quien matara a Rushdie. El delito de este había sido publicar un libro, Los versos satánicos, en el que se daba una imagen irónica y crítica del profeta y su doctrina, algo que los musulmanes consideraron una blasfemia merecedora de la muerte. Matar ha demostrado, una vez más, la cara más espantosa del Islam —y, por extensión, del fenómeno religioso—, que algunos creemos la única existente. Para desagraviar al escritor, si es que algún desagravio es posible en estas trágicas circunstancias, y, en todo caso, para mostrarle la solidaridad que merece frente a la abyección de los fanáticos, se ha convocado un acto público en su honor en la Biblioteca Pública de Nueva York. Mi amigo Juan Luis Calbarro, que lleva un mes y medio en la ciudad trabajando en la traducción de una obra de Tennessee Williams, y yo, que estoy pasando unos días de turismo, decidimos asistir. Tomamos un Uber desde nuestro alojamiento en el Bronx, pero Bernardo, el conductor, pronto se encuentra con la calle bloqueada por una ambulancia. Las ambulancias y los coches de policía y bomberos paran en Nueva York en el centro de la calzada, completamente indiferentes al caos que generan detrás. Lo hacen así, deducimos, para poder maniobrar con diligencia en caso de que, como es probable, tengan que hacerlo: no aparcan, no se apartan, no apuran los rincones. En el centro, et pereat mundi. Dos de los ocupantes de esta ambulancia bajan tranquilamente, van hasta la puerta de una casa vecina, llaman, no les responden, vuelven a llamar, siguen sin responderles, se asoman a una ventana, insisten en dar timbrazos sin respuesta discernible, y por fin sale un señor negro, muy tieso, muy digno, muy lento, que sube por su propio pie al vehículo, seguido por la pareja de sanitarios, que cierran el portón sin prisa ninguna y vuelven a la cabina de la ambulancia. Mientras esta compleja operación se desarrolla, Bernardo ha encendido las luces traseras y hasta bajado del vehículo para indicar a los coches que se han amontonado detrás, con grandes gestos y en castellano (Nueva York es una ciudad prácticamente bilingüe, y el Bronx, monolingüe hispano), que debían asimismo retroceder para que pudiéramos salir todos de aquella ratonera. Pero cuando la información aún no ha llegado al último coche de la enorme y subitánea fila, la ambulancia se pone en marcha y todos seguimos adelante, aliviados por que el enfermo esté ya en camino de recibir la atención que necesita, y nosotros, de llegar a nuestro destino. Cuando llegamos a la Biblioteca, no encontramos una gran manifestación, pero sí un gentío suficiente y, sobre todo, un enjambre de micrófonos de radio y cámaras de televisión, dispuestos frente a la noble escalinata de la New York Public Library, que han acudido al poderoso reclamo de los participantes en el acto, entre los que se cuentan algunos de los más importantes escritores norteamericanos de la actualidad. Hablan en primer lugar —y lo hacen con puntualidad; la puntualidad es un deber existencial en los países anglosajones— el director de la Biblioteca y la presidenta del PEN de los Estados Unidos, que ha publicado, y distribuye entre los asistentes, un cartel en el que se cita algo que dijo Rushdie en un discurso sobre la censura en 2012: «Si no confiamos en nuestra libertad, es que no somos libres». Junto a la frase, aparece el propio escritor, sonriente, sosteniendo un ejemplar de la primera edición de 1984, de George Orwell. Juan y yo nos hemos situado todo lo delante que hemos podido, y nos ha tocado al lado una pareja de jipis de los años 70, ahora septuagenarios, cargados aún de melenas y abalorios, con una pancarta de apoyo, elaborado por la Sociedad de Escritores de Libros de Niños. Estos veteranos defensores del amor y el pensamiento libres me resultan entrañables. Por todas partes