miércoles, 24 de mayo de 2023

Una administración pública enemiga

Hace unos días, leí un artículo en La Vanguardia que daba cuenta de que varios defensores del pueblo autonómicos, y también el nacional, habían emitido informes en los que se denunciaba el trato lamentable que las administraciones públicas dispensaban desde el fin de la pandemia a los ciudadanos. Uno de estos informes, el del Síndic de Greuges valenciano, resumía acertadamente el problema, calificando a la administración pública de “tierra hostil para el ciudadano”. Sin embargo, podría decirse más: la administración no solo es hostil: es enemiga. A la entrada de cualquier oficina pública (y al inicio de su página web) podría hoy grabarse lo que escribían los cartógrafos medievales en sus mapas más allá de las tierras y mares conocidos: hic sunt dracones, ‘aquí hay dragones’: los monstruos acechaban en los piélagos inexplorados. En realidad, esta hostilidad o enemiga de la administración pública no es ninguna novedad en España. Sin ir más lejos, baste recordar que nuestro país es uno de los pocos, si no el único, en el que el maltrato de la administración al ciudadano tiene carta de naturaleza en el idioma: “Vuelva usted mañana” es algo que todos utilizamos, a modo de refrán o adagio, para denunciar la compañía ineficiente y maléfica de los poderes públicos, pero con la que, resignadamente, no nos ha quedado siempre más remedio que convivir. Larra, el pobrecito hablador, utilizó el penoso mantra del “vuelva usted mañana”, en fecha tan temprana como 1833, para denunciar la pereza nacional, que aquejaba a genealogistas, traductores, escribientes, sastres, zapateros, planchadoras, sombrereros y, finalmente, a todos los que participaban en la tramitación de un expediente, con una “propuesta de mejoras” de un ramo del comercio, que no arranca, luego lo hace con lentitud, pasa a informe, vuelve de informe, va, viene, se extravía, reaparece en el lugar inadecuado, vuelve a empezar, vuelve a retrasarse, y, por fin, “después de cerca de medio año de subir y bajar, y estar a la firma o al informe, o a la aprobación o al despacho, o debajo de la mesa, y de volver siempre mañana”, es denegado. Esa ha sido siempre nuestra administración pública, y la pervivencia y continuidad de esos modos perversos revela un defecto congénito, una torcedura raigal en nuestra concepción de las relaciones entre los poderes públicos y la gente que los legitima y sufraga. Curiosamente, hoy los seis meses que tarda en tramitarse el expediente de monsieur Sans-délai (‘señor Sin-retraso’) en el artículo de Larra nos parecen pocos. Cualquier trámite en la administración tarda más que eso, y algunos solo se resuelven al cabo de años (para ser también, en muchísimos casos, denegados). Pondré un ejemplo personal: una reclamación por responsabilidad patrimonial de la administración, que presenté en junio de 2021 por los daños que sufriera mi madre a causa de una caída en el hospital público en el que estuvo ingresada, aún sigue instruyéndose: ahora está pendiente del informe médico del ICAM, tras el cual, cuando milagrosamente se produzca, todavía faltarán varios trámites para culminar el expediente y llegar —que Dios nos asista— a una resolución favorable. Ah, la administración pública española, cuántas alegrías nos dado siempre. ¿Quién no recuerda aquellas maravillosas colas en las oficinas del D. N. I. para renovar el carnet de identidad o el pasaporte? Para los que tuvimos el placer y el privilegio de conocer la administración pública franquista, la contemplación de los rostros de aquellos funcionarios, sumidos en la atmósfera tenebrosa de aquellas espeluncas infames, era un motivo, a la vez, de pesadumbre y júbilo: pesadumbre por semejante visión viscosa y deprimente, y por el trato que los empleados nos reservaban, investidos de su mezquina autoridad, con el que se vengaban de su desdichada situación; y júbilo por no estar en su lugar: nosotros nos íbamos (después de muchas horas y gestiones, claro; y eso si no teníamos que volver, faltos de algún documento o alguna póliza), pero ellos se quedaban, con el sueldo garantizado, pero con el alma podrida. Aquello sí que era una administración hostil, por más que en las facultades de Derecho y los temarios de las oposiciones se aleccionara para que el procedimiento no había de ser una trinchera, ni el expediente, un parapeto. El Régimen era hostil. Todo el país lo era. Recuerdo que un funcionario del Instituto Nacional de Estadística en Barcelona me dijo, cuando fui a inscribir a mi mujer, que era de Madrid: “Tiran más dos tetas que dos carretas”. Lo juro. Me lo dijo. Lo más singular de la actual situación de hostilidad o enemiga