domingo, 25 de junio de 2023

La ignorancia y el mundo

ENCUENTRO

III

No sé qué es. No puedo decirte qué es. No tengo una idea clara; es como las palabras, ya no está claro qué son.

Dentro del mundo. Una vez perdida en la hierba y siempre reptando feliz. Un segundo perdida la conexión con el mal y siempre el pensamiento en algún breve segundo venidero.

Tú interésate por los árboles. Se despliegan, se repliegan, se cierran, se quedan entreabiertos. Tienen una vida de árbol, por término medio más larga. Los árboles también son bellos.

Tú interésate por el mar y el cielo y la tierra. Lo que fluye, lo que eleva, lo que soporta. Lo que vive más tiempo y todo lo que se mueve con en sobre ello; ya no está claro qué es.

Pero está dentro del mundo. Nos hemos levantado en algún lugar y empezamos con pasos. Nos apretamos contra un árbol para recordar la hierba. Nos arrimamos el uno al otro para recordar el árbol. Paso a paso avanzamos, intentamos recordar el cuerpo, nos arrimamos al viento y al espacio e intentamos ver qué es.

Pero ya no está claro. Estamos dentro del mundo. Hierba, árbol, cuerpo. mar, cielo, tierra —tú interésate por eso. No ha sucedido nada. Pero hay un silencio. Hay una mentira. No puedo decirte qué es.

Amablemente se cuela el tiempo. Las calles florecen. Las casas ondean como palmeras. Las gaviotas giran en torno a la sagrada asta de la bandera. Todo está en una violenta explosión como los vestidos floridos en barcos turísticos. No tengo una idea clara. Pero con valentía decimos buenos días y adiós o depositamos las coronas.

Querido —pues esta es la palabra— hay una mentira. Hay una puerta cerrada. La veo. Es gris. Tiene una manita negra con la que decir buenos días y adiós. Tiene una manita negra y rígida que está totalmente quieta. Esa puerta no es una mentira. Estoy mirándola fijamente. Y no es una mentira. No puedo decirte qué es.

INGER CHRISTENSEN
(Traducción de Daniel Sancosmed Masiá)

El poema parte de una ignorancia, que es de donde suele partir todo: «No sé qué es», empieza Christensen, «no puedo decirte qué es. No tengo una idea clara». Y acaba con esa misma ignorancia: «No puedo decirte qué es». La ignorancia redondea el poema: le da estructura, pero asimismo piel. La poesía admite la ignorancia, más aún, la reclama: su forma de despejarla es decirla. Tampoco sabemos de qué habla Christensen. «No sé qué es», dice; pero ¿el qué? «No tengo una idea clara», continúa; pero ¿de qué? La ignorancia hilvana el poema: «ya no está claro qué es», concluye el cuarto párrafo —o bloque rítmico—; «pero ya no está claro», comienza el sexto, que se cierra así: «No puedo decirte qué es»; y en el séptimo, la poeta repite lo que ha dicho al principio: «No tengo una idea clara». La ignorancia que refleja el poema es doble: la poeta desconoce la sustancia o entidad de eso de lo que habla, y nosotros no sabemos de qué habla. Frente a esta oscuridad, que en un poema no es sino otra forma de transparencia, se afirma la certeza del mundo, que nos envuelve, asimismo como otra piel. 

«Dentro del mundo», comienza el segundo párrafo. Así, en un lugar, sobrelleva la poeta su ignorancia. Está perdida, pero también feliz; se ha roto el vínculo con el mal (pisa el suelo, se mueve, es) y el pensamiento se proyecta en el futuro: acepta el tiempo; lo subsume en la conciencia. Un elemento singulariza este mundo que de repente eclosiona en el poema: la hierba, por la que se desliza el yo que nos habla. La hierba, sinécdoque de la realidad. Importa también el adverbio empleado, «dentro»: no en el mundo, sino dentro de él; no en la superficie, sino en las entrañas; no observándolo como un centinela, sino viviéndolo como el gusano en la manzana, como el corazón en el cuerpo. 

En el tercer párrafo, la poeta desciende a la somera descripción de ese mundo que nos rodea y nos justifica. Y lo hace por medio del apóstrofe: se dirige al tú que lee el poema con el mismo desconcierto con el que ella lo escribe. Debe interesarse por los árboles. Antes reptaba por la hierba. Ahora levanta la mirada —y sugiere que nosotros levantemos la nuestra— y ve árboles. El mundo aparece, de pronto, coagulado en sus manifestaciones vegetales, botánico, existente. Los árboles se abren y se cierran, como mariposas. Y una matemática como Christensen no deja de señalar que su vida es «por término medio más larga»: la precisión del dato frente a la imprecisión de la ignorancia.