pululan, bajo el cielo aguamarina de un día caluroso, gente con libros, con gafas, con lemas reivindicativos. También baja, por unas escaleras aledañas de la Biblioteca, un tipo con una camiseta del Barça (la segunda equipación, la amarilla y cuatribarrada; ah, me siento como en casa). Juan, que lamentablemente es del Madrid, rabia un poco, pero no me dice nada. En las escalinatas se suceden los parlamentos. El primero en hablar es Reginald Dwayne Betts, poeta y abogado negro, con sombrero (abundan los sombreros, las gorras, los tocados), que lee unos versos enérgicos y comprensiblemente agrios. Luego, el novelista Jeffrey Eugenides, que cuenta que fue a visitar a Rushdie cuando estuvo en Londres, donde vivía el escritor, pero que no lo encontró —estaba de vacaciones en Italia— y que mantuvo una conversación muy agradable con su suegra. Eugenides subraya lo fácil que era entrar en contacto con Rushdie, cuyas señas estaban en el listín telefónico, y yo recuerdo, al hilo de la anécdota, que yo mismo tuve mucho tiempo una dirección del escritor en la capital británica, aunque ya no me acuerdo de dónde la saqué (quizá del propio listín), y que, desde luego, no tuve valor para ir a visitarlo. Siri Hustvedt, alta, muy delgada, interviene con sobria emotividad, como casi todos los participantes. Viste de un luctuoso pero estilizador negro. Solo el pelo rubio disiente: fulge como una antorcha. Hablan también, entre otros, Colum McCann, escritor irlandés residente en Nueva York; Francesco Clemente, un pintor napolitano, también establecido en la Gran Manzana, que recuerda las interminables discusiones sobre arte y política que ha mantenido con Rushdie y que han contribuido a edificar una amistad fraternal, como les suele pasar a los discutidores que debaten con franqueza de ánimo y voluntad de comprenderse; Roya Hakakian, una autora iraní, cuya presencia demuestra —aunque no hacía ninguna falta— que no todos los iraníes son unos fanáticos; la estadounidense A. M. Homes, que lee fragmentos del discurso sobre la censura de 2012; la india Kiran Desai, que lo hace del Quijote de Rushdie, un libro que cosechó críticas tibias en España; y el inglés Hari Kunzru, que da vuelo, como no podía faltar, a las primeras palabras de Los versos satánicos, que me saben a gloria: «"Para volver a nacer —cantaba Gibreel Farishta mientras caía de los cielos, dando tumbos— tienes que haber muerto. (...) Para posarte en el seno de la tierra, tienes que haber volado. (...) ¿Cómo volver a sonreír si antes no has llorado? ¿Cómo conquistar el amor de la adorada, alma cándida, sin un suspiro? Baba, si quieres volver a nacer...". Amanecía apenas un día de invierno, por el Año Nuevo poco más o menos, cuando dos hombres vivos, reales y completamente desarrollados, caían desde gran altura, veintinueve mil dos pies, hacia el canal de la Mancha, desprovistos de paracaídas y de alas, bajo un cielo límpido...». A estas alturas, el público está caliente y recompensa con abiertas ovaciones a los oradores. Yo también lo hago, aunque no dejo de preocuparme por que, aprovechando la confusión, un pickpocketer me afane el móvil o la cartera. Los policías bostezantes que observan el acto desde la acera, apoyados en el capó de un coche patrulla, no me ofrecen demasiadas garantías contra los descuideros. A sus espaldas, prosigue, incólume, el tráfico endemoniado de la Quinta avenida, aunque me sorprende que, por la singular acústica del lugar, el ruido que genera no perturbe el desarrollo de los parlamentos. Hablan también dos de las figuras más destacadas del encuentro, junto con Hustvedt: su marido Paul Auster, que me parece muy envejecido, aunque conserva la apostura del galán que siempre ha sido, que viste, como ella, enteramente de negro (lo que demuestra la sintonía matrimonial y estética de los dos