domingo, 15 de octubre de 2023

La exposición expandida de Antonio López

Acudo hoy a visitar la exposición expandida de Antonio López que la Fundació Catalunya La Pedrera ha organizado en la casa Milà, es decir, La Pedrera. Lo hago con dos buenos amigos, Moisés y Juan Carlos, que han accedido hace poco a la envidiable condición de jubilados y cuyas cabezas reposan ya, como decía Galdós de sus cesantes más afortunados, en la almohada del presupuesto. Nos reconocemos a las puertas de La Pedrera entre las masas de turistas ávidos de conocer los entresijos gaudinianos del edificio y, probablemente, de culminar la aventura con una copa de cava en la tortuosa terraza. En la exposición, que tiene un desarrollo circular, nos recibe una gran vitrina con cabezas de niños, impresionante pero algo tétrica. El impacto que produce anuncia el que sentiré al descubrir que Antonio López no es solo el pintor hiperrealista que fotografía interminablemente con sus pinceles las calles y los arrabales de Madrid, y del que nos hablan sin excepción las televisiones y los medios de comunicación, sino un artista complejo que empezó su carrera influido por el simbolismo y el surrealismo —quién lo diría— y que ha transitado después, y aún transita, por un mundo diverso y lleno de matices. En realidad, la sorpresa que me llevo no se debe más que a mi ignorancia: simplemente, no sabía que Antonio López —como todos los buenos pintores—atesoraba tantas inquietudes y practicaba tantas disciplinas, y tan bien. De entrada, es escultor. Y nunca mejor dicho, porque a la entrada nos reciben, además del inquietante despliegue de niños decapitados, varias figuras humanas, de tamaño natural y aspecto vagamente nilótico, esto es, desnudas, algo hieráticas, inexpresivas, o mejor, que confían su expresividad a la disposición equilibrada y natural del cuerpo. Pronto advierto que algunos temas y perspectivas se repiten en la obra del pintor de Tomelloso: el mundo de la casa y la familia, con sus figuras femeninas; o el de los niños, del que encontramos una espléndida muestra en Niño con tirador, de 1953, en el que se ve a uno en un tejado, con un tirachinas en la mano, y a otra persona en el suelo, dormida o quizá abatida por el arma infantil. La pintura de Antonio López es, en gran medida, biográfica. En ella abundan los interiores de las casas en las que ha vivido (o de los talleres en los que ha trabajado) y los retratos de mujeres, sobre todo de las mujeres de su familia. La arquitectura —imágenes secas, silenciosas, que aúnan la simplicidad y el volumen— se funde con el cuerpo, siempre limpio y sinuoso, que se presenta como otra forma de arquitectura. Encontramos retratos de novios (perceptiblemente simbolista, de 1955), de Carmencita jugando, del altorrelieve de una mujer durmiendo (austera como una lápida grecorromana, pero a cuya protagonista se le ve un pecho, y las zapatillas que usa asoman al pie de la cama). A veces, estos personajes protagonizan escenas domésticas, o bien estas se desarrollan sin presencia humana, en su pura y desolada desnudez: vemos, así, la cena (pintada entre 1971 y 1980), una nevera de hielo, un conejo desollado acurrucado en un plato, y habitaciones, muchas habitaciones: cocinas, cuartos de baño (bastante destartalados; en una serie de tres piezas dedicados a uno de ellos, se autorretrata el propio Antonio López, en camiseta de tirantes, lavándose los dientes y sentado en la taza), puertas, ventanas. No obstante su carácter personal e íntimo, o quizá por ello, todas estas imágenes lucen un extraño laconismo, una cálida gelidez hopperiana. Antonio López no es un pintor de la naturaleza, a menos que también se considere a la ciudad parte de la naturaleza, sino un artista de lo interior, aun cuando pinte grandes paisajes urbanos: estos también los describe con la austeridad del que explora las cosas inmediatas, las que más cerca están de la percepción. Por eso, quizá, los elementos de la naturaleza a los que presta más atención sean las plantas y las flores. Una serie de dibujos está dedicada a los membrillos (y una calabaza), que son los protagonistas de la película El sol del membrillo, de Víctor Erice. En otra serie, Antonio López pinta el proceso de putrefacción de unas flores: desde el esplendor de su frescura, en un