lunes, 7 de octubre de 2024

El Líber y la autoedición

Hacía tiempo que no acudía al Líber de Barcelona: en años recientes, no he recibido invitaciones de carácter profesional. Mi última participación en una feria internacional del libro fue durante mi estancia en Mérida como director de la Editora Regional de Extremadura, aunque entonces fui al Líber de Madrid, en IFEMA. Las ferias internacionales del libro —los encuentros profesionales, en general— siempre me han parecido aburridas: el lector que nunca dejo de ser —y el escritor que tampoco— echa de menos el contacto vivo con el libro y la literatura, no mediatizado por los intereses fabriles y comerciales. Sin embargo, mi presencia de hace unos días en el Líber fue todo menos aburrida. La Asociación Colegial de Escritores me había propuesto moderar una mesa redonda sobre las luces y las sombras de la autoedición en España, y yo había aceptado. Llegué a la Feria de Barcelona con mucha antelación y entretuve el tiempo paseando por los estands. La Feria estaba partida en dos: a un lado, las editorales y asociaciones; al otro, las empresas de impresión y artes gráficas. Como es natural, me concentré en las primeras, que mostraban el producto ya acabado, y entre los puestos reconocí a casi todos los grandes nombres de la edición española, a buena parte de los medianos y también a algunos pequeños. En el puesto de la editorial Almuzara se encontraba su fundador y propietario, Manuel Pimentel, exministro de Aznar, que se ha revelado como un editor audaz. Estaba solo. No lejos vi también a Chus Visor, que charlaba animadamente con una mujer en el pequeño espacio que había contratado. De hecho, Visor fue la única editorial solo o fundamentalmente de poesía con estand propio que vi. Rialp, dueña de la legendaria colección Adonáis de poesía, no enseñaba ni uno solo libro perteneciente a esta colección. En cambio, desplegaba generosamente sus títulos devocionales, como, de hecho, hacían también los muchos puestos de editoriales religiosas. Entre los expositores había numerosas asociaciones de editores regionales: valencianos, asturianos, andaluces, gallegos, castellano-leoneses... A la que no vi fue a Extremadura, que, como siempre, no contaba con ninguna representación en la Feria. Esta era una de las carencias enquistadas de la Editora Regional de Extremadura y de las pocas editoriales privadas de la región: su falta de participación en los principales encuentros editoriales y literarios nacionales. Según pude averiguar cuando trabajaba en Extremadura, participar era demasiado caro y, para hacerlo, se necesitaba una infraestructura organizativa que la Junta no tenía y que, por lo visto, sigue sin tener. Cuando hube recorrido la mitad, digamos, literaria, me di un paseo también por la otra, técnica e industrial. Y aspiré durante un buen rato los vapores fabriles que, pese a la asepsia de la tecnología digital empleada en casi todos los casos, emanaban de unos puestos en los que funcionaban grandes aparatos de impresión, que alumbraban imágenes coloristas y perfectas. Luego me dirigí a la sala de conferencias donde se iba a celebrar el encuentro. Participaban en la mesa tres personas: el editor de una distinguida editorial madrileña, dedicada sobre todo al arte y la historia, con una clara proyección académica; la directora de una escuela de letras también madrileña, que además es novelista; y la editora de una empresa de servicios editoriales donde los autores pagan por que se publiquen los libros que desean dar a conocer, y que es, según dicen, la empresa de estas características más importante de España, es decir, la que más libros pagados por los autores ha publicado. Yo, como ya he dicho, moderaba el debate. Lo que no me imaginaba es que lo que esperaba que fuese un acto plácido se convirtiera en el pandemonio en el que se convirtió, y que sirvió para hacerme consciente de lo olvidado que tenía el papel de moderador, de verdadero moderador, en una discusión pública. Presenté a los participantes y cedí en primer lugar la palabra al editor madrileño, que se expresó con moderación, aunque no dejó de manifestar la importancia que para él tenía el catálogo —la obra, realmente, de las editoriales— para la configuración de un proyecto literario y estético digno de ese nombre, que él no advertía en las empresas de servicios editoriales. Habló luego la directora de la escuela de letras, que no se anduvo con chiquitas y se lanzó desde el principio, como una mihura, contra el trapo rojo de la autoedición, subrayando, entre otras cosas, que como lectora tenía derecho a que los libros autofinanciados se identificasen como tales en las librerías, donde convivían con aquellos que no había sido sufragados por sus autores, para saber exactamente qué tenía entre manos y qué podía esperar de ello. Mientras hablaba, la representante de la empresa de autoedición manifestaba su incomodidad con crecientes muecas de dolor y cada vez más evidentes retorcimientos en la silla. Finalmente, tomó la palabra, y lo hizo para expresar su disgusto por que la hubieran traído a una encerrona, rodeada, como estaba, por tres personas contrarias al negocio que representaba. Hube de señalarle que yo era solo el moderador, que no había dado mi opinión, y