El cuarto párrafo se apoya en la anáfora: «Tú interésate por…». Y de los árboles —otra sinécdoque— salta al mar, el cielo y la tierra: a la plenitud del orbe, a la totalidad de lo visible. Otra vez la movilidad, ahora agrandada. Si los árboles conocían una turbulencia tranquila —se desplegaban y se replegaban—, el mar, el cielo y la tierra fluyen y cimientan, son aéreos y sólidos: su desorden es omnímodo, y Christensen lo describe con una acumulación polisindética de preposiciones: «todo lo que se mueve con en sobre ello». También esto, como los árboles, «vive más tiempo». 

La identificación con el mundo, y no solo su contemplación, se produce en el quinto párrafo. Y esa identificación significa acercamiento y fusión: con la naturaleza y con los otros. Seguimos sin saber qué es nada, ni dónde estamos, ni de qué se habla —«nos hemos levantado en algún lugar…», escribe Christensen, que ignora dónde—, pero el acceso al mundo es imperativo y se describe con una gradación: «Nos apretamos contra un árbol para recordar la hierba. Nos arrimamos el uno al otro para recordar el árbol. Paso a paso (…) intentamos recordar el cuerpo». La poeta pasa del ser vegetal al ser humano (si creemos que el «uno» y el «otro» designan a seres humanos) y cada nuevo peldaño en la escala ontológica le sirve para reivindicar el anterior: para sumar el anterior a ese todo, colmado de ignorancia, en el que vivimos. Porque, pese al impulso por abrazar la certidumbre del mundo, seguimos sin saber qué es: «Nos arrimamos al viento y al espacio e intentamos ver qué es». Respiramos para averiguar, para conocer. Avanzamos con la razón nublada, o vacía, pero empujados por un desvelamiento, cifrado en las cosas, en los fenómenos de la naturaleza, que nos urge. 

Tras ese avance, tras el descubrimiento de que hay una certitud, aún informulada, hacia la que dirigirse, en el sexto párrafo se contrapone lo que está, dentro del mundo, con nosotros —hierba, árbol, cuerpo, mar, cielo, tierra—, por lo que Christensen vuelve a apostrofarnos para que nos interesemos (las repeticiones cuajan el poema; son el sostén de su recto desvarío), y lo que nos impide saber qué son, o qué somos nosotros. Pese a todos los avances, pese a todos los recuerdos, «no ha sucedido nada». Y hay un silencio y una mentira, formas, otra vez, de la ignorancia, que no deja de afirmarse frente a la solidez de lo palpitante y lo tangible. Pero el tiempo no desaparece. El tiempo existe y sostiene la vida. 

En el séptimo párrafo, Christensen ilustra su presencia con una sucesión de imágenes que, de nuevo, identifican el ser del hombre con el ser de la naturaleza: «Las calles florecen. Las casas ondean como palmeras. Las gaviotas giran en torno a (…) la bandera». Hasta los vestidos de los turistas están llenos de flores, y esa multitud de formas y colores deviene metáfora de la explosión vital, de la germinación tumultuosa de una realidad tan palpitante como incomprensible. El yo poético, en el centro deslumbrado de esa eclosión, sigue insipiente —«no tengo una idea clara»—, pero no rehúye el papel que se le ha asignado: asume su condición de actor en el escenario de los infinitos hechos, y acepta la vida y la muerte: dice buenos días y adiós o deposita coronas; fúnebres, suponemos, no regias. 

El octavo y último párrafo concluye el debate existencial que documenta este poema, entre el desvalimiento del hombre y su afán por persistir en el mundo, con una antítesis coherente con dicha oposición, que la sublima en síntesis iluminadora: hay una mentira —como ya se ha dicho antes: Christensen recose el poema de recurrencias— y hay una puerta cerrada y gris. Quizá es la puerta de la muerte. O la de la vida plena, la de la vida que acepta la fragilidad y la incertidumbre, la vida perecedera y no obstante bienaventurada, acaso simbolizada por esa «manita con la que decir buenos días y adiós», como antes decíamos del estallido de sucesos en que nos sumerge el tiempo. La poeta sabe que «esa puerta no es una mentira»; dos veces nos lo dice. Hay una mentira, pero no es esa. Esa puerta es verdad, aunque Christensen, y nosotros con ella, seamos incapaces de entender a dónde conduce, quién la ha instalado ahí, a qué casa pertenece. Esa puerta es el símbolo de un tránsito en el que estamos desde que nacemos hasta que morimos, pero cuya naturaleza desconocemos, porque nosotros somos desconocimiento, porque no sabemos, porque nos recorre la nada.

[Este artículo se publicó en Ànima Cos. Album Versàlia núm. 2, Sabadell, Papers de Versàlia, 2022, pp. 159-163]

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