Un amigo en cuyo criterio literario confío me recomendó una novela de Francisco Ferrer Lerín (Barcelona, 1942), Familias como la mía, publicada por Tusquets en 2011, de la que yo —como de tantas otras en el inabarcable océano de la la literatura— no tenía noticia, aunque sí de su autor, un raro, un novísimo que no se identifica con los novísimos, un poeta que se había pasado media vida (o casi la vida entera) en el Pirineo de Huesca observando y dando de comer a los buitres. Su entusiasmo me indujo a no demorar la lectura. Y en Familias como la mía encontré una novela salvaje, escrita con precisión (a ratos científica) y con delirio (quizá porque Ferrer Lerín participa del mandato del surrealista: hay que ser exacto en la alucinación), de apariencia autobiográfica, que narra las tragicómicas peripecias de un joven que descubre su pasión por los necrófagos alados, que se gana la vida, en la oscurísima España del franquismo, jugando al póker (la portada del libro se ilustra con una foto de una timba de los años sesenta en la que participa, y se reconoce, al propio Ferrer Lerín), y que es reclutado como espía del ejército español. Ese joven es barcelonés, pero demuestra una escandalosa indiferencia por la suerte del idioma catalán, al que en ocasiones parece incluso rechazar, y, en general, por el nacionalismo del que muchos lo han hecho bandera. El protagonista de Familias como la mía demuestra también una saludable tendencia a gozar desinhibidamente con las mujeres (y he tenido que refrenar, al escribir esta frase, la tentación de decir “gozar desinhibidamente de las mujeres”), con las que no establece ningún vínculo sentimental profundo ni duradero, y una más saludable aún propensión a violar todas las fronteras de lo pudoroso y socialmente aceptable, esto es, lo que, desde hace años ya, venimos llamando “lo políticamente correcto”. Se trata, en definitiva, de un joven desencantado e insumiso (aunque llegue a trabajar para el ejército, y no en tareas administrativas), de un burgués culto y descaminado (aunque no descamisado: es de buena familia; descamisado solo se queda cuando lo despluman a los naipes), que transita por caminos anómalos y que en todos ellos se ve envuelto en peleas y tribulaciones, en sombras y hasta asesinatos. Y lo hace con una prosa en la que convive lo más estricto y vigoroso, como este pasaje, en el que el protagonista está penetrando analmente a su compañera (no lo hace vaginalmente porque el sexo de ella es demasiado grande para el suyo, y, por esta convencional vía, el placer de ambos escasea):
“Existe un dolor cósmico, y no está registrado. Nadie aquilata el sufrimiento no solo de los insectos que aplastas al andar, sino, por ejemplo, de los que son devorados vivos sepultados en un embudo de arena por la tenebrosa larva de la hormiga león, o empaquetados, congestionados, asfixiados en su red por la tenaz araña...”. Tuvo un acceso de tos, muy fuerte, noté cómo se contraía su ano, su recto, y, en plena eyaculación, enorme, agónica, apreté de tal modo su torso tísico que oí crujir las vértebras, aflojé asustado el abrazo y, ante la carencia de unos pechos que apretar, cogí su cabeza y le mordí con fuerza en la nuca mientras los aromas de su cabello me hacían enloquecer aún más todavía. Creí morir. (Y ella también, aunque por distinto motivo).
con otros lugares en los que encontramos anacolutos, incontables gerundios (muchos de ellos, repugnantes, de posterioridad) y, quizá lo más irritante, una puntuación no solo minusválida, sino caótica, que hace añorar un exhaustivo trabajo de edición que esta novela no ha conocido (o que el autor no ha querido que conociera; me consta su carácter atrabiliario). Ferrer Lerín desconoce absolutamente el uso (y yo creo que hasta la existencia) del punto y coma; pone comas donde no van (entre sujeto y verbo o entre verbo y objeto directo: casos claros de comas criminales) y no las pone donde van (entre oraciones yuxtapuestas, ante las conjunciones adversativas, o entre aposiciones, ablativos absolutos o vocativos); y emplea siempre los adjetivos demostrativos de proximidad (ese, este) cuando, por hablar en pasado o referirse a cosas o situaciones remotas, debería utilizar los de lejanía (aquel). Ferrer Lerín escribe esto y se queda tan ancho:
Realmente a mí, la medicina, no me interesaba en absoluto, sólo por esa posición acomodaticia que ya entonces, con dieciocho años, me caracterizaba, acepté matricularme [...] la historia era compleja -perseguida por un primo hermano que a la vez que se ofrecía para conseguirle actuaciones en las fiestas de no sé qué montón de aldeas quería beneficiársela huye a Madrid donde se instala con una tía soltera que arregla trajes apareciendo ésta muerta al segundo día luego se viene a Barcelona y se pone a servir en casa de un comisario cuyo hermano logra que le hagan una prueba, etcétera- pero lo que yo querría a estas alturas, tras las disecciones, las discusiones y el alcohol, era correrme (sic).
Estructuralmente, la novela entrelaza con pertinencia y agilidad las diferentes tramas que la componen, y funciona bien hasta la segunda parte, compuesta por una serie de capítulos referidos específicamente a varios de los personajes mencionados o sucesos ocurridos en el libro. En esa parte final, sin embargo, uno acaba por no saber no ya solo lo que está pasando, sino ni siquiera de qué nos habla el autor. Y sospecha que el autor tampoco.
La A es un médico que pide cosas y te regala un palito. Suena a eco, a caverna de jadeos adolescentes que pierden entusiasmo hasta doler como un o. La a siempre exagera. Es el sonido cazurro. Tiene la forma del dibujo con que asesina el folio un niño con lapiceros. La a tiene pausa. Es la paradinha del sonido que señala hacia dónde va la pelota del idioma. La A es un tirón de sábanas. Recuerda un poco a la jota, a la hache aspirada y al granaíno de La Vega que no quiso enterarse del siglo XX. La A es la casa con chimenea que siempre tenía un sol y una nube. Es un dolor de garganta, algo que quema y duele. Hay Aes de agua caliente y de sed saciada. La a es la cadenilla de la puerta y algo que no entendemos. Es la onomatopeya del suicida y el salto al barranco del verano. La A es un aviso, el comienzo de los diccionarios y el feminismo...
García Lorca se lamentaba de que un zapato solo pudiera ser un zapato, o un tenedor, un tenedor. Al granaíno le gustaría que un zapato fuera también una jirafa, o un tenedor, una estrella. Con sus versos obró ese milagro. Jonás también lo hace. Investido de la doble condición de bibliotecario y poeta —una combinación rara, pero no imposible—, consigue que una letra, que cada letra, sea todas las cosas imaginables.
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