que el tema de la mesa eran “luces y sombras de la autoedición”. A continuación, hizo una defensa vehemente de su negocio, apelando a la exquisita corrección que se hacía de los manuscritos financiados, a la distribución de sus libros con una de las grandes distribuidoras del país y hasta a la instauración de un premio literario propio, que reconocía al mejor libro publicado por la empresa cada año. La parte más divertida del asunto llegó cuando se le dio la posibilidad de participar al público, porque el público no era un conjunto ecuánime y desinteresado de personas, sino un grupo calentito en el que predominaban los autores que habían recurrido a la autoedición (algunos, en la empresa representada por esta editora) o que, pertinazmente rechazados por las editoriales, se planteaban recurrir a ella. Un hombre, en particular, se erigió en aguerrido portavoz de los que Umberto Eco llama, en un descacharrante capítulo de El péndulo de Foucault, “AAF”, es decir, autores autofinanciados. En su primera intervención, calificó lo que habían dicho quienes se habían mostrado contrarios a la autoedición de “discursos de odio”. Hay quienes, impregnados del peor espíritu woke y sin luces propias para advertirlo, no conciben que una crítica sea solo una crítica, por acerba que sea: cuanto no se aviene con lo que piensan ellos, es un discurso de odio. También otros asistentes tomaron la palabra para señalar diversas disfunciones de la edición, digamos, tradicional —aunque el editor madrileño se oponía a que se añadiera el adjetivo al nombre: quienes asumen el riesgo de editar libros por su calidad son, sencillamente, editores, no editores tradicionales—, que, a su entender, justificaba la existencia y utilidad de las empresas de autoedición, y uno de ellos, dedicado a este mismo negocio, puntualizó que él no se había sentido atacado por lo que habían dicho los miembros de la mesa, sino que entendía que se refiriesen al funcionamiento deficiente de muchas de estas empresas, que no se preocupaban por ofrecer a sus clientes los servicios con los que los habían cautivado, y por los que habían pagado. La cosa acabó con la intervención conciliadora del presidente de la Asociación Colegial de Escritores, que no criticó la razón de ser de las empresas de autoedición, pero que recordó la necesidad de regular el sector para que nadie, ni autores ni lectores, pueda llamarse a engaño ni verse frustrado en sus legítimas expectativas. Yo, como le dije a la ponente que se había sentido víctima de la encerrona, no di en ningún momento mi opinión, porque no era aquella mi labor, pero, de haberla dado, habría sido para suscribir, punto por punto, lo que habían dicho los ponentes contrarios a la autoedición, que me parece, en síntesis, una vía —muy provechosa para algunos— de satisfacer la infinita vanidad humana. Todo autor se considera un gran autor. Todos los que escribimos creemos que lo que escribimos es muy bueno, inmejorable, genial. Es irremediable: así funciona la psique humana. Pero cuando esa íntima e indestructible convicción se enfrenta al filtro de una lectura experta por parte de alguien con conocimientos, sentido de la literatura y capacidad para valorar lo estético, suele chocar con una realidad que le resulta inaceptable: lo que escribe no es lo bastante bueno; más aún, en la mayoría de los casos, es anodino, flojo o, digámoslo sin tapujos, muy malo. Y es ahí donde, para satisfacer su vanidad —o digámoslo ahora bonito: para cumplir su sueño—, se dirige a quienes le dicen que puede conseguirlo. Pagando un precio, por supuesto. Se llaman editoriales, pero son solo imprentas disfrazadas o, por volver a los eufemismos, agencias de servicios empresariales. Su criterio no es la calidad literaria, ni siquiera el interés comercial que la propuesta pueda tener: su único criterio es el dinero. Si el autor lo tiene y quiere pagarlo, cumplirá su sueño (y verá reconocida su convicción, o eso creerá el autor, de ser un gran literato). La literatura tiene poco, o nada, que ver con esto: aquí estamos frente a una mera transacción comercial. Lo que más me ha sorprendido siempre de la autoedición es que los autores crean que les beneficia. No es así: la autoedición les perjudica, y no solo porque han de hacer un desembolso importante. Les impone el estigma (que casi ninguno de ellos se quitará nunca de encima) de quien no ha superado el juicio ajeno —de quien no ha sido aceptado por sus pares en el proceloso mundo de la literatura— y ha tenido que recurrir al vil peculio para aparentarlo. A ello se suman, a menudo, los engaños, por no decir las estafas, que sufren a manos de esas mismas empresas que los han camelado con un sinnúmero de promesas para que les aflojaran la tarifa estipulada: no hacen las tiradas prometidas, sino mucho menores; no distribuyen los libros, salvo, quizá, en alguna librería cercana a la empresa; no hacen campañas de prensa, ni difusión por Internet, ni nada que se le parezca; no les liquidan derechos. Como si uno comprara un coche y se lo dieran sin ruedas ni motor. Pero el libro está publicado, eso sí. Y el autor puede distribuirlo orgullosamente entre amigos y familiares para ser visto, por fin, como alguien que regala su sensibilidad y su inteligencia únicas al mundo.

