Las repúblicas comunistas de la Europa del Este se apresuraron a importar las técnicas coercitivas que tan buenos resultados estaban dando en la Madre Rusia. En la República Democrática de Alemania, el Ministerio para la Seguridad del Estado, la siniestra Stasi, contaba en 1989, cuando cayó el Muro de Berlín, con 102.000 agentes y 174.000 informantes (para vigilar a una población de 17 millones de habitantes; la Gestapo había dispuesto de 40.000 efectivos para controlar a 80 millones); también se le destinaba el 5% de los presupuestos generales del Estado. Gracias a su celo en el cumplimiento de las tareas que tenía encomendadas, escritores como Thomas Brasch, Reiner Kunze, Jürgen Fuchs, Stefan Heym, Lutz Rathenow y un larguísimo etcétera sufrieron vigilancia y cárcel, fueron despedidos de sus trabajos, se les retiró el permiso para publicar (y hasta para escribir) y, en no pocos casos, fueron privados de la nacionalidad y expulsados del país. En Rumanía, el equivalente de la Stasi, la no menos terrorífica Securitate, velaba, bajo la sanguinaria dirección de Nicolae Ceaucescu y su draculiana mujer, Elena Petrescu, por que autores como Paul Goma, Herta Müller, Norman Manea o Ana Blandiana no pusieran en peligro la seguridad del Estado con sus palabras. En Albania, un enloquecido Enver Hoxha (pronúnciese jodcha), cuando no estaba ocupado sembrando búnkeres por todo el país para defenderse de una invasión de los Estados Unidos que daba por segura y que hoy se utilizan para cultivar champiñones, perseguía con saña a quienquiera que objetase a su régimen, aunque antes lo hubiese apoyado, como Ismaíl Kadaré, que se tuvo que exiliar en Francia después de que el propio Hoxha le recriminase que su novela El gran invierno no hiciera lo que la buena literatura debe hacer: «Representar los intereses del régimen, hablar de las fiestas, de las cooperativas, de las consignas del partido, del entusiasmo de la juventud». La suerte de Kadaré, pese a todo, fue mucho mejor que la del poeta Havzi Nela, condenado a quince años por criticar al régimen de Hoxha, luego aumentados a veintitrés por organizar una protesta dentro de la cárcel por las condiciones inhumanas en las que vivían los presos. Cuando obtuvo lo libertad, fue confinado en un pueblo, del que se escapó un día para poner una flores en la tumba de su madre, que acababa de morir. Por incumplir el régimen de confinamiento, lo condenaron entonces a muerte, lo colgaron en público y dejaron que su cuerpo se pudriera en la calle.
La investigación de Florentín alcanza a muchos otros países, no europeos. A Cuba, por ejemplo, donde se revivieron los Juicios de Moscú con Heberto Padilla, y numerosos escritores disidentes —aunque muchos de ellos habían apoyado o aplaudido la Revolución— se vieron obligados a exiliarse y a morir lejos de su patria, como Guillermo Cabrera Infante o Reinaldo Arenas. Y a China, por supuesto, cuyos comunistas conjugaban un refinamiento sádico —cobraban a la familia de los ajusticiados la bala que los había matado— con fórmulas mucho menos sutiles: La Guardia Roja de Mao apaleó hasta la muerte a Lao She, acusado de «derechismo». Zhang Zhixin estuvo presa por criticar a la mujer de Mao y el culto a la personalidad del Gran Timonel, y en la cárcel fue torturada y violada sistemáticamente; para ahuyentar a sus violadores, se untaba el cuerpo con sus propios excrementos. A Lin Zhao la reeducaron durante ocho años con palizas y torturas en un campo de trabajos forzados y, tras contraer tuberculosis, fue ejecutada el mismo día en que se dictó su sentencia de muerte.
Manuel Florentín subraya en su documentadísimo libro —cuya monotonía no le es achacable a él, sino a la naturaleza de lo narrado: conductas repetidas e iguales de los regímenes comunistas— otro motivo de dolor para los escritores y artistas perseguidos: la falta de solidaridad de sus colegas occidentales, muchos de los cuales profesaban una fe tan intensa en el ideal comunista que se negaban a ver, o a creer, aquello que lo desmintiera, aunque fuesen crímenes atroces. Sartre fue uno de los ciegos voluntarios más destacados: arengaba a sus compañeros para que, como él, no viesen.
Pero Florentín no relata esta tragedia sin humor: el de los chistes que circulaban en todos los países comunistas sobre sus infaustos gobernantes. El chiste fue una de las principales válvulas de escape de los habitantes del paraíso socialista, aunque podía conducir también a la catástrofe: el humor como lenitivo de la impotencia. Este es uno que se contaba en Checoslovaquia después de que los blindados soviéticos aplastaran la Primavera de Praga: «¿Cómo visitan los rusos a sus amigos? En tanque».
La lectura de Escritores y artistas bajo el comunismo deja un regusto muy amargo. Y no solo por las innumerables salvajadas que refiere, sino también porque corrobora el fracaso de un ideal encomiable, que perseguía la justicia y la igualdad, construido a partir del certero —y aún no superado— análisis marxista del capitalismo, y que han abrazado muchos espíritus nobles que deseaban el bien de sus semejantes. Quienes hemos creído alguna vez en él vemos en este reguero de crueldades la demostración de la indefectible capacidad del hombre para convertir sus utopías en infiernos.
Tu documentado texto, que remite a un libro repleto de documentación por lo que muestras, me ha hecho pensar en Camus. Su polémica con Sartre conserva mucha actualidad. Llevo un tiempo releyendo páginas de Camus, un autor necesario para comprender el miedo del poder a nuestra libertad.
ResponderEliminarQué interesante lo que cuentas, Eduardo. Sin duda un libro a añadir a mi lista. Un abrazo.
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