jarrón, hasta su marchitarse y derramarse, muertas, por los bordes de ese mismo jarrón. (La degradación y la muerte también están presentes en Perro muerto, de 1963, matérico, sombrío y social). La media docena de pequeños óleos en el que se sustancia esta transformación revela una de las obsesiones de Antonio López: captar el tiempo; pintarlo. A ella responden también esos cuadros —los más conocidos de su producción por el público, como Gran Vía, 1 de agosto, 7.30— que pinta cada día a la misma hora (indicada, muchas veces, en el título de la obra), para que la luz responda a un momento concreto del día y lo arrastre hasta el lienzo: lo afinque en él. Antonio López lucha contra el tiempo con sus pinceles, pero no los utiliza a modo de látigo, sino como instrumentos de domesticación: obliga al tiempo a posar ante su caballete y se alía con él. Y ahí quedan los minutos, los días y los años, detenidos, milagrosamente, en los fulgores quedos de las calles, en los espacios amarillos y vacíos de los suburbios donde el campo se besa con la ciudad, en las grisuras diseminadas por las cornisas y las cúpulas, en la palpitante rectitud de los rascacielos y el solitario tumulto de las colmenas urbanas. Pero Antonio López siempre vuelve al cuerpo, a esa arquitectura próxima de músculos, huesos, piel y miradas. Y no esconde nada de él. En China y Japón. Yannan y Tamio, por ejemplo, desmiente que los orientales la tengan pequeña. En Adrián y Miriam, pintado entre 2014 y 2015, Adrián aparece erecto y Miriam, vestida solo con un reloj de pulsera. (En uno de los dos dibujos de que se compone la pieza, el pene de Adrián parece inacabado, pero se reconoce bien). Algo más allá, la figura en bronce de un hombre desnudo y acostado, labrada con todo detalle, parece que vaya a levantarse y andar. De hecho, esa sensación dan, sin excepción, sus esculturas, siempre en el límite del movimiento, es decir, en el límite del tiempo. En general, Antonio López pinta —como hacían Picasso y Dalí, entre tantos— pubis velludos y penes robustos, y su protagonismo visual es indudable. Cerca ya del final de la exposición, se muestra un cuadro todavía en proceso —es decir, que Antonio López aún está pintando— de Barcelona vista desde la montaña de Montjuïc, cuyo inicio está fechado en 2021, otra muestra de la simbiosis que el autor procura siempre entre su obra y el tiempo —ese hacedor, ese asesino— y otra prueba de algo fundamental, por lo que Antonio López debe ser reconocido siempre: su entrega al oficio, al hacer entregado y minucioso, su respeto por la técnica. En un tiempo en el que todo el mundo se cree artista por el solo hecho de poseer, como cualquier humano, el lenguaje o manos para sostener el pincel, una cámara o una batuta, el esfuerzo inteligente, la dedicación, la paciencia, la noble artesanía de Antonio López nos reconcilia con la creación y el arte. Y otra cosa me gusta mucho de él: su discurso claro, sin misticismos ni abstracciones, en el que se muestra comprensivo con todo y razonable con todo, pero defiende afablemente sus opciones: las de una pintura paradójicamente austera y acogedora, exacta pero cuya exactitud no la vuelve fría. Así se echa de ver en el interesantísimo audiovisual Antonio López que cierra la exposición, donde aparece ese hombre de ochenta y siete años ya, que mira, habla y se mueve como un mozo (aunque siempre vaya desaliñado), y que razona la forma y el color con la lucidez de quien sabe qué ha hecho y por qué lo ha hecho: “Pintor realista... pintor objetivo, digo yo a veces. La capacidad de observación es lo que alimenta este tipo de pintura. Siempre me ha interesado mucho la pintura que en su representación ha ido más allá de lo objetivo. Yo mismo, a veces, he necesitado recurrir a elementos, digamos, no objetivos. Cada vez menos, porque una vez tomas la decisión de respetar las coas, pase lo que pase y sacrifiques lo que sacrifiques, hay que respetarlas. Pero siempre me genera la nostalgia de lo que se queda fuera de la representación. Pero quizá no se quede fuera. Quiero pensar que no, confío en que todo entre ahí, entre esos otros elementos visibles y cotidianos”, dice el pintor en una de las cartelas que acompañan a sus cuadros en la exposición.  

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