17 comentarios:

  1. Este texto tiene "trampa". Se habla en él de las buenas ediciones de las buenas editoriales (escasas en España) y de las malas ediciones de las pseudo editoriales (que probablemente sean tan malan como todos suponemos). Pero hay también ediciones lamentables de editoriales muy poco serias a pesar de las apariencias (algunas son famosas) y una autoedición sin necesidad de pseudoeditoriales, hecha por el autor mismo y publicada y vendida directamente en Amazon (lugar al que muchas editoriales tradicionales va a pescar nuevos autores) que puede ser excelente.

    Y una cosa es la edición de obras contemporáneas y otra muy diferente la edición de obras más antiguas, de reediciones de autores ya muertos o de traducciones. Es fácil editar un poemario o un libro de aforismos de menos de 100 páginas de un autor vivo. Es mucho más difícil publicar una buena traducción de "La Recherche" de Proust - que sigue sin existir en España a pesar de las tentativas (cuando se piensa que en la que está considerada como la mejor hay burradas como la traducción de "maison close" (burdel) por "casa cerrada", que nadie ha corregido durante años a pesar de que la frase que contiene ese error es incomprensible)...

    Comparada con la edición francesa, que yo conozco bien, la española (e hispanoamericana) es muy mediocre. Para mí es evidente que un autor que escriba en español tiene muchas más razones de autoeditarse que uno que escriba en francés.

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    1. Si vamos a hablar de “trampas”, Agustín, a mí me parece que la mayor trampa en todo este asunto la hacen las empresas de autoedición al llevar a las librerías (cuando lo hacen) libros que no han publicado por su valor literario (ni comercial), sino porque los autores los han sufragado, para que compitan con los de verdaderas editoriales, cuyo cliente no es autor, sino el lector, y que se juegan su criterio y su dinero para producir el mejor producto posible, a su entender. Y luego también están las trampas que las seudoeditoriales les hacen a sus propios clientes, los autores autofinanciados, como ya señalaba en mi entrada. Pero de estas dejaré que se ocupen sus víctimas, que tienen derecho a reclamar un buen servicio por su dinero.

      Dices, por otra parte, que hablo en la entrada “de las buenas ediciones de las buenas editoriales (...) y de las malas ediciones de las seudoeditoriales”, pero te equivocas: yo hablo del sentido y conveniencia de la autoedición, para negarlos: la autoedición solo es, en la gran mayoría de los casos, una forma de satisfacer la vanidad de los autores, aunque sea un engaño para los lectores y también un autoengaño para ellos mismos. Es cierto que hay ediciones lamentables de editoriales muy poco serias”, pero de eso no trataba la mesa redonda en la que participé. Le sugeriré a la Asociación Colegial de Escritores que le proponga al Líber que, en su próxima edición, dedique un coloquio al espinoso tema de “la calidad de la edición en España”.

      En cuanto a la autoedición, digamos, individual en Amazon (y otras plataformas), me parece más defendible, y sobre todo más transparente, que la que hacen las seudoeditoriales, pero lo cierto es que tampoco se habló de ella en la mesa redonda que motivó mi entrada. Puede ser excelente, como todo, pero, de nuevo, en la inmensa mayoría de los casos, solo es prescindible, por decirlo con suavidad. Y las editoriales acuden a los autores de Amazon (en contados casos) como acudirían a los manuscritos que les remitieran, para asumirlos a continuación a sus costas y a su riesgo.

      En fin, yo no conozco la edición francesa como dices conocerla tú, pero en mi vida profesional sí he tenido algunos contactos con editores franceses, y te puedo asegurar que no han sido mejores ni más profesionales que los españoles. Hasta diría que han sido peores. Que la edición española sea muy mediocre es un aserto fácil y atrevido, y muy hispánico: nos gusta fustigarnos; los franceses, en cambio, viven permanentemente encumbrados. En España hay buenos y malos editores, como en todas partes. Pero de lo que se trata, por el bien de la literatura, de los lectores y de los propios autores, es que ejerzan de tales, aplicando su criterio y sus recursos a la extraordinaria aventura de publicar.

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    2. Estoy más o menos de acuerdo con lo que dices salvo con la comparación entre las editoriales españolas (o hispanoamericanas) y francesas. En Francia es imposible recibir una carta o un mail de una editorial (sobre todo conocida) con faltas de ortografía. En España a mí me ha pasado varias veces. En Francia cuando se escribe a una editorial diciendo que hay un error en una traducción a partir del español, te contestan siempre, porque les interesa corregirlo. En España cuando se escribe a una editorial diciendo que hay un error en una traducción hecha a partir del francés, el 95% de las veces ni siquiera se dignan a contestarte (y cuando te contestan, mienten diciendo que lo van a corregir, cosa que no hacen nunca). Hace muchos años que yo escribí a una célebre y prestigiosa editorial española diciéndoles que habían intercambiado el título de dos capítulos de un libro de un filósofo célebre (además de haber cometido varios errores de traducción graves). El libro se ha reeditado desde entonces varias veces sin la mínima corrección - una cosa totalmente imposible en Francia.

      En Francia hay polémicas sobre la calidad de ciertas traducciones. En España, jamás. Yo colecciono desde hace mucho tiempo los ejemplos de traducciones elogiadas en la prensa llenas de errores gordos (como el de Proust citado más arriba) - en principio para hacer un panfleto sobre el tema (que no creo que haga nunca, porque nadie lo publicaría y sobre todo sería inútil). La razón de semejante situación es muy simple: en España nadie verifica las traducciones, ni en las editoriales ni fuera de ellas. De ahí que nadie parezca ser consciente del problema (yo no he verificado nunca una traducción del francés - y lo hago de vez en cuando desde hace muchos años - sin encontrar en ella errores graves). Y me da la impresión de que la cosa se está agravando: he descubierto hace poco, sólo en las primeras páginas de una edición de la obra casi completa de un gran escritor francés publicada por una prestigiosísima editorial ibérica, una cantidad de errores gordos de traducción difícil de creer. Un desastre imposible de ver en una gran editorial francesa.

