Llegamos a Mont (pronúnciese munt) luego de sobrevivir a un tormentón en la carretera y a las cascadas de agua blanca que formaba la lluvia en las laderas por las que circulábamos: vistas desde lejos, parecen cataratas encantadoras, que dan al paisaje aranés un aire de selva venezolana; contempladas desde cerca, acojonan. Mont es un pueblecito de solo cuarenta y seis habitantes, a 1235 metros de altitud. Al núcleo antiguo, de casas toscas con muy pocas ventanas y tejados de pizarra, se le han adosado largas filas de viviendas nuevas, todas segundas residencias o pisos turísticos, que privan al lugar de su tradicional rusticidad y le otorgan, a cambio, un aire de urbanización; no sé si sale ganando. Después de instalarnos en nuestro piso turístico, damos un paseo por el pueblo, forzosamente breve: solo tiene dos calles. En la parte antigua, vemos a dos hombres, uno mayor y otro más joven, en lo que parece un garaje, desollando a una res decapitada. Delante, se amontonan los animales, esta vez vivos: un gallo con su harén de ruidosas gallinas, un gato que parece un tigre y un perro muy peludo. “Bona tarda”, decimos para disimular nuestro asombro y parecer educados. Al lado de donde se está produciendo el despellejamiento, se alza —aunque el verbo es excesivo, dado el tamaño del lugar— la ermita de Nostra Senhora deth Ros, construida en 1517, de paredes desnudas y lo que parece ser un retablo barroco al fondo, en penumbra, que entrevemos por la mirilla de la puerta de madera. Siguiendo por la calle de la Virgen —escrito así, en castellano—, de una de cuyas casas sale un anciano que llama a su perro diciéndole “ven astí” (y me pasma que utilice el mismo localismo para “aquí” que yo oía en Azanuy, el pequeño pueblo oscense, muy alejado del valle de Arán, donde pasaba las vacaciones de mi infancia), desembocamos en los lavaderos techados del pueblo, ese centro de socialización secular de las villas españolas —y que yo aún he visto utilizar en Azanuy, precisamente—, sustituidos desde hace décadas por las lavadoras. Adosado a ellos, hay un abrevadero, en el que no creo que beba ya ningún animal, presidido por un crismón de piedra, a cuyo lado se ve una figura con un cayado. ¿Un obispo? ¿Un pastor, quizá? El lugar rebosa de agua y yo, contemplando embobado el pilón historiado, hago honor a la riqueza hídrica que lo caracteriza metiendo el pie en un charco mucho más profundo de lo que su escaso diámetro hacía sospechar. Cuando llego a la iglesia de Sant Llorenç, a las afueras del pueblo, el pie todavía no se me ha secado. Para entrar en el recinto de la iglesia, hay que abrir una verja con cerrojo, pero sin llave. La iglesia se erigió en el siglo XII, pero de la arquitectura románica originaria solo queda, al lado de la entrada actual, con una puerta de madera viejísima, otra entrada cegada, mal encalada y medio comida por un ala añadida al edificio en la remodelación que se llevó a cabo en 1738. El templo es rudimentario. Solo destaca una torre cuadrangular robusta, acampanada en sus cuatro lados. En la magra información que aporta el ayuntamiento, averiguo que el crismón del abrevadero probablemente provenga de la iglesia románica: los neoclásicos no quisieron echarlo al basural, ni nadie apropiárselo, y se decidió embellecer el bebedero con él.
Una tarde paseamos desde Mont hasta el pueblo vecino, Montcorbau, aún más pequeño que el primero: tiene solo veintiún habitantes. Lo hacemos siguiendo un caminito que recorre la ladera de la montaña en la que ambos pueblos están enclavados. El valle se abre a nuestros pies como una serpenteante cicatriz verde. La niebla alicata de blanco los huecos entre los montes, que se superponen en serranías sucesivas hasta perderse en un magma remoto y negro. El cielo, líquidamente azul, se agrisa con parsimonia. Rozamos con la cabeza —el sendero es muy estrecho— zarzales atestados de moras, gruesas, dulces, jugosas, que nos zampamos como críos que no hubiesen merendado. Yo estoy a punto de pisar una salamandra, amarilla y negra, ese urodelo que durante siglos se ha creído que podía sobrevivir al fuego. Todos nos paramos a contemplarla. Aunque la toco en un costado con un palito, no se mueve. Parece completamente indiferente a nuestra presencia. La dejamos con su indiferencia y seguimos andando a Montcorbau, a donde llegamos poco después. Preside el pueblo la iglesia de Sant Esteve, románica, con elementos góticos y barrocos posteriores, como casi todos los templos del valle. Sentados a su sombra, jugueteamos con dos gatos que se nos acercan. Uno, negro, busca la caricia con insistencia; el otro, blanco, más esquivo, apenas permite que lo toquemos. Siempre que me es dado acariciar a un gato callejero, recuerdo lo que me dijo Ángeles una vez, con voz de ultratumba, en una iglesia inglesa en la que se había colado un minino que caracoleaba entre las piernas: “Transmiten la toxoplasmosis”. Desde entonces me abstengo de tocarlos: me limito a observar sus inverosímiles estiramientos. En una de las casas de Montcorbau se acumulan las placas: una informa de que allí funciona un establecimiento dedicado a “ramaderia e lotjaments”; otra, encima de esta, revela que en ese mismo lugar nació, en 1867, el poeta y sacerdote José Condo Sambeat, “que supo cultivar con amor filial su lengua aranesa”. La lápida la instaló la Diputación Provincial en el 1968, con ocasión —y algún retraso— del centenario de su nacimiento. No deja de tener mérito que una diputación franquista (aunque fuera en los últimos años del Régimen y el homenajeado fuese un cura) recordara a un autor que había escrito en occitano. Pero lo hizo en castellano, claro, y con esa prosa engolada que las dictaduras no saben evitar y que rezuma la piedra. El propio Josèp Condò Sambeat, que así se escribe su nombre en aranés, fue el primer escritor que utilizó este idioma como lengua literaria, pero también publicó en español, aunque solo cosas religiosas: Escuela de perfección sacerdotal, en 1914, y La Santísima Virgen en los Evangelios, 1915. No sé quién pueda leer estas obras hoy, pero, desde luego, no seré yo.
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