para con el ciudadano es que se produzca en una sociedad formalmente democrática y, sobre todo, que se haya exacerbado con el advenimiento del mundo digital. La tecnología informática ha sustituido hoy, en gran medida, a los mostradores grises y los funcionarios malcarados, y eso se ha convertido en una trinchera y un parapeto aún más inexpugnables que los que determinaban los modos antiguos. Paradójica, contradictoriamente, porque la informática tiene una enorme capacidad para simplificar las cosas. Sin embargo, hoy las hace más difíciles. Por una parte, deshumaniza la relación con los ciudadanos. Cada día es más difícil exponer el problema de uno a una persona. Uno quiere tratar con seres humanos, no con robots, cuya empatía, cuya flexibilidad y cuya comprensión de las circunstancias singulares de cada cual, que a menudo son determinantes para la resolución justa del caso, es nula. La informática es la nueva trinchera, el nuevo parapeto de los gestores públicos. Pero ahora ya no se limita a ser kafkiana, como siempre ha sido la burocracia (un mal infinito, que nadie ha sabido atajar), sino que se ha vuelto dantesca. Cada organismo público tiene sus aplicaciones, con reglas de funcionamiento y características diferentes, que exigen un aprendizaje específico al ciudadano; un ciudadano que, recordemos, no tiene obligación de saber informática para ejercer sus derechos. No hay un plan de centralización digital, o, al menos, no lo hay lo suficientemente ambicioso. Ni de simplificación de su uso por parte de los ciudadanos (y los propios funcionarios). Algo tan desgraciadamente extendido —y obligatorio, además— como morirse no genera un único caudal de información. Cuando alguien fallece, se abre un lúgubre abanico de gestiones, una multitud enmarañada de sendas por las que hay que abrirse paso, sumando un estrés burocrático indecible al a menudo indecible dolor que se siente por la pérdida del padre, la madre, el hijo o la hija. ¿No sería mejor que, al fallecimiento de una persona, la autoridad que certifica esa muerte apretara un botón que la comunicara a todos aquellos que deban conocerla: el Registro Civil, la Seguridad Social, Hacienda, el padrón municipal y cualquier otra entidad que registre los derechos y obligaciones que genera la vida civil, para que estos hicieran lo que tuviesen que hacer, en lugar de que sean los deudos quienes hayan de embarcarse en un barullo de procedimientos, comunicaciones y papeleos que solo sirven para consumir sus horas y aumentar su dolor? Todo se hace un calvario: para conseguir el certificado digital —ese que debería permitirnos hablar de tú a tú con las administraciones, como cacarea el Gobierno— pasé las de Caín; y lograr que la Seguridad Social le informe a uno sobre cualquier asunto, y en particular sobre la jubilación —esa etapa de la vida en la que, como los entrañables cesantes de Galdós, uno aspira a “apoyar la cabeza en la almohada del presupuesto”—, se ha convertido en una misión imposible, pese al estrépito y la teatral actitud de dignidad ofendida con que lo ha negado el ministro del ramo, un tal Escrivá. Expondré de nuevo mi caso: tras múltiples intentos de conseguir cita (a la que no hace falta adjetivar de “previa”: si es cita, es previa; recuerdo a las venerables secretarias de antaño, de médicos o notarios, que, cuando llegabas al despacho, te preguntaban escuetamente: “¿Tiene Ud. cita?”) por Internet y por teléfono, todos saldados con un lacónico mensaje en el que se me comunica que no hay horas disponibles para concertar la cita y que “el trámite no ha podido realizarse”, sin darme ninguna alternativa para realizarlo, logré abrir una brecha en la página web de la SS una noche, a las cuatro y media de la madrugada, y reservar hora, dentro de varias semanas, en una oficina... ¡de Lérida! (las alternativas eran Puigcerdà, Valls y alguna otra lejana población que no recuerdo). Ahora ya solo me falta gastar un día entero y recorrer 320 km —160 por trayecto— para que un funcionario me informe sobre mis derechos como ciudadano que quiere jubilarse. Y ya le he puesto una vela a san Apapucio para que el que me toque sea cumplidor y responsable. Porque, si me cae en suerte uno a la antigua usanza, que me despache con cajas destempladas, volveré a la casilla de salida con la ignorancia intacta, la indignación crecida y un depósito de gasolina menos.

1 comentario:

  1. Desgraciadamente, Eduardo, es así. Nos sentimos impotentes ante estos hechos. Por desgracia, tengo mucha experiencia en estos desatinos de la administración. Solo nos queda seguir luchando hasta que el cuerpo aguante.
    Suerte.
    Besos.

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