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    3. No dudo de que en Francia sea como dices, Agustín, pero en España no pocas editoriales y críticos verifican las traducciones. Yo, como crítico, he publicado algunos artículos denunciando la poca o nula calidad de algunas traducciones. Por otra parte, en España hay muchos buenos traductores, cuya labor hay que reivindicar. Miguel Sáenz, del alemán; Jordi Doce, del inglés; Anne-Hélène Suárez, Xoán Abeleira o Miguel Casado, del francés; Carlos Vitale, del italiano; o José Ángel Cilleruelo, del portugués, entre otros, son traductores impecables, y su trabajo se publica regularmente en nuestro país.

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    4. Escribes que "en España no pocas editoriales y críticos verifican las traducciones". Es posible, pero ¿quiénes son los verificadores? Yo conocí bien a la persona que verificaba las traducciones del francés al español en una muy conocida editorial de Barcelona: era una licenciada en inglés que no conocía en absoluto el francés (el ejemplo perfecto de lo que dice más abajo Isabel Huete: "Conozco a algunos y algunas que han sido contratados por grandes editoriales que de expertos tienen lo que yo de monja. Basta un título de Filología para que te contraten aunque sólo hayas leído los libros que te exigían en la carrera"). Y el ejemplo reciente del que hablo al final de mi mensaje anterior ("la obra casi completa de un gran escritor francés publicada por una prestigiosísima editorial ibérica", que creo que es el mayor desastre de traducción que he visto en mi vida - y he visto muchos -), es un libro publicado en una edición supervisada por uno de los siete grandes traductores que me citas.

      También me citas como ejemplo de gran traductor del francés a Miguel Casado. En mis archivos de errores de traducción del francés, tengo dos gordos suyos sacados del texto "Frases", de su traducción de las "Iluminaciones" de Rimbaud (el único que he podido ver de él), errores que muestran que Casado conoce mal el francés:

      Rimbaud escribe: "Qu’il n’y ait ICI-BAS qu’un vieillard seul, calme et beau, entouré d’un "luxe inouï", — et je suis à vos genoux." Casado traduce: "Y no haya AQUÍ sino un anciano solo, tranquilo y hermoso, rodeado de un «lujo inaudito», —y yo estoy a tus pies". Cuando la buena traducción es: "Si no hubiera SOBRE ESTA TIERRA más que un solo anciano..." (Casado confunde "ici" y "ici-bas", y no se da cuenta de que su frase apenas significa nada - como la siguiente, sobre la que habría mucho que discutir: "Y haya hecho realidad todos tus recuerdos, —y sea yo la que sabe amarrarte, —te ahogaré.").

      Unas líneas después, Rimbaud escribe: "...unique FLATTEUR de ce vil désespoir" y Casado traduce: "...HALAGO único de esta mísera desesperanza", confundiendo "flatterie" con "flatteur", que significa "halagador", "adulador".

      Si en un texto tan breve se encuentran dos errores de ese calibre, puede imaginarse uno cuántos habrá en la traducción del libro entero. El texto, incluso sin los errores que cito, es mucho más oscuro que el original, otra señal de que el traductor no ha comprendido su sentido.

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    5. Elevas la anécdota -o las anécdotas: parece que llevas coleccionándolas mucho tiempo- a la condición de categoría, y lo haces sin matices ni excepciones. A los traductores, como a los editores, como a las personas, hay que juzgarlos por el conjunto de su trabajo, por su integridad como profesionales y seres humanos. Los errores que puedas haber ido apilando, en tu implacable escrutinio de las pifias ajenas, no empañan una labor global, de muchos años, si está hecha con dedicación, honestidad y solvencia. A una editorial hay que juzgarla por su catálogo (cuando no es de autoedición, claro; ahí el catálogo solo lo componen los clientes), que suele ser obra de muchos años de trabajo, y no por un libro o unos libros malos que haya publicado, sin olvidar que lo que para uno es un libro malo, para el editor y para muchos lectores puede ser un libro extraordinario (y aceptar esta verdad tan obvia suele ser prueba de integridad intelectual). La traducción, además, es una tarea muy difícil, plagada de minas, y también con un amplio margen de discrecionalidad. Los ejemplos de error que indicas -de Miguel Casado- a mí no me parecen tan escandalosos como a ti, y hasta cabría interpretarlos como una decisión admisible del traductor. Será, quizá, que yo tampoco tengo un conocimiento suficiente del francés. En cualquier caso, sigo considerando buenos a los traductores que te he relacionado (también a estos los has elevado: a la categoría de “grandes”) y sigo pensando que tanto ellos como muchos otros profesionales diligentes de este arduo campo de la literatura cumplen un misión muy meritoria, que ha de ser reconocida y aplaudida. Aunque se equivoquen. Todos nos equivocamos.