escritores), y que lee fragmentos de Joseph Anton, el libro de Rushdie que relata sus años de clandestinidad, forzado por la condena a muerte de Jomeini, bajo el seudónimo del título, que homenajea a dos de sus escritores favoritos: Joseph Conrad y Anton Chéjov; y el gran Gay Talese, que baja por la escalinata como una aparición: muy despacio, encorbatado, con un impecable traje beis (tan impecable como la prosa con la que lleva medio siglo retratando a la ciudad de Nueva York y sus habitantes) y un sombrero de ala ancha a juego, y que hace una alocución muy breve, con voz rasposa. Por desgracia, tenemos que abandonar el acto antes de que acabe, porque dentro de unas horas he de coger un avión para la siguiente etapa de mi viaje, pero hemos presenciado lo sustancial y nos cabe la satisfacción de haber contribuido, muy modestamente, a su éxito. Que es planetario, porque ese mismo día y los siguientes la noticia del homenaje aparece en todos los periódicos y televisiones del mundo (menos los de Irán, donde aún están celebrando el apuñalamiento del blasfemo). En algunas de las imágenes, si uno se fija bien, puede apreciarse una cabecita blanca sobresaliendo del gentío. Es la mía, y yo me siento muy orgulloso de esa mancha blanca. Juan, en cambio, que además de ser del Madrid es más bajo que yo, no se distingue. Pero él también está orgulloso de haberse sumado a este grito contra el horror.
Enhorabuena por el acto de Salman Rushdie, y bienvenido a casa. Los integristas iraníes estaban furioso con Los Versos Satánicos,pero los que lo han leído dicen que era bastante complicado para ver la blasfemia al profeta. Supongo que recomiendas al autor. Un abrazo y bienvenido a casa.
ResponderEliminarGracias, Diego. Es un placer volver a estar aquí: en casa y en el blog. Sí, recomiendo al autor, que es imaginativo e irónico, y un ejemplo de cosmopolitismo cultural y literario. Pero, aunque no me pareciera un buen escritor, habría que apoyarlo igualmente en estas circunstancias, porque lo que ha sufrido nos afecta a todos, como escritores y como personas. Un abrazo grande.
ResponderEliminarPor supuesto coincido con la última apreciación nadie merece lo que ha sufrido Rushdie. Un abrazo
ResponderEliminarEstoy en total acuerdo contigo ,en la defensa tan valiosa de la libertad de expresión. Aquí en la biblioteca hay tres libros de Salman. Furia, Shalimar el payaso y La decadencia de Nerón Golden. No he leído nada, pensaba que era un autor complicado. Sé que no estás en Facebook, yo lo utilizo muy poco , pero es un canal privado para preguntar cosas sobre poesía y literatura. Con MMG lo hago, siempre hay gente malintencionada. Un abrazo
ResponderEliminarBienvenido, Eduardo.
ResponderEliminarConmovedora crónica.
Un abrazo fuerte.
Gracias, Blanca. Un beso de regreso.
EliminarEstimado Eduardo: aprovecho con algo de antelación para felicitarte tú cumpleaños, que éste como los venideros, sean tan fructíferos en el plano intelectual y literario y no menos importante, que la salud física también te acompañe. Espero que lo pases con tus seres queridos y que te den el afecto que mereces. Te agradezco que siempre que tengo una duda siempre seas tan amable y me respondas. No sólo eres sabio, también humilde. Seguiré esté blog siempre y tomaré nota de tus recomendaciones. Recibe un caluroso abrazo. También mí madre te desea un feliz cumpleaños. Diego
ResponderEliminarMuchas gracias a tu madre, tu hermano y a ti, Diego. Es un placer dialogar contigo en el blog. Espero que sigamos haciéndolo mucho tiempo. Y gracias también por tu fidelidad lectora. Un abrazo.
EliminarTotalmente de acuerdo con lo expresado sobre Salman Rushdie. Me gusto leerle y aprovecho para felicitarte por tu cumple "mi virgo amigo" .gracias por tus reflexiones.
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