miércoles, 21 de diciembre de 2022

En la Florida (y 3): Coral Gables

Coral Gables no es un barrio de Miami. Está muy cerca de la gran ciudad floridana, pero es otro municipio y, sobre todo, es otro mundo. Frente al gigantismo miameño, donde no faltan los rascacielos —presentes en todas las ciudades norteamericanas: son su mayor icono—, los espectáculos y centros comerciales de masas, y unos atascos de tráfico babilónicos, Coral Gables representa el espacio ameno, sensual y humano de las culturas mediterráneas, trasplantadas a América por los españoles y, más recientemente, por los cubanos. Era el lugar que más me apetecía visitar de la Florida por sus muchas y hondas resonancias en la poesía española contemporánea: Coral Gables excitaba mis ansias fetichistas. Allí vivió Juan Ramón Jiménez, con su mujer Zenobia, entre 1939 y 1942, y allí escribió un librito delicioso, Romances de Coral Gables, publicado en 1948, y empezó a componer el que probablemente sea el mayor —y también el mejor— poema de la poesía española en el siglo XX: Espacio. Con el primero, como le dijo en una carta de 1943 a su amigo Enrique Díez-Canedo, volvió a escribir poesía, tras la destructiva experiencia del exilio: "En la Florida empecé a escribir otra vez en verso. Antes, por Puerto Rico y Cuba, había escrito casi exclusivamente crítica y conferencias. Una madrugada me encontré escribiendo unos romances y unas canciones que eran un retorno a mi primera juventud, una inocencia última, un final lógico de mi última escritura sucesiva en España...". (Me encanta que utilizase el artículo para designar a la Florida; hoy ese artículo que tan bien le caía al nombre de algunos países —los Estados Unidos, las Filipinas, la India, el Perú— casi ha desaparecido, o ha desaparecido del todo). Y lo hizo inspirado por el propio exilio: por la semejanza del paisaje de aquel lugar arrinconado y no obstante luminoso con el de la España —de la Andalucía— que le habían obligado a abandonar. Llamativamente, en el fragmento tercero de Espacio, la identificación de ambos paisajes —y de la conciencia individual con la conciencia del mundo— se hace con la concurrencia de un tercer lugar: un pueblo de Cataluña, Sitges (cuyo nombre corrige según sus personales normas ortográficas), y Cataluña misma: "No, no fue allí en Sitjes, Catalonia, Spain, en donde se me apareció mi mar tercero, fue aquí ya; era este mar, este mar mismo, mismo y verde, verdemismo; no fue el Mediterráneo azulazulazul, fue el verde, el gris, el negro Atlántico de aquella Atlántida. Sitjes fue, donde vivo ahora, Maricel, esta casa de Deering, española, de Miami, esta Villa Vizcaya aquí de Deering, española aquí en Miami, aquí, de aquella Barcelona. Mar, y ¡qué estraño es todo esto! No era España, era La Florida de España, Coral Gables, donde está la España esta abandonada por los hijos de Deering (testamentaría inaceptable) y aceptada por mí; esta España (Catalonia, Spain) guirnaldas de morada bugainvilia por las rejas". Juan Ramón y Zenobia, tras una breve residencia al suroeste de Miami, vivieron en el número 140 de Alhambra Circle, una larga calle que rodea el centro —el downtown— de Coral Gables, y donde hoy hay un banco en cuya fachada, naturalmente, nada recuerda la presencia de Juan Ramón. Casi todas las calles de Coral Gables ostentan nombres españoles: Alhambra, Segovia, Toledo, Minorca, Sevilla, Santander... Y el aparcamiento donde Elaine y yo dejamos el coche, delante del fastuoso hotel Biltmore, da a la calle Catalonia. Muchas casas presentan reminiscencias arquitectónicas españolas: tejas árabes, arcos ojivales, paredes encaladas... —aunque la elegancia de las construcciones se vea oscurecida a menudo por la iluminación navideña con que los dueños las revisten, que en algunos casos parece que quiera emular la que el inefable Abel Caballero despliega en Vigo—, en las calles hay fuentes y plazoletas sombreadas, y todo aparece envuelto por una vegetación lujuriosa, que no es andaluza por las especies —el árbol predominante es aquí el baniano, esa feroz criatura que crece de arriba a abajo, y cuyas ramas y raíces acaban formando una caótica amalgama, que hace que parezca que tiene muchos troncos—, pero sí por la espesura y la sensualidad, por la sostenida explosión floral, por la mezcolanza de aromas cítricos y colores encendidos. En muchos lugares, los árboles son tan frondosos que se forman cúpulas encima de las calles y hasta de las avenidas, y a uno le da la sensación de estar andando por un túnel verde que no veda la