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    6. Escribes: "Elevas la anécdota -o las anécdotas: parece que llevas coleccionándolas mucho tiempo- a la condición de categoría, y lo haces sin matices ni excepciones."

      Yo no hago más que poner algún ejemplo para apoyar una idea sobre una situación que me he hecho durante muchos años tras muchos ejemplos vistos. ¿Cómo hacerlo si no? Observo los mundillos literarios español y francés desde hace muchos años, y tomo notas cuando veo cosas que me llaman la atención y que me parecen anormales (tomo también notas de lo que me parece excelente, pero ése no es el tema del que hablamos aquí).

      El tema de la traducción me interesa mucho porque yo traduje y abandoné esa actividad cuando me di cuenta de la situación lamentable de la traducción en España. La calidad de una traducción le importaba un bledo a todo el mundo: editores, críticos literarios e incluso a los propios autores traducidos. Que se tardara 3 meses en hacer una traducción excelente o 10 días en una desastrosa, el resultado era el mismo y no tenía la mínima consecuencia, ni para bien ni para mal. Mirando de cerca libros de autores que me interesaban mucho, me di cuenta de "l'étendue du désastre", como dicen los franceses, y sobre todo de la indiferencia total a ese desastre por parte de los profesionales o de los aficionados (cuando un lector no comprende un texto traducido, cree que es por culpa suya y nunca piensa que quizás el traductor haya traducido mal).

      Cuando yo digo que hay por ahí traductores peor que mediocres que tienen premios de traducción (algo imposible en Francia) o que osan traducir a Céline sin comprender la mitad de lo que leen, la gente piensa que estoy exagerando. Pero España es un país en el que alguien se pone a traducir a Proust ignorando que "maison close" significa "burdel" y en el que nadie se inmuta si se le muestra el error. El problema es que esa clase de errores no son despistes, sino signos inequívocos de la ignorancia grave de una lengua - que hacen incomprensibles las frases en los que se encuentran, cosa que, una vez más, no parece molestar ni a los editores ni a los lectores (ni incluso a los sesudos estudiosos universitarios del autor traducido). Otro célebre traductor de Proust, con premios de traducción, hace decir al amigo Marcel que si las prostitutas atraen poco a los hombres no es porque sean feas "sino porque están totalmente dispuestas, porque nos ofrecen ya lo que deseamos precisamente alcanzar, porque no son coquetas" (tercera razón que contradice las dos primeras), cuando debería haber traducido "no son conquistas".

      Se puede negar todo ello y pensar que "tout va bien dans le meilleur des mondes" y que todos esos ejemplos no son más que detalles, cuando en realidad son errores encontrados en muy pocas páginas verificadas - imagina uno lo que se encontraría si se miraran de cerca las tres mil páginas de los siete volúmenes de La Recherche... Alguien, por cierto, lo ha hecho con otro libro importante y ha encontrado lo que nadie antes había visto:

      "Los más de 500 errores en la traducción de "El capital" de Marx que han confundido por décadas a los lectores de la obra en español."
      https://www.bbc.com/mundo/noticias-41423547

      En realidad, según mi experiencia (abundante y sin el mínimo a priori), los errores no son la excepción sino la regla, pero yo entiendo perfectamente que sea demasiado duro admitirlo y que se prefiera disimular y olvidar la situación. Para ser totalmente exactos, yo diría que ello es así sobre todo desde hace 50 o 60 años, porque las traducciones anteriores y sobre todo las del siglo XIX de los clásicos franceses suelen ser excelentes (tanto en exactitud como en la calidad de su estilo literario - que ése es otro problema del que prefiero no hablar porque nos llevaría demasiado lejos).

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  2. Podrás imaginar, Eduardo, lo que me interesa el tema aunque ya haya abandonado el mundo de la edición en todos los formatos habidos y por haber. En lo fundamental estoy totalmente de acuerdo contigo, pero ha tres cosas que yo he visto y vivido en primera persona:
    1.- Las grandes editoriales, y las medianas si me apuras, desprecian con demasiada asiduidad textos con una calidad que nada tiene que envidiar a la de autores consagrados, incluso siendo mejores algunos, con el inconveniente, eso sí, de ser sus autores unos perfectos desconocidos para el mundillo literario y para el gran público lector. Puesto que las empresas editoriales de prestigio, conocidas, o reconocidas, son sobre todo eso: empresas, prefieren no correr el riesgo de invertir en un autor o autora al que nadie conoce, ni siquiera promocionándolo.
    2.- Son, en general, las pequeñas editoriales, las que se autodenominan "independientes", las que suelen apostar por ese tipo de autores, de calidad pero desconocidos. El problema estriba en que apenas disponen de capital, la edición es cara y, por tanto, las tiradad son pequeñas, la distribució excasa y la promoción inexistente. A pesar de ello, algunas aguantan como jabatas y en las ferias que organizan puedes encontrar libros muy dignos y autores estupendos.
    3.- Ante el rechazo de las editoriales, muchos recurren a la autoedició. A mí personalmente no me gusta ese sistema, y menos todavía que se oculte o pretenda ocultarse cómo se ha originado el libro. No hablo de calidades de la edición ni de sus autores porque estoy segura que habrá de todo. También digo que, para mí, no es garatía de valor literario que el texto haya sido previamente leído por un experto que en muchas ocasiones no es tal, pero su juicio sí es determinante. Conozco a algunos y algunas que han sido contratados por grandes editoriales que de expertos tienen lo que yo de monja. Basta un título de Filología para que te contraten aunque sólo hayas leído los libros que te exigían en la carrera.
    En conclusión: publicar con buenas editoriales es lo mejor. Las pequeñas deberían tener mucho más apoyo institucional. Y la autopublicación no es lo ideal, pero a veces es el último recurso para algunos escritores, y no sólo por satifacer su ego. A veces les ha costado tanto trabajo escribir su obra, ya sea buena o mala, que verla plasmada en papel les provoca una felicidad infinita. Mi hermano fue uno de ellos y murió con su sueño cumplido. Era poeta y yo le diseñé sus últimas portadas.
    Un abrazo grande.

