domingo, 1 de enero de 2023

Reflexiones de Año Nuevo

Lo más cerca que estoy siempre de sentirme el último hombre sobre la Tierra, como en las películas protagonizadas por Vincent Price, Charlton Heston y Will Smith, es el 1 de enero de cada año. En plena mañana, soleada, como hoy, no pasa un coche por la calle, no se oye el menor ruido de los vecinos, no se mueve una hoja. Hasta yo mismo dudo de existir. Una paz densa, como un manto hecho de cielo y silencio y quietud, se abate sobre las cosas. Y me gusta, aunque me desconcierta. 

He oído ya varias veces una expresión preocupante en los medios de comunicación. Y cuando algo se ha infiltrado —y se repite— en los medios de comunicación, tate: quiere decir que acabará imponiéndose a todos, si no lo ha hecho ya. Y no me refiero a una expresión anómala por su contenido, por las ideas que transmite, sino por su forma, un nuevo ejemplo de contaminación —en el peor sentido de la palabra: los amantes también se contaminan cuando se unen; los que escribimos contaminamos a quienes nos leen— del castellano por parte del omnipotente inglés. No hace falta ser francés para constatarlo. Lo que he oído es esto: "Los espectadores esperan por la conclusión del partido"; o esto: "El Gobierno espera por la reacción de la oposición". "Esperar por": un calco del wait for anglosajón. ¿Qué pinta ese "por" ahí? ¿Por qué enrevesamos el verbo y alargamos la frase con una preposición innecesaria? Si este desdichado "esperar por" se consolida, seguirá el camino de tantas otras adiciones superfluas o transformaciones que confunden, como el "ordenar" que ahora se utiliza para pedir una de calamares, o cualquier otra cosa, trasponiendo el order del inglés. Que alguien haga algo, por favor. 

El Mundial de fútbol acabó hace unas cuantas semanas y, la verdad, que se celebrara no me importó ni poco ni mucho. El fútbol, por el que nunca he sentido más que un interés moderado, dejó de atraerme hace años, aunque magnos eventos como el Mundial todavía despiertan en mí algunas preguntas. Como esta, por ejemplo: ¿hay argentinos a los que él fútbol les dé igual? ¿Algún argentino cambia de canal cuando televisan un partido de la selección o, mejor, se va a dar un paseo o a leer un libro? Y el colmo de la perfidia: ¿hay alguno que desee que su selección pierda? (También me intriga si hay algún saudí ateo).

También parece haberse acabado el increíble pifostio de la renovación del Tribunal Constitucional en España. Aunque este conflicto ha tenido una cosa buena: ha debajo claro que las instituciones son, antes que instituciones, campos de batalla partidistas; que lo que se ventila en los aparatos del Estado no es la defensa del bien común, sino las relaciones de poder; que la realidad insoslayable de los intereses humanos constituye y prevalece sobre su diseño normativo; que en Derecho todo —todo— es interpretable y todo puede subordinarse a las conveniencias personales o sectarias. Pero no ha sido esto, con ser importante, lo que más me ha llamado la atención de la prolongada disputa. El gobierno y la izquierda han criticado ferozmente (y la derecha, aplaudido con no menor ferocidad) la decisión del Tribunal de impedir la votación en el Senado de la norma que modificaba la manera de elegir a sus miembros, alegando que suponía una injerencia del poder judicial que cercenaba la capacidad legislativa, es decir, la propia esencia de las Cortes como depositarias de la soberanía nacional. Y tenían razón: que los jueces prohíban una iniciativa legislativa es una injerencia intolerable en la capacidad del Parlamento para ser lo que es: el lugar donde el pueblo español decide cómo regular su vida en común. Sin embargo, si se ha llegado a ese fallo, es porque podía llegarse. Quiero decir: la ley, tal como está redactada hoy, permite que se impugne la iniciativa de las Cortes y que los jueces resuelvan que no puede tramitarse. Lo que hay que hacer para que algo tan obscenamente antidemocrático no vuelva a darse no es criticar a la oposición por haber recurrido la norma, ni a los jueces (cuya mayoría conservadora ha impuesto su conservadurismo frente a la razón jurídica y la ética democrática) por haber sentenciado lo que han sentenciado, sino modificar la ley para que algo no sea posible. El Derecho no es más que lenguaje, y el lenguaje todo lo puede, aunque muchas veces creamos que no.

Y, hablando de lenguaje, en la última traducción que he publicado, de Voy a salir volando por la ventana. Antología poética, del estadounidense Harold Norse (de la que he dado cuenta en este blog: https://eduardomoga1.blogspot.com/2022/12/voy-salir-volando-por-la-ventana-de.html), he comprobado, por enésima vez, que los esfuerzos del traductor, por ímprobos que sean, resultan siempre insuficientes frente a la vastedad de sus limitaciones; en este caso, de las mías. En algún otro sitio he escrito que traducir es como cruzar un campo de minas: en cualquier momento, con cualquier paso, puede explotar una. Y así ha vuelto a suceder. Para más recochineo, suele pasarme que descubro esos errores —o las inevitables erratas— cuando, lleno de ilusión, hojeo el libro, ya publicado, que acaba de llegarme a casa. Entonces, como atraído por un azar inexplicable —todo azar lo es—, entre la multitud de palabras que contiene el volumen, el ojo repara en esa, esa única y particular, que contiene la equivocación. Y prorrumpo en un amargo lamento (muy diferente del de Pedro Salinas) o un alarido desesperado. En la antología de Norse, escribe el norteamericano: I have drunk from the castilian fountain / that the latin poets called / the source of inspiration. Y yo he traducido: "he bebido en la fuente castellana / que los poetas latinos llamaban / la fuente de la inspiración" y, al margen de otras consideraciones preocupantes (¿por qué traduje "he bebido en la fuente" y no algo más preciso y poético como "he bebido de la fuente"?; o ¿por qué no he buscado un sinónimo para "fuente", dado que Norse utilizaba dos términos distintos para ella: fountain y source?), me golpea los ojos ese "fuente castellana" que no acierto a entender cómo no vi que era la célebre "fuente Castalia" de la que esos "poetas romanos" que Norse cita (en un poema datado en Delfos, y que habla de Delfos y el Olimpo, nada menos) bebían en busca de inspiración. En mi descargo debo decir que Norse también se equivoca: escribe castilian y no castalian, como debería, pero eso no es excusa: el traductor ha de sobreponerse a los errores del autor y las erratas del original, y yo debería haber reconocido un referente que, por muchos motivos, me es familiar. Además, si realmente Norse hubiese querido decir "castellana", habría escrito la palabra en mayúscula, como hay que hacer con los gentilicios en inglés: Castilian. Ahora veo esa "fuente castellana" y me siento idiota. Ojalá los ojos de los lectores no reparen en ella. El libro contiene miles de palabras...

Ya queda menos para que haya pasado la Navidad. Solo el día de Reyes. Yo ya les he dado los regalos de Navidad a mis hijos, así que el seis de enero es solo una fecha simbólica, sin trascendencia material, aunque sí fatalmente gastronómica: todavía me espera un tiberio en casa de unos familiares. Cumplido ese último hito, quedaré liberado de este perturbador y paradójicamente fósil torbellino social. Hasta el año que viene. Me quedan 351 días de No Navidad. Y pienso celebrarlo. 

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