luz, sino que la tamiza hasta desmigajarla en una llovizna de rayos acariciantes. Antes, no obstante, de perdernos por estas calles españolas, visitamos el hotel Biltmore, construido a finales de 1925, uno de esos lugares suntuosos en los que uno se imagina que se reunían los gánsteres para cenar y, de paso, liquidar a alguno durante la cena con un bate de béisbol, o espera abrir una puerta y encontrarse a Al Pacino, con las botas en la mesa, acariciando un fusil ametrallador mientras le ordena a un esbirro que recoja un alijo o alivie al mundo de la presencia de un rival. Esta tarde se celebra un banquete de bodas en el hotel: vemos un Rolls Royce blanco a la puerta y un dron que sobrevuela los jardines interiores del monumental edificio. Antes, los vídeos de las bodas los hacía un fotógrafo o un pariente abnegado, pero las ciencias adelantan que es una barbaridad y hoy se encarga de inmortalizar a los cónyuges un aparato aéreo no tripulado, que quizá sea turco (o iraní). Mientras paseamos por la enorme piscina del hotel, de aguas turquesas y flanqueada por una sucesión de estatuas de aire griego y romano, también oímos la música que ameniza la reunión. En concreto, el bolero "Canta y no llores", que unos mexicanos aguerridos entonan con mucho sentimiento. Nos sentamos un rato en el vestíbulo principal, con arcos de medio punto y columnas con capiteles corintios (¿o eran dóricos?). Ocupamos sendos sillones orejeros, de cuero bueno, nada de sucedáneos, donde los millonarios retirados que pueblan la Florida, y quizá el propio Donald Trump, ese ejemplo de modestia, quizá se sienten todas las mañanas a leer la prensa. En el centro de la sala hay una pajarera historiada en la que conviven pajaritos disecados y vivos, y observamos que los ascensores son de madera labrada, aunque no nos atrevemos a subir en ninguno. Sentado en el sillón, admiro por enésima vez la creatividad con que se visten los negros en los Estados Unidos. Pasa uno con una camisa de flores, una gorra amarilla, unos pantalones de cuero, también bueno, y unos zapatos de color indudable, rojos, pero de diseño indefinible, a medio camino entre el zueco holandés y la babucha marroquí. Es un hombre cosmopolita, sin duda. Luego paseamos por las calles hasta que anochece: vamos desde el arco de piedra que constituye la entrada histórica del lugar (por debajo de la cual seguro que pasaron Juan Ramón y Zenobia) hasta el otro extremo, donde nos espera una estatua de George Merrick, el verdadero creador de Coral Gables. Hijo de Solomon G. Merrick, el pastor congregacionalista que, harto del clima gélido de Massachusetts, se estableció aquí, levantó el primer edificio de piedra coralina —al que llamó Coral Gables— y supo salir adelante gracias a una plantación de naranjas y limones, como si esto fuera Valencia (de hecho, una de las calles se llama Valencia), George decidió crear una auténtica ciudad mediterránea. Lo consiguió en 1925, con gran éxito. Hasta Alfonso XIII, el abuelo del emérito, amante de los fosfatos africanos, los dictadores y la pornografía (Alfonso, digo, no el emérito; este es amante de las comisiones árabes, las cacerías de elefantes y las amantes alemanas, bueno, de cualquier nacionalidad), reconoció su labor hispanófila —simbiótica con su negocio: las casas se vendían a precios elevados— con la concesión de la medalla de la Orden de Isabel la Católica. El éxito, no obstante, no le duró mucho: un terrible huracán devastó la ciudad en 1926 y luego llegó la Gran Depresión, que la hundió en un mar de deudas y despoblación, del que solo emergería tras las Segunda Guerra Mundial, con la llegada primero de los veteranos del ejército y después de los cubanos de posibles que huían de la Cuba de Castro. Merrick no llegó a verlo, porque murió en 1942, con cincuenta y cinco años, siendo jefe de los carteros del condado de Dade y cubierto él también de deudas. Su efigie, en la que aparece muy dinámico, como corresponde a un promotor inmobiliario indomable (aunque finalmente domado por las adversidades), con corbata y un papel enrollado en la mano, tiene una particularidad: vista de lado, el papel enrollado parece otra cosa. George Merrick se diría entonces un hombre encantado por su obra, es más, excitado por ella.

1 comentario:

  1. Intentaré hacerme con Romances de Coral Gables y Espacio, aunque no sea fácil. Desearte una Feliz Nochebuena, dentro de lo que cabe, se algo de tu situación. Yo la paso con mi hermano y mi madre. Un abrazo.

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