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    1. Todo lo que expones, Isabel, muy sensato, daría no solo para una charla, o un intercambio de mensajes en un blog, sino para un libro en varios volúmenes. Me limitaré ahora a hacer algunos matices. Si bien es cierto que las grandes editoriales, como empresas que son, procuran ahorrarse riesgos, también lo es, según mi experiencia, que nunca descartan un manuscrito en el que adviertan valores suficientes como para hacer asumible ese riesgo. Entre esos valores suficientes se encuentra la calidad literaria (o la calidad técnica, si se trata de una editorial especializada), pero también otros como la novedad o frescura formales, la cercanía a la sensibilidad estética predominante, la edad (la juventud se valora mucho, a menudo injustamente) y hasta la personalidad del autor. Es decir, un escritor desconocido puede acceder a sellos importantes si reúne los méritos suficientes para ello, a ojos de la empresa a la que se dirija, claro. No por ser desconocido queda automáticamente excluido de una buena edición.
      Por otra parte, conozco a muchos editores que son excelentes lectores y críticos, esto es, evaluadores diligentes de la literatura y de los autores, y que se toman muy en serio su tarea de selección (para lo que les estimula sobremanera que sea su dinero el que se vayan a tener que gastar para defender sus decisiones). No pocos de ellos se pertrechan, además, de colaboradores que suponen filtros adicionales para llegar al mejor resultado posible. Naturalmente, también hay editores (bastantes) que no hacen este trabajo, o lo hacen mal, o contratan a lectores o asesores sin gusto, sin criterio y hasta sin conocimientos. Pero el hecho de que haya filtros, aunque sean endebles, hace que sea más probable que lo que acoja esa editorial tenga un nivel de calidad suficiente y, en general, superior al de los libros autoeditados, cuyo único filtro es el dinero que alguien paga por que se publiquen.
      Estoy de acuerdo contigo en que la autoedición es admisible, y hasta conveniente, en algunos casos. Y no solo porque en la historia abunden los ejemplos de grandes escritores que han pagado por publicar sus primeras obras (Proust, Joyce, Lorca, Faulkner...) -aunque ellos no lo hacían acudiendo a una seudoeditorial, sino a una honrada imprenta-, sino porque, en algunos supuestos, la condición muy especializada o minoritaria del texto o la particular situación vital del autor lo justifica. Me alegro de que tu hermano pudiera participar de la alegría de publicar y de que lo hiciera, además, acompañado por tus estupendas portadas.
      Posdata: Fue un placer verte en Madrid el viernes pasado. Muchas gracias por venir. Te mando besos redoblados y todo mi cariño.

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    2. Escribes: "un escritor desconocido puede acceder a sellos importantes si reúne los méritos suficientes para ello". Eso no es cierto ni en España ni en el extranjero. La lista de grandes libros rechazados por grandes editoriales es enorme y va desde "À la Recherche du temps perdu" hasta "Harry Potter", pasando por "Cien años de soledad" (en España y en Francia) o "La conjura de los necios" de John Kennedy Toole (yo tengo por ahí una lista enorme de casos, pero ahora no la encuentro).

      Según mi experiencia con editores y empleados de editores, tanto en España como en Francia, quien piense que el mundo editorial es un mundillo en el que es rarísima la gente cultivada y lúcida a la vez se confunde mucho menos que quien piensa que está lleno de gente muy culta y avispada.

      Recuerdo ahora una conversación con un empleado importante de un prestigioso editor español sobre un libro que acababan de publicar y al que yo le pregunté cómo eran capaces de publicar un libro tan mal escrito. Su respuesta fue: "Pues se vende muy bien".

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    3. Que un escritor desconocido puede acceder a sellos importantes si reúne los méritos suficientes para ello, es una verdad tan obvia, tanto en España como en el extranjero, que da fatiga tener que defenderla. Cuando digo importantes, no me refiero solo a los grandes, a veces gigantescos grupos editoriales, sino también a sellos que han alcanzado una relevancia significativa en el campo de que se trate, y que ofrecen al autor el necesario amparo profesional, con un contrato de edición, una publicación cuidada, una distribución adecuada, una difusión suficiente (aunque los autores nunca creen que la difusión sea suficiente) y una remuneración razonable. Y, como veo, Agustín, que te gusta ejemplificar tus afirmaciones -ejemplos a partir de los cuales extraes leyes universales, sin matices ni excepciones-, te daré uno que ilustra bien, me parece, mi afirmación de que las mejores editoriales no están vedadas a los neófitos: Agustín Fernández Mallo, un físico de treinta y muchos años que había publicado dos o tres libros de poesía en editoriales pequeñas, si no minúsculas, cuando publicó “Nocilla Dream”, y que, gracias a la calidad de este libro extraordinario, al cabo de dos años ingresó en Anagrama y luego en Seix Barral (y en DVD y Visor como poeta), donde ha construido, y sigue construyendo, su distinguida carrera. No es infrecuente que esto suceda. Pero, para ello, hay que ser bueno, o, dicho con más justeza, hay que encajar en el concepto de cualidad que maneje la editorial en cuestión. Porque aquí está el meollo del asunto. Todos tendemos a pensar que, si somos rechazados por la buena editorial en la que deseamos publicar, es porque es idiota, o incompetente, o injusta, o ciega a lo bien que escribimos y a lo fabulosos que somos; o porque solo obedece a intereses espurios y mercantiles (aunque estos sean siempre una razón legítima y poderosa, mientras todos aceptemos vivir en una economía de mercado); o porque la maneja gente inculta y muy poco avispada. Nunca se nos ocurre pensar que a lo mejor nosotros somos los idiotas, o los incompetentes, o los injustos, o los ciegos a la verdadera condición de nuestra obra, o los incultos y poco avispados. La lista de los grandes libros rechazados por grandes editoriales es muy larga, en efecto (a los títulos que mencionas se podrían añadir muchos más, aunque también habría que decir que el error es humano, que los editores, hasta donde yo sé, son humanos, y que todos esos libros encontraron, más pronto o más temprano, una buena editorial que los acogiera: Proust, por ejemplo, lo consiguió ya con el segundo título de su heptalogía; y “Cien años de soledad” ya se había publicado, y sido un éxito, en Hispanoamérica), pero siempre será infinitamente más corta que la de los libros justamente rechazados por ser anodinos, irrelevantes, mediocres, carentes de interés, malos, muy malos, pésimos o inverosímilmente horrorosos, que son la mayoría de los que se reciben en cualquier casa editorial. Un rechazo que, por cierto, nos hace un favor a los abrumados lectores del mundo.

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  3. Y todo esto te lo dice un autor que hoy ha recibido un mensaje de un gañán de editor, plagado de faltas de ortografía, expresiones toscas, inadecuadas y groseras, y ejemplo de profunda incultura (y desinterés por la literatura).

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    Respuestas

    1. Yo nunca he dicho que las mejores editoriales estén vedadas a los neófitos. Yo he dicho, porque lo pienso desde hace mucho tiempo, que las mejores editoriales se confunden con frecuencia juzgando a los autores (que sean neófitos o veteranos). Porque una gran editorial se puede confundir también creyendo que un neófito es genial - o, como tú dices, que encaja en su concepto de cualidad (y todos sabemos la cantidad de obras mediocres o nulas que publican en España los grandes editores).

      Yo pienso que en las mejores editoriales españolas, porque ésa es mi experiencia, hay mucho incompetente, como lo prueban ediciones catastróficas de obras importantes como ésa a la que aludo desde mi segundo mensaje aquí ("la obra casi completa de un gran escritor francés publicada por una prestigiosísima editorial ibérica") - si quieres saber cuál es dame tu mail y te lo digo en privado. Y lo pienso independientemente de mis ganas o no de publicar, que no tienen nada que ver con mi opinión sobre el mundo editorial español (yo si publicara, lo haría de manera independiente utilizando el sistema de Amazon, por la sencilla razón de que en él es uno mismo quien puede controlarlo todo).

      Escribes que la lista de obras maestras de la literatura rechazadas por grandes editoriales es mucho más corta que la de los libros "justamente rechazados por ser anodinos, irrelevantes, mediocres, carentes de interés, malos, muy malos, pésimos o inverosímilmente horrorosos". Y que errores los comete todo ser humano, lo cual es verdad. Pero el hecho de que alguien lea las primeras páginas (o incluso las primeras frases) de "Cien años de soledad" o de "La Recherche" y no vea inmediatamente que sus autores son excepcionales, ¿es un error pasajero o una muestra grave de incompetencia literaria? Como en el caso de los errores de traducción, para mí es un síntoma muy claro de ineptitud al oficio.

      "Y todo esto te lo dice un autor que hoy ha recibido un mensaje de un gañán de editor, plagado de faltas de ortografía, expresiones toscas, inadecuadas y groseras, y ejemplo de profunda incultura (y desinterés por la literatura)." Gracias por la sinceridad con la que me das indirectamente la razón, porque eso que cuentas es totalmente imposible en Francia.

      En el fondo estamos más o menos de acuerdo sobre el fondo de la cuestión. La diferencia esencial es que tú eres más optimista e indulgente que yo, que soy mucho más pesimista (yo diría realista) y mucho más severo con la imperfección (por ser un perfeccionista, que es un defecto bastante más grave de lo que cree uno cuando es joven).

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    2. Dices que nunca has dicho que las mejores editoriales estén vedadas a los neófitos. Pero que “no es cierto ni en España ni en el extranjero que ‘un escritor desconocido [pueda] acceder a sellos importantes si reúne los méritos suficientes para ello’”, como has empezado afirmando en tu correo del 11 de octubre, a las 9.23, se le parece mucho. En nuestra discusión, tú mantienes una visión maximalista y catastrofista de la edición y la traducción en España, mientras que yo sostengo que, en este terreno, como en casi todos, hay buenos y malos profesionales, hay gente que se esfuerza por hacerlo bien y otra que lo hace irremediablemente mal, hay aciertos y hay errores. Muchas cosas son mejorables, pero otras se llevan a cabo con razonable corrección. Tu visión es pesimista, sin duda, pero eso no la hace más realista que la mía. Porque más realismo supone admitir que la realidad es múltiple y compleja, que uno acaso no tenga la razón en todo (como la propia realidad se encarga de recordarnos todos los días a quienes la recorremos con los ojos y el cerebro abiertos) y que los demás hacen lo que pueden, y en no pocos casos con diligencia y acierto, para sobrevivir en un cosmos tan plagado de intereses, vanidades y subjetivismo como el de la literatura y, en general, el arte. Por eso no te doy la razón en mi último comentario (aunque, si eso te complace, puedes pensarlo así): solo reconozco esa realidad llena de aristas, en la que conviven los gañanes y los ilustrados, los cuidadosos y los zotes. (Y qué suerte para los franceses que en Francia solo haya cuidadosos e ilustrados). Sobre tu comentario sobre el rechazo de “La recherche...” o “Cien años de soledad”, solo te diré que, si Tolstói hubiera sido editor, habría rechazado los manuscritos de Shakespeare, porque los consideraba una basura. Y en cuanto a tu opción publicatoria con Amazon, te deseo, si llegas a ejercerla, mucha suerte, porque, en efecto, tú lo controlas todo, pero también sobre ti recae todo: el pago de la publicación, la publicidad y difusión de la obra, y la distribución de la obra. Y voy a dejar aquí este diálogo, Agustín, porque otras tareas ocupan mi vida: tengo algunas traducciones que hacer y algunos editores con los que hablar. Te agradezco, en cualquier caso, tus mensajes y te mando un saludo muy cordial.

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    3. Para acabar : mi frase sobre las editoriales y los neófitos se refería a la incompetencia de los editores en casos como los de La Recherche, Cien años de soledad, La conjura de los necios o Harry Potter.

      Mi visión de la traducción en España es mucho más pesimista que la tuya simplemente porque yo he verificado la calidad de muchas traducciones y me he encontrado con desastres difícilmente imaginables para quien no lo hace. Y lo es también de las editoriales españolas porque yo las comparo a las francesas (que no son una maravilla tampoco, pero que tienen un nivel mínimo desconocido en España y no digamos ya en Hispanoamérica).

      El ejemplo que me das sobre Tolstoi no es bueno, primero porque no fue editor y segundo porque el amigo Lev era un maniático que acabó siendo un fanático. Con los juicios de grandes escritores sobre otros grandes escritores, se podría hacer un Diccionario de burradas muy divertido.

      Gracias por tu disponibilidad para el diálogo y saludos desde París (donde el frío y la lluvia invitan hoy a releer a Verlaine).

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    4. Para acabar, sí, Agustín: ese diccionario de juicios (negativos) de grandes escritores sobre otros grandes escritores ya existe; es más, existen muchos, de los que te indico cuatro: “Miseria y gloria de la crítica literaria”, de Constantino Bértolo (Punto de Vista, 2022); “Escritores contra escritores”, de Albert Angelo (El Aleph, 2006); “Escritores a la greña”, de Julián Moreiro (Edaf, 2014) y “Poisoned Pens”, de Gary Dexter (Frances Lincoln, 2010). Curiosamente, muchos de los escritores que consideran lamentable la obra de otros escritores eran, o actuaban puntualmente, como editores, lo que no los convierte en incompetentes, como sostienes tú (dices que no ver, con solo leer las primeras líneas de “La recherche” o “Cien años de soledad, que se trata de grandes obras literarias no es un error, sino la demostración de que se es un incompetente), solo en personas con ideas, criterios y limitaciones propias, aunque hoy podamos pensar que equivocados. André Gide rechazó “La recherche”, y Carlos Barral, “Cien años de soledad” (aunque Barral, muchos años después, frente el pelotón de fusilamiento de la crítica por su rechazo, aclaró que nunca había llegado a leer el libro, algo que confirmaría después el propio García Márquez). De ambos pueden decirse muchas cosas, pero no que fuese incompetentes, me parece. Solo eran, entonces, editores, que tenían que decidir según sus gustos, su sensibilidad y sus necesidades editoriales. (T. S. Eliot rechazó “Rebelión en la granja”, de Orwell; tampoco él era un incompetente).

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  4. Gracias infinitas, querido Eduardo. Yo tambié me alegré muchísimo de verte y escucharte. Siempre es un placer hacerlo. Abrazos y cariño también de mi parte.

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